Ensayar la vergüenza

Ana Muñoz
hierbamala
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2 min readNov 7, 2019

Debemos ensayar la vergüenza, dice Natalia. A mí nunca se me hubiera ocurrido tal cosa, mirar la vergüenza de frente, agarrar el toro por los cuernos. Pienso: si puedo definirla puedo deshacerme de ella, porque las palabras trazan los contornos de lo que no podemos tocar. Pienso: la vergüenza es una niebla condensada en los órganos vitales. La vergüenza se sufre, la padezco al releerme. Pienso: la vergüenza tiene que ver más con mi voz que con mi cuerpo.

Abandono un párrafo parecido al anterior sobre la página en blanco durante algunas semanas. La vergüenza se me da mal. Nuestra convivencia es la de dos vecinas puerta con puerta que creen que están solas en el edificio. Intento el diccionario. Una definición: “Turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”. Dos: “Turbación del ánimo causada por timidez o encogimiento y que frecuentemente supone un freno para actuar o expresarse”. Tres: “Estimación de la propia honra o dignidad”. Turbación, humillación, timidez, dignidad. De estas acepciones, sufro la segunda y me gustaría poner más en práctica la tercera.

Este verano pasé algunos días con mi madre, mis tíos y mi prima pequeña en el norte de España. Mi prima tiene siete años y no solo se alegra de verme sino que me lo dice mientras se cuelga de mi cuello. Una mañana después de pasear por un mercado fuimos juntas de la mano a un baño público. Cuando fue mi turno de hacer equilibrios sobre el inodoro ella se dio la vuelta, de cara a la pared. Después, en la playa, le pidió a su madre que le tapara con una toalla para ponerse el bañador. Las adultas le dijimos que todas tenemos un cuerpo y que no hay que disculparse por ello. Pero comprendí que era tarde: ya conoce la vergüenza.

Hace unos días le conté a alguien la siguiente anécdota: a los cuatro o cinco años, un niño me mostró qué había en su calzoncillo y yo le mostré lo que había en mis bragas. La idea fue mía. No tengo el menor recuerdo de los pormenores del pacto, tal vez trazamos el plan horas antes en el recreo del jardín de infancia o tal vez la curiosidad encontró su lugar mientras esperábamos que nuestros padres nos recogieran. De alguna manera debí sospechar que podíamos meternos en problemas porque tomamos la precaución de entrar en los baños del aula y, además, no quedaban otros niños. Cuando escuché a mi padre llamándome, nos vestimos. Al vernos salir de los baños, mi padre preguntó sonriendo qué hacíamos allí dentro, de veras curioso. Recuerdo el conflicto, por primera vez quizá, de no querer mentir pero tampoco querer decir la verdad.

Todavía me da vergüenza pedir. No me avergüenza desear ni manifestar, físicamente, el deseo. Sí me avergüenza ponerlo en palabras, porque el deseo es también necesidad, una que a veces no merecemos. Necesitar de los demás evidencia que no soy dios. La vergüenza, en cambio, me hace humana. Me avergüenzo, luego existo.

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