33 horas a través de los siglos

Marc Busqué
Historias del mundo
4 min readOct 12, 2017

Después de dos semanas viajando por la China de los han, la etnia mayoritaria del país y del mundo, mi compañera y yo necesitábamos un respiro. Es cierto que su universo es fascinante. Su historia y sabiduría son milenarias, un mundo donde las ideas locas se hacen realidad. Sin embargo, al menos la parte más urbana que llevábamos visitando, es también estresante y agotadora. Ríos de gente por todas partes, contaminación, superficies enormes construidas a base de verter infinitos cubos de cemento… Algo difícil de digerir.

Si miramos el mapa de China e imaginamos que es una diana, el sur de la provincia de Gansu está dentro de su círculo más pequeño. Su posición despierta cierta intriga. ¿Cómo puede ser el centro de ese gigante que es China? Por los cuatro costados hay que recorrer miles de kilómetros para encontrar la siguiente frontera. Tal cual fuéramos un dardo afortunado, ahí nos dirigimos.

Al llegar a su capital, Lanzhou, la primera impresión fue la prevista, más de lo mismo. Otro monstruo de cemento. Como la mayoría de ciudades chinas, Lanzhou es como un viejo cascarrabias. Al verlo por primera vez no te ofrece una cara nada amable, por lo que se hace necesario ir escarbando con paciencia hasta encontrar las primeras sonrisas. Sin embargo, este no era nuestro destino final, sino que queríamos ir a conocer Xiahe y Langmusi, dos pueblos pertenecientes a un microcosmos tibetano cercano (el Tibet histórico es mucho más grande que lo que el gobierno chino reconoce como Región Autónoma del Tíbet. Concretamente, esta zona pertenece a la provincia histórica de Amdo).

Ya de camino a Xiahe es fácil observar la táctica de conquista por “progreso” que utilizan las autoridades. Nuevas y modernas carreteras por las cuales hacer llegar miles de inmigrantes de la etnia han, con el objetivo que los tibetanos queden disueltos como un azucarillo en el agua. Sin embargo, mi impresión ha sido que más bien se comportan como agua y aceite, formando capas inmiscibles que no se mezclan entre sí. Sea como sea, por ahora no han conseguido ahogar los deseos de libertad de sus habitantes, los cuales confraternizaron en 2008 con las protestas en Lhasa para ser de igual forma brutalmente reprimidos.

Peregrinos caminando la kora.

Una vez llegamos, no olvidaré la impresión al ver los peregrinos haciendo la kora (vuelta alrededor de un lugar sagrado, en este caso un monasterio, que es también una forma de meditación). Sin duda alguna, aquella fue la bocanada de atmósfera más mística que hasta la fecha he respirado. Personas de todas las edades emprenden la vuelta a cualquier hora del día, recitando mantras para sí en un ambiente cargado por el humo de la quema de ofrendas y, según el momento, acompañado por los cánticos de los monjes o el resonar de un gong en las montañas. Lo más impresionante de esta tradición son aquéllos que hacen la kora a base de postraciones completas, como si quisieran medir el perímetro de la vuelta en cuerpos. Es un ejercicio de humildad y fuerza de voluntad asombrosos. Muchos de ellos son de edad avanzada y hacen un entrenamiento que muy difícilmente podrían seguir incluso personas en buen estado físico.

Se terminaban los días y, aunque la tranquilidad encontrada nos había devuelto a la vida, no podíamos irnos de China sin visitar una de sus estrellas más brillantes: Shanghai. En 33 horas de tren (y podrían haber sido menos a mayor presupuesto), pasamos del ambiente atemporal tibetano al año 3000 de Shanghai. Del mundo sin ego al mundo donde este es lo más importante. A orillas del río Huangpu, encontramos el Bund, la zona más emblemática de la época colonial. Sus edificios encarnan la lucha que en aquel tiempo tuvieron sus propietarios por ser el más rico y famoso. Ahora, todos ellos quedan en ridículo por el nuevo campo de batalla de egos en la ribera contraria, el Pudong, la zona financiera plagada de rascacielos futuristas. Sin embargo, como una fábula budista, los edificios poco a poco se están hundiendo (literalmente) bajo su propia ilusión, ya que el Pudong se asienta sobre unas inestables ciénagas.

Mientras tanto, surgían unas cuantas preguntas. ¿Cómo es posible que tanto esa parte tibetana como Shanghai formen parte del mismo país? El sentido común se resistía a aceptar un contraste tan bestia encontrado en tan poco tiempo. ¿Puede un sólo gobierno central ser capaz de cumplir con las necesidades de uno y otro? ¿Puede proclamarse padre legítimo de los dos?

Increible Shanghai.

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