Trece horas a Santa Teresita

Lau Mica Alvarez
Historias pasan
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4 min readDec 10, 2020

Nuestro nuevo Dodge 1500 es dorado y, cuando mi papá lo trajo a casa, desde el taller del Pelado, y lo estacionó en la puerta, me pareció que iluminó Talcahuano. Me asomé por el balcón, porque mi mamá me dijo que me fijara la sorpresa nueva, y mi viejo saludaba desde abajo agitando las llaves con tantas ganas que el brazo dibujaba arcos plateados arriba de su cabeza.

Ese verano, como todos los veranos desde que era chica, volvíamos a Santa Teresita. Por primera vez íbamos a ir todo enero y no la primera quincena de febrero. No podíamos usar el departamento de mi tía de la 35 entre 8 y 9, porque iban a estar mis primas así que mis papás alquilaron un duplex que en el folleto de la inmobiliaria parecía muy lindo. Me pregunté si éramos ricos ahora que teníamos auto y vacaciones largas.

En el baúl entró todo: tres bolsos gigantes con la ropa de los cuatro. Las toallas iban aparte y por suerte no había que llevar sábanas porque las incluía el alquiler. También entraron las dos reposeras, la Helatodo y la sombrilla. Mamá les había cosido unas fundas haciendo juego con una tela que compró en lo de Abel para que no se rayen porque a las cosas hay que cuidarlas, y más la sombrilla que es del Gallego. Las fundas eran como de un marroncito claro, con unas formas en tonos naranjas y beige que formaban círculos o romboides; y tenían manijas. La funda de la Helatodo no tenía manija pero sí una tira que salía de la parte de atrás de la heladerita y se abrochaba adelante con un botón sujetando la tapa blanca. También pusimos los tachos de la comida de las perras que ya estaban medio dopadas en el asiento de atrás, arriba de unas lonas para no manchar el tapizado. En la parte de arriba del auto, iban la caña de pescar que tenía una funda verde de cuero y las dos tablas de telgopor para barrenar. Mi papá ataba todo super fuerte con unas cuerdas haciendo un nudo tras otro, y enganches y cruces.

Salimos temprano pero era de noche, a eso de las cuatro de la mañana para no agarrar la ruta cargada. Hacía mucho calor y mi papá quería llegar rápido a la costa. Es de esas personas a las que no le gusta parar en la ruta y prefieren hacer todo de un tirón. Sin embargo, de ida siempre parábamos obligadamente Gándara para que nos dieran yogur gratis y en algún lugar con mesitas y sombra para comer los sánguches que hacía mi mamá. Podíamos hacernos pis encima, pero para los sánguches parábamos. Hacía de dos gustos: jamón y queso, y salamín y queso. Todos en pan lactal con mucha mayonesa. Los cortaba en triangulitos y los volvía a meter en la bolsa del Fargo azul, rodaja fina. Con mi hermano nos quejábamos si nos tocaban los de las puntas, que tienen costra y parecen más chicos. Esos se los comía mi mamá y así no había lío. A veces, si veníamos con demora por tráfico en el peaje, comíamos los sanguches en el auto. Parábamos a sacarlos de la heladera y seguíamos.

Este viaje se estaba haciendo un poco más largo que de costumbre porque en enero la ruta se tapa más. La concha de mi hermana decía mi papá cada cinco minutos. El aire del auto no andaba y cuando estábamos frenados o a-paso-de-hombre-podés-creer, mi papá abría toda la ventanilla para ventilar pero cuando agarrábamos un poco de velocidad la cerraba y abría el ventilete triangulito para “no cagar la aerodinamia”. Entraba un poco de viento con un ruido que hacía fiuuuuuuuuuuuuuu pero no me importaba. Era lindo sentir esa velocidad y ver mi reflejo dentro de un auto dorado y nuevo en la ventanilla de los autos de al lado. Me parecía que me hacía elegante.

Iban como diez horas de viaje (no se cuantas pero estaba en la mitad de un nuevo Mafalda) y mi papá le dijo a mi mamá que se fijara si veía un cartel de estación de servicio cerca porque el Dodge venía levantando temperatura, y que “lo fundí, Isabel, lo fundí”. Mi mamá le gritó “ahí” y corcoveando nos metimos en una estación que tenía un taller. El mecánico dijo que el radiador estaba pinchado y que iba a demorar un rato, así que mi mamá nos llevó al kiosco de la estación para comprar un helado. Creo que un poco nos quería sacar de al lado de mi papá que no paraba de putear al auto y al pelado hijo de puta que se lo vendió.

Cuando llegamos al mostrador-heladera de helados, mi mamá me dijo que eligiera uno. “¿Cualquiera, mamá?”, le pregunté. “Sí, cualquiera hija, estamos de vacaciones”, me dijo.

Me agarré un Conogol de vainilla y chocolate que nunca había probado. Confirmado. Éramos ricos.

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Lau Mica Alvarez
Historias pasan

Publicitaria (de título), reciente standupera y proyecto de escritora. Reciclando historias que pasan. Lalala.