La libertad y el diálogo: la moneda en el aire

Dr. Jorge Morales*

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12 min readDec 14, 2020

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«Toda libertad supone una gran responsabilidad»
Juan Marinello

No comienzo este análisis con las palabras de un científico o académico renombrado, a los que admiro y a los que tal vez pertenezco a medias, sin compartir con ellos el renombre, sino con una frase de quien fue a la vez intelectual y revolucionario. No voy a referirme a los vericuetos de épocas intensas y prolíficas atravesada por titanes, como lo fueron Mella o Villena. La idea de Marinello viene a servirme de introducción, de disculpa para hablarle a los jóvenes, desde la breve memoria de otros jóvenes que también se jugaron el todo por el todo y salieron ganando, aunque pasaron demasiado pronto a la trascendencia.

Debo decir, en primer lugar, que a mi entender ni Villena, ni Mella ni el Che ni ningún joven inteligente de nuestra historia hizo lo que hizo por el interés de la trascendencia en mayúscula. Todos estaban conscientes de que la trascendencia absoluta, vista como la sobrevida o la sobre-muerte, ese término tan filosofante y llamativo, en ocasiones casi místico, es algo tan general y tan lejano que sólo los temerosos—como pudiera decir Epicuro—se preocupan por ella. Pero la otra, la trascendencia más epocal, a ella se llega con algo tan sencillo como descubrir, en determinado momento, que existe algo más que este yo, este individuo, esta familia, este grupo, este sector, esta calle. Es en ese plano que el individuo comienza a descubrir, en todos sus alcances, tanto su debilidad como su fuerza.

Debilidad-fuerza porque a todo hombre en formación le queda claro que solo, aislado, particular o personal, ególatra o auto-suficiente es a la misma vez nadie, es nada, es pura y sencilla impotencia. Mientras que, si su debilidad se apoya en la fuerza del otro, de otros y, mejor aún, de muchos o de todos, esa debilidad se vuelve su contrario, en una energía capaz de transformar la naturaleza, de crear—como dijera Marx—maravillas en donde antes sólo existían desiertos. Un hombre solo, sin su comunidad, alertaba el viejo Aristóteles, sólo puede ser un Dios o una bestia; y de dioses y de bestias ya ha tenido bastante la historia. Cuba, de la que quiero hablar hoy con ustedes es eso: ni un individuo, ni un grupo ni un interés particular, sino un ser que, tras muchos fracasos y sacrificios, tras no pocas victorias es hoy una personalidad colectiva.

Pero para cerrar la idea, antes que mi edad y mis doctrinas me traicionen, con la noción de la trascendencia pequeña, contextual, frágil, casi salva, viene también (no importa si antes, después o al unísono) la noción de que se es libre no tanto como individuo, no tanto para desear y satisfacer esos deseos personales que nos anclan a este mundo, sino que la libertad concreta, la que alcanza su despliegue (discúlpenme que lo diga: la que madura hasta ser su concepto) implica arrastrar, movilizar, desestancar la sangre coagulada de lo cotidiano, para llegar a la realización de sueños cada vez más colectivos. La libertad, ya sea de “expresión” o de acción o de cualquier otro apellido, es movilización y convocatoria de otros, casi siempre en contra de otros o de algo.

Perdónenme los ecuánimes y los ecuménicos, no he dicho todavía—como buen marxista—que todo es lucha y antagonismo, no he venido—como diría otro cubano universal—como profeta de la revolución a pedir que Cuba se convulsione violentamente. Yo también he venido a hablar de paz, pero ella, al igual que sus símbolos, necesita para existir ciertas condiciones de posibilidad, cierto aire y cierto ambiente. Porque no se puede hablar de paz (al menos no de inmovilidad) cuando un supuesto o real interlocutor ya tiene puesta una mano en la violencia (simbólica, comunicacional o física) y la otra en el estribo.

Por ello la frase de Marinello y el recuerdo de otras generaciones, porque la libertad de un individuo, de un grupo, de una energía social, si quiere triunfar y mantener ese triunfo, debe ir acompañada de mucho más que la fuerza bruta, de mucho más que el ruido o de la violencia. Después de todo, como ya habían descubierto los que disfrutaron y sufrieron tempranamente los rigores de eso que hoy llamamos democracia, la ley del más fuerte tiene el defecto de volverse contra quien la ejerce, porque el más fuerte de hoy se convierte en el más débil del mañana.

