El día siguiente

Ana Muñoz
hierbamala
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3 min readSep 3, 2019

Podría llamarse pastilla de la vergüenza.

En una encuesta de 2011, menos de cuatro mujeres por cada cien dijo haberla tomado en el último año en mi país.

Dejo estas dos frases a solas sobre el papel virtual durante algunos días. Me doy cuenta de que no tengo ganas de escribir sobre las veces que tomé la pastilla del día después. Tengo ganas de estar al sol, de dormir diez horas seguidas, de comer dulces y no saciarme, de perderme en una librería. Al llegar a casa después de ocho horas delante de redes y de pantallas no pienso que revisitar esas farmacias llenas de ansiedad me ayude a descansar. ¿Por qué lo hago? Todos fueron malos momentos, unos peores que otros. Además, apenas recuerdo nada.

1.

Está la primera vez, que también era la primera vez que tenía sexo con penetración. O tal vez la segunda. Fue en la misma semana, de eso estoy segura, porque estaba en la casa del novio de entonces. Vivíamos en distintas ciudades, la suya era una isla. Decía que los preservativos eran incómodos. Recuerdo discutir en un coche en medio del tráfico. No recuerdo entrar en el hospital acompañada. Sí recuerdo contarle medias verdades a mi madre, después, en la cocina de la casa que ya no es nuestra porque llevaba tres semanas con la regla. Fuimos al ginecólogo, me recetó amchabifrin y me recomendó tomar píldoras anticonceptivas. No volví a tomar la pastilla del día después mientras estuve con ese novio. Lo dejamos después de dos años. Hace poco supe de él que había sido padre de una niña.

2.

La segunda también fue una primera vez. Era la primera vez que me acostaba con alguien que acababa de conocer. El condón se quedó dentro. Él no me avisó. No recuerdo su nombre.

3.

Tengo una imagen desdibujada de un centro de planificación familiar entre Malasaña y Plaza de España en Madrid. En ella, un chico me explica algo con una sonrisa. Me dice que no me preocupe. Quizá no lo dice con palabras. Quizá hablo con otras personas. Quizá estoy allí por otra razón. No encuentro en mi memoria algo que no esté emborronado, salvo el miedo de haber sido vista entrando allí, como unas manos grandes y firmes alrededor de mi garganta.

Hay un salto de varios años. Tomé las píldoras anticonceptivas durante mucho tiempo, hasta más o menos al terminar la universidad.

4.

A los 27 aparecí en la sala de urgencias de una clínica privada en compañía de un chico que estudiaba cocina. Su padre era pastor de alguna iglesia en Estados Unidos, una vocación que, según el hijo, le vino después de abandonar a la madre. Me reí al vernos en el espejo. Los dos teníamos los ojos rojos de una noche de dormir poco y beber demasiado. Me pusieron una pulsera blanca con mi nombre y la fecha de mi nacimiento. Después fuimos a desayunar. Cuando al fin me vino la regla, duró dos insoportables y dolorosas semanas.

5.

Puedo decir la fecha exacta porque hay una foto. Llevaba un vestido corto y gris. Pero no quiero hablar de ese día.

6.

La última vez que debí tomar la pastilla fue algunas semanas. “Perdón, he sido un egoísta. Vamos, te acompaño”. Pero no fuimos a ninguna parte. En lugar de ello le hablé de mis ovarios dormidos, de agujas y medicinas y hormonas, de la enfermedad. Hace unos días repetí otro test de embarazo. Me he acostumbrado a preguntarle a una tira de papel antes de cada inyección. Dio negativo.

Me doy cuenta de algo más y ensayo un nuevo principio: Podría llamarse pastilla de la vergüenza que borra y se apropia del espacio de los recuerdos precisos.

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