8 de mayo de 2019. Hospital Erasme, Bruselas

Ana Muñoz
hierbamala
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3 min readMay 12, 2019

Estoy entrando en el tercer mes de mi embarazo imaginario. Desde el 1 de marzo solo busco sangre cuando me bajo las bragas. En abril compré dos tests: uno en la farmacia y otro en el Carrefour. Pagué en efectivo: 15 euros. Oriné en el segundo apenas llegué a casa y limpié las gotas de pis sobre la taza con un cuadrado de papel higiénico doblado en dos. El resultado fue negativo. Esperé una semana y el resultado del segundo test también fue negativo. Pero estoy en el hospital y miro los carteles sobre las paredes color crema que me preguntan si estoy enceinte y un calor que reconozco prende mis mejillas. Miro mi reflejo en una vitrina y mi aspecto es el mismo que recién salida de una sauna. Un hilo de sudor helado se desliza por mi columna torcida. Los brazos tensados, la respiración incompleta: el pánico.

Me interrumpe o me salva la doctora Absil. Había deletreado su nombre en un post it amarillo como el de una chica que conocí en la fiesta de año nuevo, Axelle, y la señora detrás de la mesa de información me corrigió. Me pregunté de camino a la sala de espera si la doctora Absil llevaría velo. No tengo menos prejuicios que otros, pero me esfuerzo en disimularlos. Empiezo a sospechar que elegir con cuidado mis palabras no me hace mejor persona. Quizá, pienso, me hace más hipócrita.

Las mujeres en esta sala de espera están visiblemente embarazadas. Se sienta a mi lado una chica vestida de negro y de pelo corto que abre un libro de Virginie Despentes. Somos las únicas que no usamos velo y que no parecemos embarazadas. Si una chica que se parece a mí no está embarazada es posible que yo tampoco lo esté. Es una hipótesis estúpida, pero una parte de mí lo cree. Mis mejillas todavía arden cuando la doctora Absil abre la puerta y dice mi apellido.

La doctora Absil usa delineador de ojos plateado y su pelo huele a laca. Debe de tener diez años menos que mi madre. He adquirido la manía de hacer esta comparación, como si la edad de mis padres fuera una vara de medir robusta, como si no envejecieran un poco más cada año. En noviembre mi madre se jubila, pero no sé si eso le obliga a ser parte de la “tercera edad”, si dirán de ella que es una abuela aunque no lo sea porque no tiene nietos. La doctora Absil me pide que mastique el chicle con la boca cerrada y eso hago y le pido disculpas tumbada sobre la camilla, las piernas abiertas en position gynécologue. Algunos minutos antes me pregunta –ella sentada delante de su escritorio, yo doblando el pantalón al otro lado de la cortina– si estoy embarazada. Solo que no parece una pregunta.

Coloca un preservativo sobre un instrumento fálico conectado a una máquina y lo introduce en mi vagina. Leo después que el instrumento se llama transductor y que emite ondas de ultrasonidos. El eco de esas ondas sonoras se convierte en las imágenes en blanco y negro que ahora me niego a mirar. Sobre la camilla, cierro la boca y también los ojos para no ver un corazón latiendo en la pantalla y cuando los abro hay un quiste de seis centímetros en mi ovario derecho. Respiro aliviada como si un quiste de seis centímetros fuera una buena noticia, como si acabara de sumar un punto positivo por buen comportamiento en las notas del colegio. La doctora Absil dice que el quiste es normal, que la medicación que tomo cada mañana hace que sea normal y le digo que si es normal me quedo tranquila. Lo digo en francés y no me responde.

Aprendo una nueva palabra antes de desearle un buen día y despedirme: picure. Quiere decir inyección.

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