La libertad, si no quiere ser abstracción vacía debe estar acompañada por la responsabilidad de sí misma y por el conocimiento de las consecuencias de su movimiento. La libertad para legitimarse, debe incluir sin golpes de pecho las consecuencias tanto de su derrota como de su triunfo, de su importancia o de su olvido. Lo que ocurre, por demás, es que este “deber ser” de la libertad consciente, colectiva, emancipadora, no siempre se cumple al caer del cielo de la “razón” a la tierra de las acciones humanas. Ocurre continuamente que en esta historia a la que los cubanos hemos llegado con algunos milenios de retraso (aunque hemos avanzado más rápido que otros en poco tiempo) ese pensamiento occidental que tanto nos marca ha dado sus zigzagueos, ha encontrado sus desvíos y algún que otro precipicio.

El primer precipicio, que yo recuerde—perdónenme mis colegas si olvido algún detalle—se produjo, precisamente, en esa supuesta unidad monolítica entre la libertad, la democracia y el diálogo. Los griegos de Atenas, que unificaron el derecho de palabra para todos (lo que ellos entendían como el todo) con la igualdad ante la ley, también nos legaron un ramillete de experiencias, unas contextuales y otras universales. El salto de calidad que implica vivir en democracia tiene entonces sus retos, sus luces y sus sombras. Si no queremos pecar de ingenuidad, recordemos esos vericuetos y esos abismos que salen hoy a la palestra de una Cuba que aún quiere ser distinta, no estando sólo con lo último, lo más actual de las sociedades 3.0 o 4.0, sino con aquellas formas que se atengan—como decía Martí—a sus elementos unidos o dispersos.

Pues los griegos, que hoy me atrevo a mencionar y cuyo valor cognoscitivo es tan grande por la experiencia de sus triunfos como por la lección de sus fracasos, se encontraron frente a frente con el siguiente problema: ¿Los derechos políticos—entiéndase el dialogar, intervenir, participar en la palestra pública y buscar el triunfo de determinadas opiniones—son capaces de crear por sí mismos el bien individual y colectivo? La respuesta de los demócratas era que la propia práctica de la democracia creaba y demostraba las capacidades de todos los ciudadanos para conocer y realizar el bien común. Que el derecho de todos a intervenir en el diálogo conducía al logro de una lógica colectiva.

Sin embargo, sus críticos entre los que se encontraban personas lúcidas señalaron, no sin razón, que esa habilidad supuestamente innata o inmediata era una ilusión peligrosa. La política, cuyas consecuencias sobre la comunidad resultaban más impactantes que las de cualquier otra actividad, necesitaba de un conocimiento profundo sobre el bien colectivo, implicaba la producción de hombres y mujeres capaces de ascender por entre las contradicciones e intereses propios y contrapuestos al terreno no del bien de una parte, sino del mejor desarrollo posible para la comunidad que lo contenía.

Esa unidad entre la búsqueda del bien colectivo y la actividad política—ya lo sabemos—se hizo pedazos ante la evidencia de que la libertad de palabra (formalmente igual para todos) no aseguraba el triunfo de la verdad, ni de las mejores decisiones, ni siquiera implicaba el logro de intereses globales. Sin negar la necesidad de esta libertad un poco abstracta y generalizadora, aunque muchas veces puso a los griegos en manos de las más burdas manipulaciones, debemos reconocer que ella es una condición necesaria pero no suficiente. El derecho sin virtud y la virtud sin conocimiento pueden convertirse en vehículo para hacer de la mentira una fuerza social, para trastocar de contrabando el bien colectivo por el bien personal, para reducir el éxito de la comunidad al éxito de unos pocos.

Aterrizando un poco. En la Cuba de hoy lo más probable es que a la mayoría no nos amenace ni nos preocupe que los artistas inteligentes se planteen reformas y peticiones encaminadas a mejorar su desempeño y su libertad de creación. Los artistas tienen todo el derecho por su conocimiento y profesión, a ocuparse del mejoramiento de las condiciones y libertades con las que se desarrolla la producción estética en nuestro país.

