Ana Muñoz
hierbamala
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4 min readMay 27, 2019

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No he hecho otra cosa más que pensar estas dos semanas. En nuestra sangrienta historia. En todos los errores cometidos. ¿Qué une al pueblo? ¿Las huestes, el oro, las banderas? Las historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nadie puede detenerla. Ningún enemigo puede vencerla.

–Tyrion Lannister

Cuando era niña, mi madre no tenía permitido bañarse mientras tenía la regla. En el colegio del pueblo, las monjas le mandaban a casa. Mi tía, la hermana de mi padre, cuenta que mi abuela tampoco le dejaba lavarse el pelo durante esos días. Entiendo que era algo generacional. Era la historia que las mujeres se contaban unas a otras.

Escribe Rebecca Solnit en ‘The Mother of All Questions’: “Las historias salvan tu vida. Y las historias son tu vida. La liberación siempre es en parte un proceso narrativo”. Antes que ella, Joan Didion escribe en ‘The White Album’ “nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”. Quién cuenta qué historia es la pregunta que nos ha traído hasta aquí, y cuando escribo aquí pienso en este proyecto y pienso en Natalia.

Empiezo a sospechar que mi interés en las historias tiene que ver no solo con un apego visceral, con una apetencia azarosa o una inclinación hacia un tema en particular, como otros eligen estudiar medicina o coleccionar revistas de decoración. Que no es una decisión inconsciente y que tampoco procede de la súbita comprensión de un desequilibrio entre la proporción de hombres y mujeres en el mundo y la proporción de héroes y heroínas en la ficción. Tiene que ver, más bien, conmigo misma y mis experiencias.

El día de mi primera regla mi padre nos llevó a cenar para celebrar. Qué esperaba de él o si esperaba alguna reacción en realidad no importa; yo misma no entendía por qué, ese preciso día de verano, un órgano hasta entonces dormido había expulsado el primer óvulo no fecundado y, por tanto, inútil. La pregunta que me inquieta hoy es por qué ese evento no se desdibujó en mi memoria, por qué lo recuerdo al menos tan claramente como la cena de ayer. Solo ahora me atrevo a pensar que una explicación plausible es, en cierto modo, que mi padre eligió por mí cómo contar y honrar mi historia, creando así un conflicto entre yo y mi experiencia.

La familia de mi padre y la familia de mi madre no pueden ser más distintas en el uso de las palabras y los silencios. En el lado de mi madre, la prudencia está por encima de la curiosidad. Las conversaciones se mueven, casi de puntillas, entre palabras ausentes y respuestas sobreentendidas. Son personas discretas. En el lado de mi padre todos hablan al mismo tiempo y casi siempre muy alto y a nadie parece preocuparle la posibilidad de incomodar con sus preguntas. Las palabras están moduladas por una emotividad marcada, comprenden la diferencia entre “qué alegría verte” y “¡¡Qué alegría verte!!”, en contraste severo con la familia de mi madre.

Además de un carácter vehemente, mi padre tiene una voz particularmente grave. Cuando una de mis primas era bebé, buscaba con la mirada desde de su cuna el origen del sonido si mi padre hablaba. Con los gatos y los perros sucede lo mismo: se quedan quietos, escuchando, a la espera. Esta es una cualidad que, sumada a la de ser un hombre alto y robusto, le ha debido de facilitar la tarea de abrir puertas sin pedir permiso. Es difícil imaginar a mi padre sintiéndose pequeño.

De un hombre que controlaba el dinero de mi madre –quien trabajaba a jornada completa y recibía un salario a su nombre por ese trabajo–, de un hombre que alguna vez no le dio dinero a esa madre para comprarme pañales, de un hombre que cuando se estropeó la televisión decidió que nadie volvería a ver una en esa casa, de un hombre que además es mi padre es de quien, supongo, aprendí que la información es poder.

Prosigue Solnit: “una persona libre cuenta su propia historia. Una persona valorada vive en una sociedad en donde su historia tiene un sitio”. Mi padre tendía y tiende a ocupar el espacio sonoro, ya fuera el del coche que nos llevaba a la playa, ya fuera en público cenando en un restaurante; ya fuera hablando del tiempo, de una noticia en el periódico, o con grandes risotadas. Hablaba mucho, pero sobre todo se hablaba a sí mismo. Entonces y ahora me hacía preguntas que me fastidiaban. Por ejemplo, yo podía decir que me había gustado tal cosa y él respondía como la santa inquisición: cuándo, dónde y con quién. Primero, su indiferencia hacia lo que yo tuviera que decir desautorizaba mi discurso y, segundo, utilizaba mis respuestas (por ejemplo: ayer después del colegio, en la casa de enfrente, con los vecinos) no para continuar la conversación que yo había iniciado –es decir, no para continuar mi historia– sino para volverla en mi contra (por ejemplo: si estabas haciendo tal cosa, entonces no estabas estudiando).

Este es un tipo de violencia que para las mujeres no termina cuando dejamos de ser niñas. Las mujeres callamos para que no nos acusen de faltas que, al buscar la coherencia interna de la historia que nos cuentan y no encontrarla, terminamos por pensar que quizá cometimos. Al mismo tiempo, cuando las mujeres usamos la voz para decir que nuestros cuerpos y experiencias son universales solemos ser ignoradas o cuestionadas. Así es casi razonable que nosotras mismas nos definamos como histéricas. Los niños aprenden que las figuras de autoridad –padres, profesores, cualquier adulto– les protegen, pero que también les castigan si no entendieron bien las reglas. La cuestión es que algunos –algunas– somos tratadas como niñas toda la vida.

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