la memoria es un acto revolucionario

un paseo por el parque de la memoria (marzo 2010)

Me detuve frente a un nombre cualquiera, uno de los tantos que se extienden a lo largo de las cuatro paredes. Pasé la mano sobre las letras mayúsculas y repetí un ritual, anónimo y efímero, que cientos de personas efectuaron antes que yo y que muchas más van a realizar después, mucho después.

Unos metros atrás, una pareja sube la rampa que te lleva por la cicatriz que dibujan los paredores. Ella, lleva el pelo recogido en un rodete y el flequillo desordenado por el viento, esboza una idea, sugiere que el muro le resulta frígido. “Todo bien”, dice, “…pero podrían haber hecho algo más alegre”. Él la mira sin responder y la abraza. Al cabo de unos minutos, llegaron a la parte más alta de la explanada y sentados en el pasto, frente al río, tomaron mate con galletitas. En derredor, había otras parejas que ya estaban apostadas sobre el césped.

Explanada final de la cicatriz…

Los nombres, escritos en sobre-relieve ocupan más de ocho mil placas de las treinta mil que componen todo el muro. Una indicación, al comienzo y al final de las cinco paredes que conforman la principal obra de arte del parque, lleva escrito: “LA NOMINA DE ESTE MONUMENTO COMPRENDE A LAS VÍCTIMAS DEL TERRORISMO DE ESTADO, DETENIDOS DESAPARECIDOS Y ASESINADOS Y A LOS QUE MURIERON COMBATIENDO POR LOS MISMOS IDEALES DE JUSTICIA Y EQUIDAD”. Cada noche son iluminadas por una hilera faroles cuyos haces de luz arrasan con una nocturnidad que pretende borrar todo.

Llegué a la parte más alta de todo el parque recorriendo el sendero que se extiende paralelo las primeras paredes. En el medio de la herida abierta, esta es la forma que se materializa con la vista aérea, sobre la colina de césped está el centro de información. Un salón cuyas paredes están recubiertas de láminas de vidrio esmerilado, al que se puede entrar bajando la última de las rampas o por una escalera que cubre uno de sus laterales. Ahí arriba el viento se vuelve más intenso, sonoro y difícilmente no te obligue a entrecerrar los ojos.

Caminé con pasos lentos, acompasados y recorrí los muros, ví pequeñas flores, las había artificiales, otras robadas de algún jardín, tomadas de una planta, que se agitaban intempestivas por un viento que no cesa, silba y te hace creer que la ciudad quedó atrás, que estás lejos de todo. Pero volteás y los edificios de la metrópoli aguijonean el cielo, el río corre alrededor de los pilotes indemnes ante los miles de litros de agua y los aviones que despegan y llegan, surcan el cielo y el silencio, uno tras otro.

El arte te involucra en el parque. Caminar el parque te obliga a ponerle el cuerpo. Tres siluetas sin rostro, atravesadas por el sol, proyectan su sombra en el playón de concreto; unas casas revueltas, apiladas, que miradas en detalle se revelan como cárceles, prefiguran un escape; una cara, sustanciada por barrales de acero enclavados en el suelo, se vuelve borrosa a medida que la distancia se acorta. Una estatua pequeña, brillante, de acero inoxidable espejado, reverbera entre las pequeñas olas del río. Es el retrato de Pablo Miguez, que sólo con 14 años fue detenido y desaparecido en el año 1977.

El parque de la memoria, el muro de la memoria y las obras que se despliegan a lo largo del predio te arrancan de la pasividad en que te sumergen los datos históricos. Te interpelan, te mueven, te obligan a recorrer todos y cada uno de los espacios. Humedecer los dedos con el agua, sentir el relieve de cada uno de los nombres, oler el perfume de la flor que, sujeta en las ranuras entre nombre y nombre, flamea por el viento que, más intenso o más laxo, sopla sin parar.

Después de caminar por los senderos, de rodear el centro de información, bajé con la colina de pasto hasta el monumento marrón, que lleva escrito “pensa/r esun/hecho/revol/unción/ario…”. Ya de salida, miré todo el parque desde atrás del alabrado romboidal que lo cerca, el extenso playón, las luengas farolas que se extienden por todo el predio, alineadas, enmarcando el límite con el río. Y noté algo en la boca, un sabor que me había quedado perdido, merodeando por la lengua, Pensar es un acto revolucionario.

--

--