Sin embargo, si de la libertad de creación con fines principalmente estéticos, un grupo determinado de la sociedad pasa a ocuparse de problemas más globales, que no sólo afectan significativamente las dinámicas institucionales de cierto sector, sino que pueden cambiar las dinámicas y los destinos, los significados y las prioridades del proyecto social que compartimos todos, pues cualquier reduccionismo de tipo sectorial, generacional, geográfico o institucional genera la reacción inmediata de quienes también piensan, sienten y comparten los peligros y los destinos de este archipiélago que nos une.

Por ahora, como he dicho en otros espacios, hasta conocer todo el contenido de los debates y de las peticiones y de los cuestionamientos, no nos es dado ofrecer conclusiones definitivas. Al parecer, hay dos procesos distintos que, por causas aún no esclarecidas, se produjeron casi al unísono. En el primero, autonombrado en honor al lugar en que se han producido los hechos—parece haber más extravíos y confusiones.

Porque lo que ha salido a la luz en las enredadas redes sociales evidencia la mezcla de indeterminaciones. La libertad de creación artística, superpuesta y fetichizada hasta convertirse en una forma en la que vale todo, se ha trastocado en un ropaje para la también muy abstractamente enfocada libertad de expresión, terminando por expresar una tercera cualidad que es la libertad de oposición política.

Tal vez se olvidó el impulsor de los hechos que provocaron el movimiento (luego llamado San Isidro) y que pasó de la libre creación estética a la libertad de expresión y de esta al discurso político más evidente, que no sólo el artista es libre, sino que también debe ser libre el público.

En el caso de la creación estética, si bien esta tiene siempre contenidos políticos, su motivación principal no es provocar que su expresión particular se convierta en norma para la convivencia colectiva. Una obra de arte puede tener, por sus peculiaridades, el derecho a agredir las concepciones sobre lo bello, lo feo, lo sublime o lo agradable, pero el público puede ejercer su derecho a expresarse libremente olvidando la obra que no le resulta atractiva, o no acudiendo a exposiciones posteriores, o simplemente escogiendo otra obra para sus preferencias. La agresividad y el carácter desacralizador de una propuesta estética se compensan con la diversidad de opciones, con el hecho de que todo el modo de vida del público no depende, en definitiva, del tipo de gusto estético que el artista le imponga o le proponga.

La dinámica de esta libertad de creación estética se transforma cuando se le extrapola, para convertirse en ropaje para la defensa de una libertad de expresión sin fronteras, sin determinaciones, argamasa para cuestionarse no la belleza o la fealdad de un símbolo, sino su funcionalidad y pertinencia. Hasta el momento todo podría parecer legítimo al mantenerse en el terreno de la estética. Sin embargo, el artista Alcántara se trastoca rápidamente en el activista político y el activista en opositor y el opositor ya no tiene una propuesta estéticamente provocativa, llena de aportes que pudiesen llenar el vacío de la crítica, sino que, ya en el terreno de la propuesta política (no es tan vital ya la forma estética sino el contenido político trastocado en dominante) reproduce tendencias superadas por nuestra historia. Superadas claro, pero no eliminadas, porque siempre que exista el poder político que le impulsa, desde adentro y desde afuera, esas opciones obcecadas renacen, como especie de Hidra de Lerna.

Los especialistas en estética podrán y se los agradecería mucho señalarme mis probables errores de análisis sobre el arte de Alcántara, pero, si algún encumbrado esteta me intenta convencer de que expresiones como “Trump es mi presidente o Trump 2020” o “me c... en la ley de símbolos” o con eso “guapo y fajao” tienen un profundo contenido estético, permítanme responderle con la más plena y sincera incredulidad. No creo que en la Cuba de hoy puedan convencernos, como en aquella famosa fábula europea, que el rey del discurso político, en este caso vulgarmente anexionista, no está desnudo.

Y en contra y a favor del anexionismo ya conocemos claros ejemplos históricos. No necesitamos, a mi entender, un reciclaje con materiales de segunda mano. Ya Félix Varela alertaba en su tiempo que el frío cálculo de los intereses comerciales podía llevar a los criollos a confundir el interés de su grupo con la necesidad colectiva. Porque Cuba no era sólo una comunidad de intereses comerciales y porque la Patria—decía el propio Varela—para servir de guía y principio capaz de superar los escollos del coloniaje, debía ser mucho más que relación costo-beneficio. La Patria, ese término tal vez visto por algunos como algo arcaico, era para el presbítero cubano la virtud de sacrificarse por el bien común sin esperar a cambio ningún beneficio.

