La naranja mecánica

Jon Úbeda
Hollywood Babylonia
3 min readSep 15, 2020

Esta película es la más comprometida de Stanley Kubrick, una fábula social de ciencia ficción realizada en 1971. Fue retirada de la distribución en Gran Bretaña por el mismo director durante casi treinta años a pesar de su buena aunque muy criticada acogida inicial. Y reapareció, envuelta en misticismo, poco después de su muerte. La naranja mecánica sigue siendo electrizante, una audaz traducción al lenguaje del cine de la distópica novela de Burgess, que también había sido acogida con una mezcla de escándalo y alabanza en 1959, y que siempre se había creído inadaptable al cine.

El sabelotodo delincuente Alex de Large (Malcolm McDowell) encuentra placer en la pornografía, en Beethoven y en liderar su banda de drugos. Con bombín y mono de trabajo blanco (que incluye a un Warren Clarke con cara de niño) y hablando en un argot distintivo, un híbrido entre el ruso y ek cockney londinense, despliegan febriles e intensos ataques de ultraviolencia. La escena más inquietante de los primeros veinte minutos de la película volverá a atormentar a Alex una vez indefenso.

Entran a la fuerza en una lujosa casa futurista, dejan aislado al marido (Patrick Magee) y violan a la esposa (Adrienne Corri), Alex berrra «Cantando bajo la lluvia» y asesta brutales patadas con sus botas Doc Martens (periódicamente de moda) al ritmo de la canción. Aunque es curioso que la violación se recuerde como particularmente repulsiva, Kubrick aparta la cámara bruscamente del sufrimiento de la mujer en el momento que Alex corta el ceñido jersey rojo de ella. Otra incursión en busca de emociones culmina con el golpe de Alex sobre la cabeza de una mujer con una gigantesca escultura fálica. Finalmente será detenido.

La brutalidad institucionalizada resulta en el castigo de Alex, y su «rehabilitación» lo transforma en una víctima cobarde y rastrera, tan aterradora como en las fechorías de los drugos. Esta mordaz sátira de a hipocresía de la sociedad y su corrupción y sadismo da mucho que pensar. Buscando la manera de salir de la cárcel, Alex se ofrece voluntario para una terapia experimental de aversión instrumentalizada por algunos políticos y se ve sometido a una brutal cura behaviorista — sujeto con correas, con los ojos abiertos a la fuerza — que suprime sus tendencias violentas pero le despoja de su humanidad esencial. Incapaz de hacer el mal, se convierte en un individuo debilitado. De nuevo en el mundo, no disfruta de su libertad. Sus antiguos camaradas de fechorías se han convertido, irónicamente, en policías, y recibe un hilarante y turbador castigo en el encuentro con una de sus víctimas.

La demoledora visión de Kubrick de un futuro no tan lejano ha quedado ridículamente desfasada en algunos detalles (los discos de vinilo, la máquina de escribir IBM de Alex…) y la violencia por la que fue tan castigada en el momento de su estreno es discreta según los estándares viscerales contemporáneos. Pero la historia de los incurables patanes que alivian su aburrimiento entregándose a la violencia gratuita es escalofriantemente actual, como lo es el tema capital de la película: la fragilidad de la individualidad y de los derechos de la persona cuando no se conforma con los deseos del Estado. La naranja mecánica mantiene mucha más potencia que sus muchos descarados descendientes.

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