La soledad de América Latina, un libro maestro-garciamarquiano

El periodismo de García Márquez espanta cualquier relativismo, cualquier definición vacía…

Miguel Angel Castiñeira García
Horizontes
6 min readMar 10, 2020

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El Gabo. Imagen: Infobae

Hay tantas definiciones de lo que es el Periodismo, como en el mundo cantidad de periodistas hubo, hay y habrá. Las definiciones parecen una mala adivinanza, que nos pretende llevar a empujones a la única conclusión posible: “la persona que coincide con los requisitos, es la propia persona que los establece”. El resto de los mortales los irá cumpliendo en dependencia del grado de afinidad y simpatía que la persona en cuestión sienta por ellos.

Resulta inevitable entender lo anterior, después de consumir cientos de trabajos Periodísticos (periodismo en estado puro, donde no tiene lugar el relativismo ni las malas adivinanzas) de Gabriel García Márquez, publicados hace casi treinta años por Arte y Literatura con el título maestro-garciamarquiano de La soledad de América Latina.

Como es lógico, la casi treintañera edición del libro no se conserva en perfecto estado, ni muchísimo menos. Ya estaría uno rezando, en caso de ser creyente, para que Arte y Literatura lo consiguiera reeditar, a lo mejor para que los periodistas “talentosos y bien-escribidores” que pululamos por las alcantarillas del Ego, encontremos de una vez y por todas la escalera que nos descienda hasta la luz de la modestia (“bajar y bajar hacia las alturas”). A lo mejor para que esta reseña — ensayo o lo que sea — , tenga algún sentido.

El periodismo de García Márquez, en sus primeros años del oficio, es el periodismo de un novato que escribe en las páginas de un diario colombiano. Lo que pasa es que, en sus primeros años, García Márquez tiene la milenaria edad de veinte, y opina de cine y literatura mejor que si tuviera la veinteañera edad de mil años mal cumplidos en el regodeo de la altísima estima y el excesivo amor propio.

Muchísimo antes de ser García Márquez, así redacta el joven periodista cataqueño: “En una pieza de un hotel capitalino abrió el poeta sus maletas vagabundas, y lentamente, con la seguridad del viajero que sabe el sitio exacto de cada cosa, fue extrayendo de entre las camisas y los pañuelos las preguntas de la raza, los tejidos de la música, la estrella que no relumbró en la noche quimérica; y allá, de entre los libros y los cuadernos de anotaciones, retorcidas y húmedas, las raíces nutricias de la Costa Atlántica”.

Nunca sabremos la cantidad de lectores que se mofaron del provinciano pretencioso que sí fue García Márquez en sus primeros trabajos. Sin embargo, las muchas entregas tanto en este medio como en el semanario deportivo-literario Crónica, El Nacional y El Espectador, nos confirman el crecimiento intelectual de quien ya en 1954, a punto de salir su sección fija El Cine de Bogotá, Estrenos de la Semana — primera de su tipo en la historia del diarismo colombiano — , se había arrimado al Grupo de Barranquilla, había conocido la obra de su maestro Faulkner y arremetido contra una cantidad impensable de autores, la mayoría condecorados con el Premio Nobel de Literatura.

Los comentarios de García Márquez respecto a los Premios Nobel de Literatura son numerosos y cada uno más ocurrente y atrevido que el anterior. Aunque no coincidamos con algunas, hay expresiones memorables (creo que “memorable” es un adjetivo maestro-garciamarquiano), como cuando afirma que las obras de Herman Hesse son “de valor, pero de un valor relativo”, por ese “budismo teórico que las hace pesadas, iguales, fatigantemente repetidas”; cuando dice que, de ser más antigua la institución, no le extrañaría que el Nobel recayera en otras manos y no en las de Cervantes, Rebelais o Racine; cuando se refiere a Rabindranath Tagore como a un escritor “arrastrado por los vientos de la justicia del carajo” y a José Echegaray como un pésimo dramaturgo, pero “un matemático que Dios tenga en su santo reino”.

