Raúl Marzo
Historia sobre ruedas
7 min readFeb 23, 2016

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Fotografía de Felipe de Brigard (https://www.flickr.com/photos/felipedebrigard)

“Me dirigía como cada mañana hacia el campus, donde se suponía que tenía que atender a dos horas de interminable sopor en la clase de economía aplicada. Sabía perfectamente que eso no era lo que iba a pasar en realidad: al llegar a la Facultad, me encontraría con Ana y Miguel, y nos iríamos directos a la cafetería de Filosofía y Letras, donde nos embarcaríamos en un debate sin fin sobre lo verdaderamente importante: el ejército, encabezado por Videla acababa de dar un golpe de estado, acabando con la democracia en el país. El miedo se había apoderado de los ambientes de izquierda de la ciudad, y también en la universidad. A mí la verdad es que la política nunca me había interesado demasiado, pero a Ana parecía que le iba la vida en ello. Era algo que me costaba entender, pero había aceptado que era parte de su personalidad, y era imposible no verse atraído por ese torbellino de mujer que conocí en mi primer día de universidad. Yo mismo había acompañado a Ana a aquellas reuniones del sindicato de estudiantes y de otros movimientos de izquierda, donde ella escuchaba ensimismada, e incluso a veces se atrevía a tomar la palabra. Ahora hacía ya semanas desde la última reunión a la que asistimos: sabíamos que el simple hecho de acudir nos ponía en el punto de mira de los paramilitares. Además, una y otra vez habíamos escuchado la misma inquietante historia: el amigo de alguien que conocíamos en las organizaciones estudiantiles había desaparecido de un día para otro sin dejar rastro. Y en todas esas historias había un nexo común: ese alguien paseaba en ésta o aquella céntrica calle, cuando un coche, sin matrícula y con los cristales tintados, se ponía a su altura y conducía durante unas decenas de metros a su lado, despacio, casi parado, hasta que al final se detenía por completo. De aquellos Ford Falcon verdes (porque siempre era un Falcon verde), se bajaban cuatro hombres, con sus gafas de sol de aviador y el bulto del revólver bajo el hombro. En ese momento, el tiempo parecía pararse. Un minuto después todo había terminado: podías preguntar todo lo que quisieras, que nadie sabía dónde encontrar al desaparecido.

Es por eso que mi corazón casi se para en seco cuando lo ví: un Falcon verde sin matrícula acababa de doblar la esquina. Quizás alguien a quien habían secuestrado te había visto en aquellas reuniones, sabía tu nombre y lo mencionaba durante uno de esos eternos interrogatorios, intentando en vano acabar así con el dolor que sus captores le infligían para que delatara a sus camaradas. Ahora aquel símbolo de lo que venía después — la tortura, quizás la muerte — , se acercaba lentamente hacía a mí. ¿Me estarían buscando a mí? ¿Quizás a Ana? ¿Qué hago si se para a mi lado? Quizás pueda echar a correr, pero seguramente me alcancen, y no creo que les haga gracia el hecho de tener que correr tras de mí…”

Así podría haber comenzado la historia de uno de las cerca de treinta mil desapariciones a manos de los servicios secretos y otros grupos paramilitares afines a la junta militar que tomó el poder en Argentina en 1973, liderada por el general Jorge Rafael Videla. Pero no es Videla el protagonista de esta historia, si no ese Ford Falcon verde, sin matrícula y con los cristales tintados, que sembraría el miedo en el corazón de miles de argentinos durante los años de la dictadura, convirtiéndose en un sinónimo de secuestros, desapariciones, tortura y muerte.

Y sin embargo, los sentimientos que el Ford Falcon despertó al comienzo de su vida fueron bien distintos. Lanzado al mercado en Argentina en 1962, el Falcon se convertiría en el automóvil más deseado por la incipiente clase media. Debido a su fiabilidad y su precio razonable, el Falcon se convertiría durante sus treinta años de existencia en el coche argentino más vendido de la historia. Casi medio millón de unidades fueron vendidas, muchas de ellas utilizadas por la policía, o por los taxistas bonaerenses. Por éstas y otras razones algunos lo consideran un clásico argentino, tanto como lo puedan ser la yerba mate, el fútbol o el tango.

