Los puentes magnéticos (fragmento)

Esdrújula
Ignacio
Published in
3 min readAug 20, 2019

Adrián nunca fue novio de Micaela ni nada parecido: fue un hombre que una tarde, mientras hacía cola en un banco de Vicente López, se vio reflejado en un vidrio y pensó que debería cortarse el pelo. Entonces, a la salida, decidió entrar a la primera peluquería que vio. Un rato después, mientras Micaela le sacaba el delantal, después de preguntarle cómo le había quedado y de pasarle un cepillito por la nunca, él le agradeció, se sacó el celular del bolsillo y le preguntó en voz baja si podría anotar su teléfono “para seguir hablando uno de estos días”. A la noche del sábado la pasó a buscar por su casa, la invitó a comer y más tarde, en el asiento de atrás de su auto estacionado frente a los lagos de Palermo, la dejó embarazada.

La siguiente vez que se vieron, casi un mes y medio más tarde, Micaela ya había confirmado su estado con dos Evatest y un análisis de sangre. Adrián la pasó a buscar, fueron a charlar a un café de Cabildo y ella le dijo, con la voz quebrada, que no se animaba a abortar. Él se puso pálido, se quedó en silencio y recién volvió a hablar del tema dos días después, cuando la llamó para decirle que no se preocupara, que si el análisis de ADN determinaba que el bebé era suyo se iba a hacer cargo de todo y que iba a tratar de ser “el mejor papá posible”. Una semana más tarde, cuando se enteraron juntos del resultado del análisis, se abrazaron por segunda y última vez.

La beba nació una noche de invierno en una clínica privada de Palermo, a menos de trescientos metros de donde había sido engendrada. Ese fue el cálculo que hizo Micaela, doblada por el dolor, mientras entre un remisero y su mamá la ayudaban a caminar hacia la guardia. Adrián llegó media hora después, quiso presenciar el parto y ella, casi tanto como las contracciones, sufrió la vergüenza de que ese hombre, casi desconocido, la viera desnuda por segunda vez en su vida, nueve meses después de la primera y en un contexto tan diferente.

Con el tiempo, y a pesar de las discusiones y el desgaste que implica ser padres de una misma persona, Micaela y Adrián llegaron a tener una relación cercana a la amistad. Ahora él tiene cuarenta y un años, vive con su novia en Boedo y dos veces por semana se lleva a Celeste a dormir a su casa. Es gerente de sistemas en una empresa de Internet y gana un sueldo que le permite cubrir la cuota alimentaria que pretende Micaela: antes del seis de cada mes, deposita ese valor en una cuenta que le abrió desde la sucursal del banco en el que se vio reflejado el día en que descubrió que tenía el pelo largo.

(Fragmento de mi novela Los puentes magnéticos)

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