Cocoliche
Los pantalones eran azules y su camisa haciendo juego. Jugaba al tutti frutti y al fútbol y a todo la camisa. La boina despeinada para un lado. Nunca entendí la boina, yo. Tutti gli occhi mirando el pasto y yo mirándolo a él. Y la pelota de un lado para el otro. En la calle se giraba a la derecha y a la izquierda la cabeza todo el tiempo, y guarda si venía alguien. ¡Auto! Se gritaba fuerte.
¡Roberto! Lo llamaba yo por la ventana y él ya sabía que tenían que bajar a la vereda. No venía siempre pero casi. Y bajaba también Marisol con el hermano, Alejandra y Victoria, las de la esquina, Manuno y a veces se sumaban las primas que venían del Sur.
Yo jugaba con las ojotas con medias y metía goles igual. A veces me ponía los zapatos de charol cuando venía a jugar Roberto, porque quería gustarle. Pensaba que los zapatos eran lo que cambiaban y hacían elegante todo el conjunto. Entonces así iba: Camisa a cuadrillé con cuello, de esos que tienen puntilla, joggings y zapatos de charol. Iba a meter goles en el arco que daba a Talcahuano que estaba bien definido por el palo borracho — yo creía que era borracho porque estaba ladeado de coté — y un arbusto florido. El arco de Maipú era un árbol y un conjunto de piedras y ramas. Mi prima Jimena a veces las corría sin que nos diéramos cuenta, achicando el arco. A mi la trampa no me gustaba.
Roberto estaba siempre con el pantalón deportivo azul, ese con las rayas al costado. Lo tenía desgastado en la rodillas. La nonna le cosía los parches y él se los sacaba. Decía que el blanco combinaba muy bien con las tiras del Adidas. La remera era verde con pintitas blancas de un club de fútbol raro. Para mí que no era un Club ni nada. Usaba las medias rojas, con una raya blanca, arriba del pantalón, “cubriendo las caviglie y las gambas”. Era más grande que yo, Roberto. A veces, también se ponía el buzo a los hombros atado con un nudo. Me parecía un choque de colores y ropas hermoso.
Al tutti, al fútbol, a la escondida, al voley, al quemado, a las bicis, al picnic, a las carreras, al subibaja, a la trepadora, a la calesita, a los árboles, al carnaval, a la mancha, al verdulero, al poliladron, a la rayuela, al terrame, a las figuritas, a la payana, a la bolita, a la pelota paleta, a todo jugaba Roberto con las misma moda despeinada. Y todos jugábamos todo en la vereda. Menos Victoria.
Victoria sabía que a mí me gustaba Roberto. A ella no. Siempre lo criticaba. “Sos un desastre, un cocoliche”, le decía. “En Italia se usa así”, contestaba Roberto, medio fanfarrón (que nunca estuvo en Italia pero la abuela le contaba). ¡Vicky era tan coqueta!. Iba a la plaza con una trenza para el costado que terminaba en un moño rosa que combinaba con su remera de Rainbow Wright. Tenía unas calzas blancas, que le quedaban sueltas como pantalones. Blancas con florcitas rosas, y amarillas y celestes, y verdes. Iba de zapatos. Unos blancos tipo Kickers que se abrochaban de costado. No jugaba al fútbol, ni a nada. Era bailarina y más grande que yo.
Un día la abuela de Roberto nos llamó, “vieni qui la pasta è pronta”. Cada tanto nos invitaba a comer fideos con tuco. Era una fiesta. Desde la entrada, en la puerta doble de madera del “zaguán” ya podías sentir el olor ajo. Recién después de la otra puerta se sentía el tomate.
Un día de fideos me demoré juntando mi buzo. Me lo había sacado para ir al arco. El olorcito a bolognesa me llamaba rápido. Todos ya habían rumbeado para lo de Roberto: Marisol, Ale, Victoria, Manuno, Jimena y Yanina. Agarré todo y me mandé al zaguán. Y ahí, sin esperarlo, me encontré con lo más triste que había visto en mi vida hasta entonces.
Rosas, verdes, amarillos y azules todos mezclados. Una trenza que estaba despeinada con un boina salida para el costado. Las pintitas blancas de la remera apretando al Rainbow Wright contra la pared. Una media roja ya medio abajo y el jogging de tres tiras con una pierna levantada buscando la calza blanca con las flores. Y un beso con un abrazo entre Victoria y Roberto.
Por un tiempo dejé de jugar a la pelota, y poco a poco todos dejamos. Roberto arrancó el Industrial y se empezó a vestir con uniforme. Victoria, ya estaba en Bachiller cuando la llamaron del Colón y tenía que ir peinada a la gomina y con medias can can.
Y yo, yo seguía usando joggins, con camisa a cuadros con cuello con puntilla y cada tanto me ponía los zapatos de charol. Decidí seguir siendo ese extraño cocoliche porque bien había aprendido que los cocoliches igual enamoran, no siempre a otro cocoliche, no siempre al cocoliche hermoso que vos querés, y que no siempre te rompen el corazón.