Qué esperar cuando no se está esperando

Ana Muñoz
hierbamala
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3 min readJun 25, 2019

Un día a principios de junio escribí en el cuaderno de notas que me regaló Natalia: “adiós a las reglas por dos años. Calcular el ahorro”. Ayer recordé que nunca llegué a hacer esa matemática sencilla que consiste en multiplicar por 24 lo que mi regla cuesta al mes. Se trata de recordarme que esta anomalía posee al menos una virtud. Sin embargo, hace tanto tiempo que no utilizo compresas ni nada que se le parezca, ya no cruzo el pasillo de higiene íntima de los supermercados y he olvidado el precio. Sé que sonará extraño teniendo en cuenta lo que sucedió algunas horas más tarde, pero al no poder hacer esta simple suma traté entonces de imaginar el día que me vuelva la regla. ¿Quién seré, dónde estaré cuando menstrúe en 2021? ¿El reencuentro con mi sangre me producirá tristeza, alivio, sorpresa, enfado?

Fue antes de mi cumpleaños. Unos quince días antes de cumplir 31 tiré a la basura la última de esas compresas que dijo el médico que ya no necesito. Y ayer, 31 años, cuatro meses y dos días, sentada en la taza del váter, vi que mis bragas estaban manchadas. Grité como si hubiera visto una rata de cola gorda y larga. “Fuck”. Había perdido al costumbre de buscar sangre cada vez que iba al baño. Me levanté con las bragas y el pantalón todavía por las rodillas para buscar más pruebas. La sangre podía venir de otro lado. ¿Era sangre acaso? ¿Era un aborto? ¿Qué órgano tengo dañado? Me senté de nuevo como si nadie me hubiera explicado antes qué se hace en estos casos. Tuve ganas de llorar y lloré.

En una situación así, dejas aquello que estuvieras apunto de hacer para ejecutar alguno o todos de los siguientes actos: cambiar la ropa interior que llevabas, bañarte, buscar una compresa, tampón, copa y a falta de uno de estos elementos, colocar papel higiénico entre tu vagina y la ropa interior ahora limpia, salir a la calle, buscar un supermercado o una farmacia, encontrar ese supermercado o farmacia abiertos, tener el suficiente dinero en efectivo y si no, tener una tarjeta bancaria con fondos, rezar para que acepten pagos con tarjeta o rezar para que haya un cajero cerca. Si te vino mientras dormías, a esta serie de acciones deberás sumar buscar sábanas limpias, sacar, frotar y tender las sábanas sucias y el pantalón del pijama y tal vez el colchón. Si te vino mientras trabajas y eres lo suficientemente precavida, tendrás ropa interior limpia y utensilios para la higiene íntima en el cajón del escritorio de tu oficina en donde no guardas papeles, lapiceros, manuales, cables o cualquier cosa relacionada con tu puesto trabajo. Si no es así, pasarás lo que quede de jornada con las bragas manchadas, le pedirás a una compañera, si es posible una que se siente cerca y que esté sola, una compresa, un tampón o en el peor de los casos, un salva-slip. Se lo pedirás como si le estuvieras comprando cocaína o como si le confesaras que te acuestas con su marido: un hilo de voz urgente, culpable, cómplice.

Todo esto sucede solo en la primera hora desde que empiezas a expulsar sangre. Y ni si quiera he nombrado los dolores, la irritabilidad, cancelar citas, cancelar planes, cancelar viajes, cancelar la hora para depilarte. Menstruar es en acto del cuerpo que se supone y se espera privado y que sin embargo se niega a ser invisible.

Mi cuerpo no hace lo que debería de hacer. Mi cuerpo no hace nada de lo que se le dice. Se rebela. Marca sus pautas. Quizá lo más feminista que hay en mí sea mi cuerpo porque resiste el control, el silencio. Es impredecible. No debería menstruar y sin embargo menstruo. Pero también mi cuerpo es mi norte: yo soy mi propia musa. Mis amigas me abrazaron, también las que están lejos. Cualquier cuerpo menstruante comprende. La solidaridad entre mujeres es la solidaridad que ellos no conocerán jamás.

Todo está bien.

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