Taxi Driver

Jon Úbeda
Hollywood Babylonia
3 min readNov 30, 2020

«Algún día vendrá lluvia de verdad y hará desaparecer toda esta escoria de las calles». Así dice entre dientes Travis Bickle, encarnado por Robert De Niro en el primero de sus alabados papeles de potagonista para Martin Scorsese. En sus recorridos por Nueva York el insomne Bickle ve el bajo vientre de la ciudad, las cosas que ocurren en las calles oscuras y poco transitadas y que la mayoría de la gente no ve nunca. Pero Bickle ya está tan acostumbrado que se siente aturdido, invisible e impotente.

Sin embargo, más que escandalizarse ante la decadencia social y física, lo que le sucede a Bickle es que se siente frustrado porque ya no conoce nada más. También le atormenta el hecho de que le atraigan precisamente las cosas que afirma despreciar. Asqueado de sí mismo y de lo que ve, se embarca en un último y desesperado intento de reintegrarse en la sociedad. Pero en el deprimente guión de Paul Schrader, no hay salida. Para Bickle ya es demasiado tarde.

El descenso de Bickle es al principio doloroso de ver, luego destroza los nervios y al final inspira lástima. Empieza cortejando a una hermosa muchacha que colabora en una campaña política, Betsy (Cybill Shepherd), y cuando sus torpes insinuaciones románticas son rechazadas, como era inevitable, su alienación se vuelve más intensa. Después de intentar reintegrarse en la sociedad, el siguiente objetivo de Bickle es destruirla, para lo cual planea asesinar a un popular candidato a la presidencia. Cuando este plan también fracasa, trata de redimir a la sociedad y emprende una misión suicida que consiste en rescatar a una prostituta menor de edad (Jodie Foster) del chulo que la explota.

Es difícil imaginar un retrato del malestar y la anomia urbanas más sombrío, más deprimente o más claustrofóbico que el que pinta Taxi Driver. La película tiene algunos elementos de cine negro — la voz en off de Bickle, la partitura obsesionante, con toques jazzísticos, de Bernard Herrmann-, pero se aparta mucho del género negro cuando se trata de contar la historia propiamente dicha. Taxi Driver se desarrolla como una película negra contada con la perspectiva de un desconocido anónimo situado en una esquina de la escena de un asesinato, contemplando desde el otro lado de la barrera policial el cuerpo envuelto en un sudario que yace en la calle. ¿Qué pasa por la cabeza de esa persona?

Scorsese, Schrader y De Niro parecen hacernos la misma pregunta también. Durante toda la película vemos la ciudad con la perspectiva siempre aislada de Bickle, con pocos rayos periféricos de esperanza que nos saquen de su desquiciada cabeza. Es el «hombre del subterráneo» de Dostoievski saliendo a la superficie con una pistola y una pulsión de muerte, un antihéroe parapolicial con ideas muy concretas sobre cómo limpiar la ciudad. «He aquí un hombre que no estaba dispuesto a seguir aguantando», anuncia en tono triunfal. «Un hombre que plantó cara a la escoria, los indeseables, los perros, la porquería, la mierda.»

Pero ¿es esto lo que queremos? En un giro irónico que se basa en el axioma de que el fin justifica los medios, Bickle acaba viéndose alabado como héroe que ha emprendido una cruzada, y es difícil decir si el triunfo involuntario de Bickle es en realidad una tragedia. Como la película ha logrado su propósito de trastornar la brújula moral, nos quedamos buscando desesperadamente respuestas imposibles.

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