1 de diciembre

Editorlibre
Humor y Literatura
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4 min readDec 1, 2016

Era el 11 de marzo de 1994 y se estrenaba en toda España la película Philadelphia.

Por entonces trabajaba de Director Comercial de un ISP local, gestionando las conexiones a internet, vendiendo nuevas, y vendiendo también espacio y diseño para las primeras webs que se hacían; a empresas, porque vi que allí había negocio aunque las hiciéramos con gifs animados de una puertecita que se abría para entrar. Google no existía y Yahoo comenzaba. Había muy pocas webs, pero existía el IRC y USENET y yo ganaba mucho dinero y me acababa de separar para siempre de mi compañera después de nueve malos años juntos, dejándoselo todo y comenzando de cero. Fue unos días antes de ir al cine, por eso lo recuerdo tan bien. Otra de las razones por las que recuerdo muy bien esta historia es porque fui a dos pases seguidos de la misma película. Uno el sábado y otro el domingo. Cosas que hacemos los escritores, una para disfrutar y emocionarse, y otra para verle las tripas y las hechuras. Entonces no había medios como ahora.

Asistí solo. Como casi siempre desde que tenía catorce años. No me gustaba el cine en compañía y soy de esos tipos que te pueden asesinar entre las butacas por hacer ruido con las jodidas palomitas. De modo que vi la película sentado en mitad del cine, no muy lleno, porque ya se sabía que era una peli de maricones. Y lloré como solo algunos sabemos llorar, sin que se note, deshaciendo nudos en la garganta a base de saliva y tragándolos junto a las emociones enfrentadas y encontradas, que casi siempre son la mismas: dolor, tristeza, mala hostia, impotencia y frustración. Y tal vez también la de la nostalgia.

Y fue así como recordé a Tomás, en la escena en la que Tom Hanks casi baila con su gotero escuchando su aria favorita cantada por Maria Callas, y Demme juega con las luces y los primeros planos picados mientras Tom relata a Denzell de qué va la cosa: de dios, del amor, y de bajar el cielo a la tierra para hacer de la tierra un cielo. Diciéndolo mientras siente la canción como jamás vi a nadie sentir canción alguna en el cine. Seguro que le dieron el oscar por esa escena.

A Tomás le gustaba la opera, y también la Orquesta Mondragón. Tomás era maricón y ejercía de ello y aunque nunca follamos estudiamos juntos unos años. Forjamos una amistad casta de codazos y guiños y referencias comunes, porque Tomás leía mucho y era listo, ingenioso, encantador e inteligente como yo, pero más guapo, rubio, y con una pluma de la hostia. Lo cierto es que aún hoy no sé por qué no follamos. Con la experiencia que dan los años, supongo que por respeto. Algo difícil de explicar si no entiendes.

Con mis viajes y la mili nos perdimos la pista hasta que llegó el año de Orwell y lo vi en la provinciana estación de autobuses que tanto había frecuentado tiempo antes. Estaba muy delgado, con el cabello ralo y los ojos casi fuera de las órbitas, envuelto en un anorak, y al parecer muerto de frío en pleno mes de julio. Tenía entre las manos una revista del Opus. Nos saludamos, me la enseñó y me preguntó qué pensaba de aquella gente que creía en milagros y en otra vida tras la muerte. Le dije que probablemente tenían muchos problemas, reales y psicológicos. Tomás me dijo que algunos decían que se habían curado del SIDA, y que otros decían que el SIDA era un castigo de dios por la vida loca y disoluta. En la misma revista. También me dijo que él tenía SIDA y vivía en la estación porque sus padres lo habían echado de casa. Estaba en las últimas y sus amigos habían muerto ya o no querían saber nada. Había mucho miedo en el año de Orwell. Tomás, aquel día, tenía mi edad, veinticuatro años.

No cogí aquel autobús y me lo llevé a la pensión donde vivía. Pasé
con él dos semanas y llamé a la ambulancia cuando se acercaba el final. Pasé también dos noches en el hospital junto a él, y le cogí las manos y le conté chistes hasta que murió. No le visitó nadie. Al día siguiente llamé a su familia para que se hicieran cargo de los trámites, y cogí mi autobús.

Diez años después, viendo Philadelphia, lloré como solo sabemos llorar algunos y cada primero de diciembre me pongo un lazo rojo en la solapa.

Y ay de aquel o aquella que me lo reproche. Porque puedo distribuir sus pedazos entre las butacas.

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