Historias del nitrógeno, el hambre y la guerra (I)

Marc Busqué
Historias del mundo
3 min readOct 12, 2017

Pensando en nuestro pasado escolar, seguro que podemos acordarnos de algún o alguna profesora de Química hablándonos sobre elementos químicos y moléculas. Quizás tengamos algo oxidados nuestros conocimientos sobre esta ciencia, pero organizándonos un poco seguro que llegamos a racionalizar que en la naturaleza existen varios elementos químicos (hidrógeno, oxígeno, etc) y que estos pueden unirse entre sí mediante enlaces para formar moléculas (en el agua, por ejemplo, dos elementos hidrógeno se unen a un oxígeno). La gracia de la Química consiste en romper esos enlaces y crear otros nuevos para así tener moléculas diferentes.

En esta serie de entradas vamos a dar un rodeo por la historia reciente del ser humano de la mano de uno de estos elementos: el nitrógeno. Como siempre que se habla de esta especie animal, nos encontraremos que a la vez que es capaz de los más fascinantes avances también lo es de las más terribles crueldades.

El 78% del aire que respiramos es nitrógeno mientras que sólo un 21% es el oxígeno que tanto necesita nuestro cuerpo. Sin embargo, no fue hasta la década de 1770 cuando varios científicos se dieron cuenta del hecho de que en la atmósfera no sólo hay aquéllo que nos permite respirar. El sueco Carl Wilhelm Scheele comprobó que con el oxígeno es tremendamente fácil hacer una combustión (todos sabemos que la llama de una vela arde mientras no agotemos el oxígeno tapándola con un vaso). En aquellos tiempos se creía que si algo ardía era porqué tenía flogisto; una substancia sin color, olor, gusto ni masa que teóricamente era liberada de un elemento cuando este quemaba. Por otro lado, Scheele se encontró con otra substancia (el nitrógeno) que parecía no contener ni pizca de flogisto, pues no había forma de hacerla arder. La llamo skamd luft, algo así como aire desmerecido en sueco.

Al mismo tiempo, varios ratones morían durante los experimentos de Daniel Rutherford. Este científico escocés observó que si se dejaba a los roedores respirando en un recipiente cerrado a la vez que se eliminaba el dióxido de carbono que exhalaban, había algo que quedaba en el aire y que les causaba la muerte, una especie de aer malignus. El químico francés Antoine Lavoisier, antes de morir en la guillotina de la revolución francesa por su pasado como recaudador de impuestos, también tuvo tiempo de comprobar la existencia de este elemento que no reaccionaba a nada y que asesinaba al animal que lo respirara. Su equipo le puso el nombre de Azote -del griego a sin, zote vida- nombre que aún se utiliza en Francia para el nitrógeno. Mientras que muchos otros países se utilizan derivados de la palabra asfixia o sufocación, el vocablo nitrógeno fue acuñado por Jean-Antoine Chaptal en 1790, designando que está en el origen (gène, producir en francés) del nitre (nitrato de potasio).

Experimento de Lavoisier sobre la respiración humana. No sé si el personaje sentado en la silla de la izquierda era consciente de lo que les había pasado a los ratones.

A pesar de su mala fama, lo cierto es que el nitrógeno no es un elemento tóxico a presiones normales. Simplemente sucede que respirar cualquier otra cosa que no sea la proporción correcta de oxígeno causa la muerte. El pobre nitrógeno tuvo la mala suerte de estar presente en los experimentos en los que se eliminó el oxígeno del aire de recipientes con seres vivos en su interior. Vamos, aquello de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. De hecho, la conservadora revista de Estados Unidos National Review incluso tuvo la delicadeza de proponerlo como forma de ejecuciónamable (Kidness [sic]) para los reclusos condenados a muerte. Al estar el cuerpo humano acostumbrado a respirar un 78% de nitrógeno, se postula que no se nota diferencia alguna cuando el porcentaje pasa al 100%, causando pérdidas de conciencia en 1 minuto y una muerte inadvertida (o casi) en pocos más. Por desgracia, así ha sucedido en varios accidentes de laboratorio.

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