Terruño

Lau Mica Alvarez
Historias pasan
Published in
4 min readMar 28, 2020

¡Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas!
¡Qué saben lo que es tango, qué saben de compás!
Aquí está la elegancia. ¡Qué pinta! ¡Qué silueta!
¡Qué porte! ¡Qué arrogancia! ¡Qué clase pa’bailar!

Mirta tenía el pelo blanco y desde chica se peinaba con una cola de caballo baja atada por una hebilla de carey. Era una de esas señoras que usan collar de perlas y siempre están bien vestidas. Solía bailar muy bien y ahora seguía el ritmo con los pies cuando escuchaba la radio. Le gustaban los tangos.

Sus padres eran franceses y vinieron a Buenos Aires cuando ella era chica a vivir en una casa de esas que tienen piano, cerca de la estación Carranza. Cuando Mirta era chica, se mudaron un poco más para Belgrano, cerca de Olleros. Y ahí en el barrio conoció a Antonio. Él, de familia italiana, era más argento que el bondi. Se casaron muy jóvenes y tuvieron dos hijos.

Yo los conocí ya grandes, ella 80 y él 83. Eran los abuelos del que entonces era mi novio y cada vez que me veía, me sonreía, me miraba y me decía “piano, piano”. Nunca supe si era porque quería que le tuviera paciencia a su nieto o porque ya su mente no estaba acá en Belgrano. Desde hace unos años Mirta se estaba olvidando de quién era y le costaba retener nombres y recuerdos. La diagnosticaron hacía poco pero la enfermedad avanzaba rápido. Lo que sí: Nunca olvidaba sus perlas ni a Antonio. Y yo no me los puedo olvidar a ellos: entraba en esa casa y me enamoraban.

Antonio siempre tenía un pantalón de vestir marrón o gris, y una camisa. Cuando hacía frío se ponía un chaleco de lana y en verano se calzaba la chomba. Siempre había tango o folclore en esa casa. Antonio leía el diario, cerca de la mesita que da al balcón sobre la calle 11 de septiembre. Mirta, se sentaba a mirarlo. Estaba ahí pero no estaba. Cada tanto ella le sonreía y le decía “mi terrón”. La verdad es que si yo fuera la novia de Antonito, también le hubiera dicho terrón.

Antonio fue una de las personas más dulces que conocí en toda mi vida. Dulce e inteligente. Inteligente e informado. Informado y completamente enamorado de la señora con perlas y cola baja atada con una hebilla de carey (a veces la cambiaba por un moño). Él la llamaba “monita”.

Una vez por mes, Antonio le cocinaba su plato preferido: canelones de verdura caseritos. Cocinaba muy bien, terrón. Cada vez que le cocinaba los canelones, le hacía el mismo chiste: “Muy de Francia usted pero le gusta la comida de mi familia y la música de mi Ciudad. A mí me engrupieron con esta francesa”.

Antonio le ponía dedicación a todo. Me acuerdo que para una navidad, él que ya tenía 87, dijo “yo me ocupo del melón” y cayó a la cena con toda una canasta torneada a mano y fetas de crudo que envolvían cuadraditos perfectos de melón amarillo. Para las fiestas siempre le daba mucha plata a los nietos para que compraran fuegos artificiales. Le fascinaban. Sus nietos compraban esas cajas que tienen mil bengalas y cañitas voladoras y, cuando explotaban, él la abrazaba mucho. Monita se reía tan fuerte y tan grande que la sonrisa le llenaba toda la cara. Veía las luces en el cielo y por ese instante parecía estar conectada con este mundo. Lo miraba a la cara y le decía “te quiero, terrón”. Luego volvía a su mundo. Adonde sea que su mente estuviera.

Cuando salgo por las tardes,
con mi chica a caminar,
a la gente ni la miro,
no me importa nada más,
que abrazarme a su cintura,
y de todo conversar,
si vieran como se pone,
cuando le digo ¡cosita linda!

El día que Monita cumplió 89, salimos a comer afuera. Me senté en frente de la cumpleañera que, por supuesto, cuando “me vió” me dijo “piano piano”. Al lado estaba Antonio. Fuimos a un restaurante de pastas (Antonio ya estaba muy grande para cocinar para tanta gente). En el medio del almuerzo, Monita tuvo un episodio (le decíamos así cuando le daba algo relacionado con su enfermedad). Empezó a gritar en el medio del restaurante: que no sabía qué hacía ahí, qué no quería que la toquen y que no conocía a nadie. Los hijos se sobresaltaron, los nietos saltaron a ayudar, los bisnietos estaban un poco asustados. El que atendía la caja llamó al SAME porque ella no paraba de gritar y se agitaba, como ahogándose. Era muy triste ver a esa señora hermosa y sana tan ida de este mundo.

Terrón la miró, le agarró la cara con las dos manos y le preguntó: “¿En serio no te acordás de mí, Monita?”. Ella respiró profundo, sonrió chiquito y le dijo, “Sí, de vos, sí”. “¿Quién soy?”, le dijo él. Y ella, en ese instante de conexión que valía la pena todo, le dijo: “Sos mi novio, mi terruño”.

Antonio falleció al poco tiempo y yo me separé. Mirta sigue viva todavía. Al día de hoy, es una de las escenas de amor más lindas que ví en mi vida. Y siempre me pregunté si a Antonio le habrá dolido la confusión de Monita. De hecho a veces creo que murió de desamor, de bajar los brazos. Pero también, muchas veces pienso, y lo pienso muy en serio, que Monita no se equivocó nada porque en definitiva su terrón fue siempre su terruño.

--

--

Lau Mica Alvarez
Historias pasan

Publicitaria (de título), reciente standupera y proyecto de escritora. Reciclando historias que pasan. Lalala.