Volviendo al tema de la creación contradictoriamente repetitiva: aquí lo vulgar se entiende por la torpeza con la que se pretenden ocultar contenidos históricamente añejos…la simplicidad con la que el autor busca pasarnos el gato por la liebre. Porque los marines norteamericanos que en aquella época de libertades de verdad secuestradas se atrevieron a ultrajar la estatua del apóstol y la intención reciente de destruir simbólicamente la funcionalidad de la bandera como símbolo independentista, aunque sea bajo en el manto protector del arte, son esencialmente más de lo mismo.

Si el arte puede tener el privilegio de cuestionar, destruir y desacralizar sin proponer nada a cambio, el arte que se trastoca en política ya no debe tener ese derecho. Si los símbolos de la independencia y si la independencia misma dejan de servir como guías para nuestro accionar como país, ¿con qué se propone llenar el artista ese vacío identitario? A simple vista la respuesta sería: con nada. La función de este arte no es la creación de un nuevo contenido, sino la creación de vacíos, la inestabilidad político-simbólica pura y simple. El resto de las acciones lo prueban: retar la legalidad y poner en jaque la capacidad de reacción y de legitimación de los poderes públicos. Que los poderes públicos necesitan mejorar, concedámoslo, pero no creo que se puedan mejorar con el vacío o con los intereses norteamericanos.

Finalmente, para cerrar y no aburrirlos demasiado, menciono el asunto de las diferencias entre Alcántara y sus defensores de San Isidro. Con el privilegio de la duda como principio, puedo otorgarles la confianza de creer que los movió el humanismo y la defensa de sus derechos individuales, así como la unidad de ideas basadas en la defensa de la libertad de expresión. Pero, para ser exactos y como bien decía una lúcida colega en estos días—la defensa de una persona reconocida plenamente como delincuente, en el sentido de que no sólo es convicto, sino confeso de violar una ley recientemente aprobada y legitimada previamente por una constitución—si va más allá de las preocupaciones por el cumplimiento del debido procedimiento y exige su puesta en libertad por medio de presiones políticas, pues se convierte en un acto tan ilegal e inconstitucional como la supuesta violación que se le imputa a las autoridades que le procesaron. Después de todo, los órganos de poder público están legalmente amparados para actuar en nombre de todos los cubanos, pero ningún grupo particular tiene ese deber o ese derecho. En una sociedad rica y diversa como la nuestra, a pesar de todo lo defectuoso y mejorable que pudiese conservar, nadie puede reservarse el derecho a convertir la justicia en patrimonio propio.

Termino señalando que más allá de Alcántara, de sus defensores en San Isidro y de los artistas que se denominan el grupo de los 32 (de quienes no puedo opinar porque no conozco sus peticiones), existe una compaña en las redes sociales. Una campaña que sirve de contexto y que explica en gran medida los significados de estos fenómenos parciales. Dicha campaña no sólo defiende y denuncia, no sólo invita al diálogo y a la tolerancia, sino que desacredita, ofende y amenaza a quienes no compartimos las visiones de cierto movimiento que decidió colocarse el nombre de un barrio. Es una campaña que pretende imponernos la idea de que la tolerancia es lo mismo que la pasividad, que la actitud militante es sinónimo de esquematismo, que el diálogo es monólogo y que la libertad es anarquía.

A los cibernautas que no concuerden, tienen todo el derecho a adversarnos, pero el único consejo que como interlocutor puedo darles es que, con nosotros—ya la historia lo demuestra—las amenazas no caminan. Ya habrá tiempo en otros espacios para hablar de esa guerra novedosa que con las armas de la comunicación se nos avecina. En definitiva, como decía Martí—si de pensamiento es la guerra que se nos hace—ganémosla a pensamiento. Estamos preparados y ténganlo presente, como decía un cubano de pura cepa en su momento, sepan que no se van a enfrentar con señoritos, sino con hombres y mujeres.

Cuba, diciembre de 2020.

* El autor es Doctor en Ciencias Filosóficas

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