Las primeras veces II

Ana Muñoz
hierbamala
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5 min readMay 26, 2019

“No me interesan demasiado las primeras veces, creo que están sobrevaloradas”. — Milena Busquets (El País, 2015)

Era verano y ese día nos íbamos de viaje a la playa. Algunas niñas de mi clase pasaban los calores de julio y agosto aletargadas en Salou o en Peñíscola y otras en el Pirineo, pero nosotros salíamos de vacaciones no más de tres o cinco días al año lo cual me frustraba. Esa mañana, mientras mamá alistaba las maletas, bajé a desayunar con mi pijama blanco de dinosaurios azules y una sensación rara.

A los once años ya dormía sin bragas, un hábito que gozaba de la desaprobación general en las conversaciones de recreo, cuando en lugar de jugar como las niñas que éramos nos sentábamos en círculo sobre nuestras batas rosas imitando a las alumnas mayores, aunque sus conversaciones eran un completo misterio para nosotras. Criticar no es bonito y amarás al prójimo como a ti misma, nos decían en clase, pero los lunes por la mañana del año que nos preparábamos para recibir la primera comunión, la tutora pedía que solo las niñas que recordaban la enseñanza del evangelio del día anterior se colocaran en fila junto a los armarios. Todas las sillas quedaban vacías. La profesora decía un nombre, hacía una pregunta y se enfadaba como la hidra de Lerna si la respuesta no era de su agrado. Entonces todavía confiaba en mi imaginación y en mis buenas calificaciones como quien frota un billete de lotería sobre la cabeza de un calvo o la barriga de una embarazada, pero no recuerdo si alguna vez me tocó improvisar. Sobre mi cadáver de niña admitiría en voz alta que mis padres no me llevaban a misa. No era la única que había aprendido a mentir; a los nueve años o antes el opus dei nos había enseñado que la sinceridad y la coherencia no siempre son útiles a la hora de sobrevivir en un mundo de apariencias.

La molestia que no lograba identificar seguía ahí después del desayuno. Algo no funcionaba adecuadamente, pero los sospechosos habituales que acompañan a un virus –la tos, el pitido en los oídos, la dificultad para tragar saliva– brillaban por su ausencia. Más bien era como si mi piel no fuera mi piel y mi cuerpo hubiera olvidado qué hacer con los brazos y piernas. Era un dolor al que no podía darle nombre porque la memoria solo conoce sus propias cicatrices y también cuando revive aquellos dolores antiguos, a veces, descubre que no aprendió nada.

Al sentarme en la taza del váter me encontré con que la mitad de los dinosaurios azules ahora eran rojos. Tenía sangre seca hasta casi las rodillas. Lo pienso y me parece una barbaridad, es demasiada sangre, pero la imagen que guardo es así. En cualquier caso, dormir con bragas no habría evitado que tiráramos el pijama a la basura. Sentada en el borde de la cama, –las sábanas como si hubiera matado un animal pequeño en sueños– llamé a mi madre a gritos igual que cuando me subía la fiebre y empezaban las alucinaciones. Como todavía hago. Sin embargo, hace años que no vivimos bajo el mismo techo y que los virus no me enferman, no me rompo los huesos, el mundo exterior no atraviesa mis fronteras naturales, me volví inmune. Lo cierto es que, desde hace un tiempo, yo soy mi propio virus.

Lo que sigue después es confuso. Recuerdo el abrazo de mi padre antes de subir al coche y conducir hasta la costa. Recuerdo la incomodidad del asiento de cuero trasero y las piernas entumecidas por el esfuerzo de no moverme. Recuerdo que el calor era insoportable y que temía que no fuera sudor sino sangre lo que notaba entre mis muslos. Recuerdo agradecerle a la vida estar de vacaciones y no en clase de matemáticas. Recuerdo a mi madre en el baño de ese apartamento alquilado explicarme para qué sirven las menstruaciones. Recuerdo que solo deseaba que me dejaran sola. Dormí una siesta larguísima mientras mi familia tomaba el sol y se bañaba en la playa como las familias de las niñas de mi clase. Pero por la noche mi padre se empeñó en celebrar. Era un día importante. Nos llevó a cenar y le dijo a mi hermano, que entonces tenía seis años, que era un día importante porque “tu hermana ya es mujer”. Recuerdo a mi padre llorando, pero mi padre también llora cuando se ríe. Yo solo quería regresar al apartamento y cerrar la puerta de mi cuarto, pero insistieron en pedir postre. Hoy, después de escribir estas líneas y de no hablar con mi padre durante muchos meses, recibo un mensaje suyo.

Esa no fue la primera vez que creí que me había venido la regla. A los nueve años, una mañana de sábado o de domingo –sería sábado porque ese fue el año de la comunión y los domingos eran para ir a misa o para fingir que una iba a misa– en el váter vi sangre deslizarse más despacio que la orina. Había invitado a una amiga a casa y no quería que supiera que yo era la segunda de la clase en tener la regla. La primera fue la niña adoptada, hija biológica de gitanos de Portugal, que antes de los diez años ya usaba sujetador y tenía pelo en los sobacos. No quería ser como la gitana adoptada. No quería que hablaran de mí. Llamé a mi madre y le mostré los hilos de sangre en el váter, que no parecían ríos, ni si quiera riachuelos, sino la obra de una araña que aprendió a tejer en línea recta. Mamá puso cara de preocupación, pero a mí me tranquilizó saber que no tenía la regla sino mi primera infección de orina.

Quedábamos las chicas que no teníamos hora de volver a casa. Una amiga a la que no esperábamos y a la que podemos llamar N. llegó hecha una magdalena porque su novio, entre otras cosas, le había dado una bofetada.

Su novio era un chico muy alto y pecoso que después de cada recreo regresaba al aula con los ojos rojos y la mandíbula floja. Cuando la mayoría estábamos empezando la universidad alguien se lo encontró trabajando en un estanco. No he vuelto a saber de él y me cuesta imaginar dónde estará y qué hará ahora. El caso es que esa noche le había cruzado la cara a N. y ahora N. lloraba y además necesitaba la pastilla del día después.

Yo era virgen todavía pero sabía que en el hospital nos darían la pastilla gratis. Me informaba sobre cosas así. N. ya había tomado la pastilla antes y no sé si fue por eso o porque no dejaba de llorar que en mitad de la noche fuimos en grupo a urgencias, pero fui yo la que mostró su tarjeta de la seguridad social, dio su nombre, inventó una historia, escuchó el sermón la doctora y se metió la pastilla al bolsillo. No mucho tiempo después yo misma me tomaría la pastilla delante de otro médico en otra ciudad, pero esa noche fue la primera vez que tuve que pedirla. Tengo un historial lleno de falsos principios.

El lunes N. y el chicho pecoso habían hecho las paces. Por supuesto no fue la última discusión violenta. Ella le denunció antes de terminar el bachillerato. Un día se cruzaron por la calle y él le escupió en la cara.

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