El camino a la 22.

Carlos Vega
Historias de un enamorado suicida
6 min readMay 19, 2020

Ese sábado me desperté ansioso, era muy temprano. Demasiado temprano.

Los fantasmas de la ciudad blanca aún me perseguían: los tres goles lapidarios que nos arrancaron la Copa aún entraban en mis sueños convirtiéndolos en pesadillas. El recuerdo de la vuelta silenciosa a casa, caminando desde el Rosabal Cordero, no me dejaba dormir en paz.

¡HOY NO! — me digo a mí mismo mientras decido levantarme de la cama — hoy será diferente.

Conforme el día avanza la respiración se acelera y poco tiene que ver con el bochorno de mediodía y los nubarrones que se van acercando al Rosabal.

Había mucho que perder, demasiado. Teníamos el mejor equipo, como en muchas otras ocasiones. Pero éramos _eredia. Éramos el profesor que da cátedra todo el año y entrega el título al final. Poco más de un año antes “sacamos la cédula”.

Recuerdo que ese día no pude almorzar; es bien jodido comer cuando uno tiene un nudo de 19 años atravesado entre la garganta y el corazón.

Estoy buscando ansiosamente el bus, se supone que nos espera a un costado del Estadio. Vamos tarde. Escucho los gritos de Julio, un amigo, y encuentro el bus. Para ese momento los nubarrones están encima de nosotros y, ni bien entrando, los goterones empiezan a azotar el techo del vehículo sin piedad. El cielo, oscurecido, no parece un buen augurio.

El Herediano siempre fue un equipo de garra y entrega. Nací en 1990 y aún así puedo recordar la época en donde estábamos codo a codo con Saprissa y La Liga. Pero todo cambió a una velocidad estrepitosa. La nefasta primera administración de Aquil Alí (¿quién lo diría?) era incapaz de retener a nuestros mejores jugadores (o ganar un título). Año tras año nos veíamos obligados a presenciar como el equipo perdía a sus mejores figuras a manos de los otros dos.

Perder jugadores es una cosa pero de la mano llegaron los campeonatos entregados. Los partidos clave que no se sostenían. Y nos empezamos a convertir en el equipo del “casi”.

Llegando a San Isidro, poco antes de entrar a la ruta 32, hacemos una parada para ir al baño y estirar las piernas. Tengo miedo, ¿y si esta lluvia nos impide llegar a Guápiles?… Debimos haber buscado un bus que se fuera más temprano.

Y luego, Sotela.

Todas las familias en este país parecen tener una historia en la cual Sotela padre estafa a algún familiar, y siempre tuve mis reservas con la llegada de su hijo, pero era un cambio. Y si hay algo que necesitábamos, era ese cambio. Los resultados empezaron a llegar, los jugadores se empezaron a quedar. Había esperanza.

Ya estamos sobre la 32, y el cielo se empieza a despejar. Es la primera vez, en toda mi vida, que veo sol durante todo el trayecto que cruza el Braulio Carrillo. No hay derrumbes, no hay embotellamientos. Llegamos con tiempo de sobra.

Julio había vivido un tiempo en Guápiles, por lo que ya teníamos entradas aseguradas. Dentro del estadio nos ubicaron en sombra, junto con todos los guapileños. Del otro lado puedo ver al resto de los heredianos. No cabe ni un alfiler en las graderías temporales que ha dispuesto el equipo. Somos casa en estadio ajeno. Desearía estar con ellos, pero agradezco tener entradas y me siento, hecho un mar de nervios, mientras espero ansioso el pitazo inicial.

El título, sin embargo, seguía evadiéndonos. Se sentía como buscar el oro al final del arcoíris. Cada vez que creíamos estar cerca y tenerlo casi al alcance de la mano se movía un centímetro más allá.

La final contra Liberia no fue la excepción. El doloroso recordatorio de que aún éramos aquel equipo del “casi”.

Gol de Santos.

