Ellos

Por Laura Álvarez Sánchez

Horizontes
Horizontes
5 min readSep 29, 2020

--

Ella tan Santiago de Cuba. Tan variablemente perfecta: sentimental, indiferente; humilde, orgullosa; inquebrantable, frágil. Tan trabajadora.
Él tan de La Habana aunque nació en Aguacate. Aferrado a sus ideales, puro carácter pero con la inteligencia de saber cuándo y cuánto ceder. Callado.
Ellos podrían ser el aceite y el vinagre que nunca se mezclan. Tal vez, el agua y el gas que pueden deambular por los mismos lares sin comprometerse uno con el otro. Pero no fue así.

En una Cuba llena de problemas, las dificultades los trajeron hasta la capital. Y como de la nada, sus vidas se entrecruzaron, formaron una familia, la vieron partir, resistieron a mucho. Aún resisten.

Cuba. Oriente. 1938. No salió en los diarios, no era un importante acontecimiento de la época. Ese 12 de agosto nació ella, como otras tantas niñas, en casa de discretos lujos, con una familia menguada y una madre casi viuda.

En el pueblito donde la miseria encontró su amor perenne, Palma Soriano, creció. No hizo falta un padre para recibir una educación férrea, una educación sin mayores logros que saber leer, escribir, sacar cuentas y tener miedo. Miedo al qué dirán, miedo al régimen, miedo a los cambios, miedo a lo estático: miedos.

De un lado a otro acompañó el deambular de su madre en busca de un trabajo para mantener las necesidades elementales de ambas dentro del propio Santiago. Pero a la joven forjada entre empleos domésticos, el oriental territorio se le quedó pequeño y decidió probar suerte en la urbe más desarrollada del país.

1958. La Habana. Madre e hija, nuevamente. Empleo: sirvienta, nuevamente.

Aguacate era un pueblo perteneciente a la provincia La Habana en 1937. Con la división político-administrativa de 2011 quedó ubicada en Mayabeque. Él no se adapta aún a eso. Sigue siendo habanero.

Es como si de la memoria le hubieran extirpado los primeros amaneceres en una casa de madera en el medio de la nada. Extrañamente, recuerda cuando compartía su tiempo entre ayudar al padre a manejar un camión de mercancías, acompañar a su abuelo en una recóndita casa de campo y ser auxiliar y chofer del único médico de todo Canasí; responsabilidades que, por entonces, correspondían al mayor de los varones de 8 hermanos.

En el 57 pisó La Habana. Quedó prendado del Capitolio. Un trabajo como mecánico de motores hidráulicos le permitió conocerse de memoria todas las calles, avenidas y lugares de la capital.

La Habana Vieja fue testigo. La calle Inquisidor fehaciente cómplice. El solar, la cuartería donde se compartieron las primeras miradas, las primeras sonrisas. Los primeros besos. Un sentimiento que, tiempo más tarde, se concretaría en una boda y tres hijos: amor.

Esa joven que tuvo que tirar por la letrina una blusa con los colores de la bandera del Movimiento 26 de Julio por temer a los guardias rurales, quienes buscaban un colaborador de la clandestinidad por su vecindario. La muchacha capaz de salir a la calle en la navidad del 58 a visitar a un revolucionario. La que Fidel vio en una marcha embarazada, se sorprendió de lo enorme de su barriga y al requerirla ella le contestó: “Yo tenía que estar aquí”. Ella.

Ella juntó su vida con el muchacho que atendía el sistema hidráulico de los mafiosos de La Habana y no cedió ante sus incitaciones. Él, el joven que formó parte de las milicias nacionales revolucionarias cuando más peligrosa era la batalla. El hombre del Partido Comunista de Cuba que en las reuniones pide polémica. El mismo que, cuando sus hijos decidieron vivir en el enemigo del norte, dijo: “Sigo siendo revolucionario y por este país lo doy todo. Pero esos son, dondequiera que estén, mis hijos”.

Hoy, sobre sus cabezas, finos hilos de pálida experiencia. Unos cristales filtran la realidad que, por momentos, se torna decepcionante. No se sostienen sobre bastones pero les cuesta andar. Cuentan como la mayor de las dichas tener siete nietos. A unos no los conocen por nacer lejos, a otros por momentos los olvidan, cambian nombres, lloran por su ausencia, sonríen ante una foto. Soy la única afortunada de llamarles abuelos al oído.

Cuando la pandemia de la Covid-19 pisó suelo nacional temí por sus antañas vidas. Días después descubrí, sin querer, que sus pulmones eran más resistentes que el corazón, que de nada valía tenerlos dentro de casa pues, aquí tenían su mayor amenaza: yo.

La Juventud no lo exigía pero lo necesitaba, el país clamaba por estudiantes para incorporarse a una batalla sanitaria. Mi presencia fue inminente. Ya alistada como voluntaria en un centro de aislamiento lo anuncié. Ellos se fueron abajo.

No puedes irte. Tú eres lo único que nosotros tenemos- dijo mi abuelo. No me lo esperaba. Esta actitud altruista la heredé de él ¿Cómo me pudo fallar así? ¿O acaso fui yo quien falló?
-¡Estás loca! Si lo haces, olvídate que tienes abuela- sentí como todo se quebraba dentro de mí. A pesar de eso seguí.

Llantos, regaños, rechazo fueron mis obsequios días antes de partir. Faltó un poco de análisis de ellos: mi decisión era resultado de la educación adquirida a lo largo de años con su crianza. Y, por faltar, también faltó comprensión de mi parte, lo acepto.

Pero me fui, esa era mi marcha, era mis reuniones del Partido, mi polémica.
Alamar VI me puso a prueba. Limpiar, fregar, resistir, ya lo tenía incorporado desde niña. Por dentro todo estaba igual. Igual de roto, debo decir. ¡Veintidós días! Nunca habíamos estado tan lejos por tanto tiempo. Sus llamadas a cada rato, la preocupación, los informes del barrio, la añoranza. No faltaban. Siempre estaban ahí, conmigo: en la zona roja, en las noches frías, en las adversidades. Siempre.

Pero esta experiencia pasó. Y retorné bien. No puedo decir lo mismo de ellos. Es como si aún no hubieran vuelto, me tocan como si fuera volátil, claman por mi presencia en todas partes, se angustian por mi físico algo desgastado.
No sé cuándo sean ellos los que falten. Ojalá nunca ocurriera. Desde ahora prometo: no quejarme jamás por repetirles las cosas cinco veces, ceder ante sus caprichos, oír sus historias una y otra vez, atender todos sus malestares con mayor dedicación porque esos son mis viejos. Y no sé si resistiré su ausencia.

Puede leer también este comprendio de minicrónicas dedicadas a los abuelos:

--

--

Horizontes
Horizontes

HorizontesMedium: Queremos contar tu historia...