Pintura en amate con escenas de la vida en México
Boda y otras escenas de la vida en México

Entre Tequila y Tacos: Crónicas de una belga intrépida en tierras mexicanas

Primera parte : Matrimonio y mortaja del cielo bajan (dicho español)

Kat De Moor
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6 min readMar 14, 2024

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Tenía apenas 21 años y el mismo tiempo de haber llegado a México que de ser la novia de Óscar cuando me llevó a conocer a su familia. Nos aventuramos en un viaje de 8 horas en autobús desde la bulliciosa Ciudad de México hasta Atoyac de Álvarez. Llamado ‘lugar del río’ en náhuatl, lo único que vi fue un océano de polvo y un sol que parecía querer tostarnos a todos por igual. Fue allí, en medio de esta tierra, donde conocí a la abuela materna mientras visitaba la casa de una de las tías de Óscar.

Al día siguiente nos dirigimos a San Vicente de Jesús, una aldea que quedaba como a dos horas en camioneta desde Atoyac, en plena zona cafetalera. Cruzando riachuelos y senderos de piedra, vi muchos pueblitos diseminados, que parecían haber crecido sobre los espolones rocosos de las laderas, a menudo escarpadas, entre un paisaje de anaranjadas buganvilias que hacían contraste con los múltiples matices de una vegetación inconmensurable.

Al llegar nos esperaba casi todo el pueblo, es decir, la familia de mi novio, y los habitantes de las casas vecinas. Los más chiquitos jugaban en la calle e iban corriendo a sus viviendas gritando que Óscar había llegado y que venía acompañado de un ángel vestido de blanco. Nunca nadie me había comparado con un ángel y nunca me había sentido angelical, pero tomé la comparación como una linda bienvenida.

Saludé por primera vez a mis futuros suegros, que me llevaron a la cocina para que tomara un café de olla y cenara tortillas recién hechas en el comal, acompañadas de frijoles con queso casero, un plato sencillo que me supo a gloria.

Aquella noche dormí con las hermanas de mi novio. Me tenía que acostumbrar un poco a ese nuevo ambiente, al canto incansable del viento entre los árboles, a la lluvia que aporreaba rítmicamente las láminas que formaban el techo; al piso de tierra y al rechinido de las contraventanas de madera. Dormir con la protección de una red contra los mosquitos, alacranes y otros bichos no me hacía sentir exactamente tranquila ni segura, aunque mi mayor preocupación consistía en salir del enredo de tela que rodeaba la cama para aventurarme a cruzar el patio a la mitad de la noche para ir al baño, donde, con toda seguridad, me acecharían las arañas desde cada rincón. Pensé que quizá no tendría necesidad de levantarme, pero más que eso reflexioné sobre cómo había podido llegar hasta ahí, a ese rincón del planeta tan diferente y totalmente desconocido.

De repente me sentí inmensamente sola y ajena a todo.

El canto de los gallos anunció un amanecer de montaña que por ningún motivo estaba dispuesta a perderme, así que me levanté, sabiendo que la ducha tendría que esperar hasta la tarde, cuando el sol calentara el agua de mejor manera. Me dirigí a la cocina, donde mi futura suegra ya estaba preparando el desayuno. La cocina olía a leña, café, chile y tortillas, y el vapor de la olla donde hervían los frijoles ocupaba casi todo el espacio. No supe si por el gallo o por los aromas, pero en poco tiempo la cocina se llenó de bostezos y de los cálidos «buenos días» de los recién levantados.

Era, sin duda, un momento que procuraban tener antes de iniciar las actividades cotidianas. La comida aderezaba esa especie de placidez mañanera que nos embargaba a todos, pero que no podía prepararnos para la noticia que alguien, no recuerdo quién, nos soltó de repente, al tiempo que entraba en la habitación: «La jefa falleció mientras dormía». Y la jefa no era otra que la abuela de mi novio, a quien yo había conocido apenas un día antes. Entonces todo aquello se transformó y a mí me tocó ser testigo de un drama por la muerte repentina de tan importante personaje.

Al paso de las horas llegaron casi todos los miembros de la familia, además de parientes lejanos, amistades y vecinos. Nunca antes había vivido o visto nada semejante. Desde mi mirada europea, aquellas escenas aún me parecen un cuadro surrealista, y no me explico cómo pudieron organizarse, pero lograron llevar el ataúd con el cuerpo de la abuela hasta la sierra, para velarla. Eso resultó apenas el comienzo de un festejo mortuorio que obligaba a los deudos a matar algunos cerdos para hacer pozole y alimentar a la concurrencia, pues a quien se acerca a dar el pésame no se le puede tratar de mala forma.

Rápidamente se dispusieron varias mesas grandes en el patio y parte de las mujeres se dedicó a velar y a rezar por el alma de la fallecida. De pronto, todas las estancias y aun el patio se llenaron de velas y de los lamentos de los dolientes.

Al día siguiente los familiares llevarían el ataúd al camposanto, y ese trayecto me parecía toda una expedición, casi una misión imposible, pero la gente de allá parecía estar acostumbrada a tales tareas. Casi resulta obvio decir que llevar el féretro no fue nada fácil, pues había que cruzar un río y trepar al monte sin más ayuda que la propia fuerza de cada quien. El corazón casi se me paralizó cuando los cuatro hombres que cargaban el ataúd avanzaron por encima de un tronco que servía de puente sobre ese río no tan pacífico, que se cruzaba en el camino. Aún hoy sigo recordando aquello, porque hubiera bastado un mal paso de alguno para que el ataúd terminara en el agua y la corriente se lo llevara en menos de un parpadeo. Yo lo observaba todo desde la orilla, sin poder moverme y sin querer cruzar yo misma, hasta que uno de los tíos me ayudó a atravesar el río, después de que la difunta había llegado finalmente al otro lado.

El día siguiente regresamos a Acapulco pasando por Atoyac. Nuestro viaje a la playa se vio truncado por las circunstancias, pero nuestras aventuras no habían terminado con el entierro. Agotados, Óscar y yo llegamos a la terminal de autobuses solo para descubrir que teníamos que esperar hasta la noche para poder regresar a la Ciudad de México. Por colmo de malas, en un momento de descuido, robaron mi maleta. Se dice que “las penas, con pan, son menos” así que decidimos ir a cenar algún bocado en el restaurante de la terminal.

Nos tocaron los peores asientos en el vehículo que nos llevaría a casa. Con un poco de suerte el ruido del motor nos arrullaría, pero el calor era insoportable. Mis pies, ya hinchados por las picaduras de los chinches, comenzaron a doler más intensamente y no tardé en sentir una revolución armándose en mi estómago. Viví la famosa venganza de Moctezuma en carne propia.

Los franceses suelen decir: “jamais deux sans trois”, que significa “nunca dos sin tres”. Esta frase, que se pronuncia igual que “203” (deux cent trois), me recordaba que la vida a menudo nos presenta desafíos en grupos de tres. Pero la vida me mostró esta frase en su versión superlativa.

A pesar de eso, me sentí serena y me decía que tendría una buena historia que contar a mis nietos, si algún día llegara a tenerlos.

Y así, entre la adversidad y la esperanza, nuestro viaje apenas comenzaba. Con cada paso hacia adelante, nos acercábamos más no solo a nuestro destino, sino también a una comprensión más profunda de nosotros mismos y del vínculo que compartíamos.

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Kat De Moor

Born in Belgium, Mexican by heart. Passionate about well-being, foreign cultures, and writing. Author of "Dear Wednesday" and "Chronicles of a Longing"