Creo que hablo por todos los heredianos cuando digo que esa final nos marcó. No tengo, entre lo muchos recuerdos dolorosos que este equipo me ha dado, uno tan latente como ese. Una cicatriz de nuestro pasado reciente que hasta hace menos de una década era un herida abierta y punzante.

La celebración es ensordecedora, cientos de aficionados gritan, cantan y bailan a mi alrededor y el mundo se me cae: no de nuevo, NO PUEDE SER.

Nunca he estado tan solo teniendo tanta gente a mi alrededor. Ajeno al festejo. Sumido en la tristeza gracias a esos fantasmas cobardes que nunca se fueron, solo acechaban, esperando el momento indicado para salir y recordarme que ese 22 era imposible.

El dinero empezó a escasear y la máscara de Sotela se cayó en menos de lo que canta un gallo. Ya no solo éramos el equipo del “casi”. también éramos el equipo de los bailes. Y las burlas aumentaron. Pero esta vez fue diferente.
Los jugadores se unieron: Mambo, Pablito, Óscar Esteban, Jose Carlos… Todos jalando, hombro a hombro con la afición, la pesada carga que suponía el Club Sport Herediano.

Gol de Cancela

Siempre he estado orgulloso de la afición del Herediano. Y no hablo de esos que van a estadio y llenan la final, no. Hablo de los de siempre. Los que estuvimos en las malas, y en las peores. Pero los más grandes en esa época fueron los jugadores. No abandonaron el barco. Si no estaban en banca, estaban en las boleterías vendiendo entradas. Organizando rifas. Muchos estaban en un momento futbolístico ideal para irse a otros equipos donde no tuviesen que mendigar un pago que ni siquiera era lo que estipulaban sus contratos. Se quedaron. Y eso los ha hecho eternos.

Estoy gritando, corriendo de lado al lado ante una multitud muda que me observa estática. Me van a matar — pienso mientras grito algunas cosas que no voy a repetir. Pero no me importa, celebro este gol por lo que parece una eternidad.

Ese camerino que fue forjado bajo el fuego más intenso es la base sobre la que descansa el éxito del Club Sport Herediano en la última década. Esos jugadores convirtieron al equipo del “casi” en un equipo que remonta finales. Y también las pierde, pero mantiene su esencia. Aún recuerdo a Jose Carlos Cancela aplaudido por un estadio que sabía muy bien todo lo que le debíamos, aunque ahora jugase con otra camiseta.

Pablo Salazar ahora es parte de nuestro cuerpo técnico y Victor es el encargado de nuestras ligas menores.

Gol del Mambo

A excepción de Roberth Arias y Leo González no recuerdo un jugador de la historia reciente del Herediano con más sangre rojiamarilla que Victor Amaury Núñez. Un herediano que no nació, pero se hizo. Y vaya manera de hacerse.

Todo es éxtasis. Esta es la estocada final. No hay más allá. La 22 ha llegado. El árbitro pita y corro hacia la cancha. Nada me va a impedir celebrarlo. Abrazarlos. Salto la malla con una habilidad que solo puedo atribuir a la adrenalina que inunda mi cuerpo. La seguridad intenta detenernos pero somos demasiados. Las graderías ya eran nuestras, es el momento de tomar la cancha. Corro, por lo que parecen horas, gritando a todo pulmón: VEINTIDÓS, VEINTIDÓS, VEINTIDÓS…

Estoy buscando a mis amigos pero mi cuerpo se rinde al cansancio físico, mental y emocional. Son 19 años de espera que acaban de finalizar y no puedo procesarlo.

Me desplomo en media cancha y rompo en llanto.

Allí me encuentra Chisko, y me levanta, recordándome que no es momento para llorar: la Copa está llegando y debo abrazarla. Tengo que tocarla. Solo así puedo convencerme de que es real. Solo así sabré que no es aún 18 de mayo y estoy soñando.

Viernes 18 de mayo, 2012

Mañana es un día muy importante, jugamos la final contra Santos y no creo que me pueda dormir…

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Carlos Vega
Historias de un enamorado suicida

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