A García Márquez, por ejemplo, no le sorprendía aún en los tempranos 50´s que se barajara la posibilidad de otorgarle el Nobel a Rómulo Gallegos, pese a que “todavía andan por el mundo Aldous Huxley. Alfonso Reyes. Y, sobre todo, a pesar de que en los Estados Unidos hay un tal señor llamado William Faulkner, que es algo así como lo más extraordinario que tiene la novela del mundo moderno”.

Después de semejante sarta de contundencia, parece una paradoja que García Márquez le haya pasado tanto la mano a su coterráneo Vargas Vila al otorgarle la condecoración de haberle llamado indirectamente novelista mediocre.

Puedes bajar el libro aquí

La propia estructura del libro en dos partes, una que va de 1948 a 1958, y otra de 1959 a 1984, aumenta el contraste, de por sí bastante visible, en la obra periodística del autor. Por un lado tenemos al joven muy técnico, de oraciones cortas, que evade adjetivos y adverbios y subordinadas, el empleo de la primera persona, las anécdotas intrascendentes que serán, más tarde, lo verdaderamente trascendental en su obra. Por otro lado tenemos al García Márquez que se puede dar el lujo de pasar más del noventa por ciento de un escrito sobre Juan Rulfo hablándonos de sí mismo, o de empezar con la escena de un viaje en avión, desviarse a la literatura japonesa y volver a caer en el avión como si nada hubiera ocurrido.

Por un lado tenemos al crítico agudo, al intelectual muy preocupado en demostrar su admiración por la música popular y repugnancia ante el elitismo de una casta de intelectuales que acostumbran a desentenderse de la realidad de la nación. Por otro, al maestro nostálgico e indulgente incluso con sus enemigos políticos, al despreocupado periodista que entiende el oficio como el juego sin reglas que nunca ha dejado de ser.

Si bien sus escritos de juventud deslumbran, sorprenden; los escritos de madures nos confirman la magistralidad (porque magistral es la palabra) del García Márquez periodista.

Si alguien difiere, le recomiendo se dé una vuelta por “El alquimista en su cubil”, “Breves nostalgias sobre Juan Rulfo”, “El avión de mis bellas durmientes” y “El argentino que se hizo querer de todos”.

El conjunto de la obra periodística maestro-garciamarquiana compilada en La soledad de América Latina nos deja — además de un material de estudio inagotable que vale más que cuatro carreras universitarias — un conjunto de imágenes tan entrañables como las imágenes de las canciones de Lennon, que tanto celebró el Gabo en uno de sus textos.

Por alguna página tenemos a Neruda escribiendo su discurso en el menú de un Café; por otra, a Carlos Fuentes tecleando con un dedo y escuchando a Los Beatles; a Cortazar en un parque de Managua recitando a una muchedumbre el cuento de un boxeador que cae en desgracia; al propio Hemingway caminando por Paris y por las oraciones de una crónica increíble: “Mi Hemingway personal”. Y no solo de literatura, aunque sea el aspecto más y mejor abordado: la selección también recoge escritos sobre cine, música, artes plásticas. “Pocas cosas de este y del otro mundo no se cuestionan — con desenfado, suspenso, lirismo y humor”, como bien resume una frase del prólogo.

No debe ser pecado — no lo es — sentir admiración por un escritor que admiró incansablemente a sus amigos, hasta el punto de afirmar que escribía para ellos y no para ser famoso.

De ser un poquito crédulos, rezaríamos para que Arte y Literatura lograra reeditar (porque depende menos de la institución que de los herederos de los derechos de autor del Gabo: sus hijos) el libro La soledad de América Latina, a lo mejor para que los periodistas “talentosos y bien-escribidores” que pululamos por las alcantarillas del Ego, encontremos de una vez y por todas la escalera que nos descienda hasta la luz de la modestia (“bajar y bajar hacia las alturas”). A lo mejor para que esta reseña — ensayo o lo que sea — , tenga algún sentido.

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