Anuncio del Ford Falcon de 1978

Mientras tanto, para otros muchos el Falcon es la encarnación del miedo, la violencia y la muerte con las que la junta militar encabezada por el general Videla castigó sin piedad a una parte de la sociedad argentina tras el golpe de estado que depuso a Isabel Perón en 1973.

Incluso antes, a principios de los años setenta, el siempre fiable Falcon comienza a ser utilizado por los servicios secretos y otros grupos paramilitares, como la Alianza Anticomunista Argentina (o triple A), como medio de transporte en secuestros y traslados de personas entre centros de detención secretos. Con el tiempo, el Falcon se convierte en un símbolo de la represión de la dictadura. Un hecho que refuerza este simbolismo es la preferencia de los servicios secretos por un modelo y color en concreto: mientras que los vehículos policiales lucían habitualmente en blanco y negro, los servicios secretos se decantaron por automóviles pintados en un discreto verde oscuro, con cristales tintados pero sin matrícula. En poco tiempo, la visión de uno de estos Falcon, ocupado por varios hombres con gafas de sol, se encargaría de llevar el miedo a la mente de todos aquellos que pudieran ser considerados enemigos del estado por la junta militar, abarcando a lideres sindicales, periodistas, estudiantes, y en general, cualquiera persona que bajo los ojos de los militares pudiera considerarse un “elemento subversivo” para el régimen.

Ford Falcon decomisados en Bahía Blanca

Un ejemplo de estos secuestros es el de Nelva Méndez de Falcone, histórica dirigente de las Madres de Plaza de Mayo. En septiembre de 1976, su hija, María Claudia Falcone, participa junto a otros estudiantes de secundaria en una protesta en ciudad de la Plata por el aumento en el precio del billete de autobús. María Claudia, junto al resto de estudiantes que tomaron parte en la protesta, desaparece poco después a manos del ejército en la conocida como “noche de los lápices”. Es entonces cuando Jorge, el otro hijo del matrimonio Falcone, decide pasar a la clandestinidad. En uno de los viajes de Nelva junto a su marido, el senador Jorge Falcone, para proveer a su hijo de comida y otros suministros en su escondite, ambos son capturados por los servicios secretos. Son entonces trasladados a uno de las numeros centros clandestinos de detención, donde Falcone sería forzado a ver como su mujer era torturada en diversas ocasiones. Ambos serían liberados tras dos meses de cautiverio. Poco después Jorge Falcone moriría víctima de un paro cardíaco, probablemente causado por su tiempo en cautividad. Por su parte, Nelva se convertiría en una de las caras más conocidas de las Madres de Plaza de Mayo, una asociación que lucharía durante años por recuperar a los desaparecidos a manos del régimen de Videla y llevar a los responsables ante la justicia.

Pero ésta no es la única relación del Ford Falcon con los crímenes de la dictadura argentina. La fábrica de Ford en General Pacheco donde se fabricaban se convirtió en un centro de tortura y represión, en la que decenas de trabajadores, y especialmente sus líderes sindicales, fueron retenidos y torturados por los militares. Uno de estos líderes sindicales fue Pedro Troiani, quien testificó en el juicio contra los responsables de Ford en Argentina, acusados de estar en connivencia con los militares que lo capturaron y torturaron en abril de 1976. Según su testimonio (negado por los responsables de Ford), las fuerzas armadas llegaron a construir y mantener una cárcel clandestina dentro del recinto de la fábrica. Y no fue Ford la única empresa automovilística que tuvo tratos con los militares: también se sospecha que Mercedes Benz estuvo implicada.

Con el tiempo, ha habido diversos intentos de reestablecer la reputación del Ford Falcon. Pero aún así, para muchos argentinos este coche es todavía la personificación del mal que trajo consigo la dictadura del general Videla.

“… al final aquel Falcon verde terminó doblando la esquina, y desapareció de mi vista. Por si acaso, me metí en el primer café que pude encontrar, y traté de tranquilizarme. Pedí un americano y me senté en una mesa al fondo del bar; el camarero me lo trajo enseguida. Sin darme cuenta, cuando así la taza de café ésta comenzó a tintinear contra contra el platillo, fruto de mis nervios. “Tranquilo, hombre, ni que hubieras visto un fantasma”, dijo el camarero a mi espalda. No tenía ni idea de lo certero que su comentario había sido.”

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