sobre las olas del mar

Javier Z.
Intrascendente
4 min readJan 4, 2022

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Una vez me detuve a pensar en las olas del mar mientras escuchaba, desde mi habitación en el noveno piso del hotel, al océano rugir mientras engullía al sol en el horizonte.

El sonido retumbaba por entre las casas cercanas a la costa, repitiendo a través de ecos el único rastro que dejaban atrás las olas en el mundo antes de deshacerse para luego nacer nuevamente. En algún otro sitio, a lo mejor en un lugar lejano. Quizá esta vez incluso se desplacen una mayor distancia que antes para al final volver a sumergirse. También es probable que la próxima vez que nazcan para morir de nuevo nadie las escuche.

Si nadie las ve destruirse ni nacer, ¿cómo sabemos que estuvieron ahí realmente? ¿Se puede afirmar realmente que, antes de encontrarlas surgiendo y resurgiendo en la orilla, estuvieron ahí antes si nadie las veía ni las escuchaba?

Cuando me meto de regreso a la cama de la habitación y me acuesto, me reconforta la presencia de la mujer que está conmigo. No recuerdo muy bien su nombre, pero sé que es algo que a ella no le importa demasiado.

Ella está sumida en un profundo y apacible sueño, su piel envuelta con las sábanas que había usado para arroparla después de que se derrumbó en mis brazos. Inhalaba el aire de una manera más profunda que antes y lo dejaba ir con calma y con desenvoltura. Su busto subía y bajaba, pronunciando la tranquilidad en la que estaba sumergida cada vez que respiraba.

Un mechón castaño de su cabello reposaba en su nariz, delgada y pequeña como la de una muñeca de porcelana, s un costado de su rostro y en él se reflejaba, brillando, la tenue luz de lq luna. La diminuta nariz se movía al mismo ritmo que su abdomen se expandía y se contraría con cada aliento que daba.

Las olas del mar resonaban dentro del cuarto, y el extraño y eterno discurso del océano se complementaba con el sonido de sus inspiraciones, formando una melodía en la que estaba absorto. Estaba tan perdido en ella que a mi mente la embargaba la misma sensación que cuando escucho, casi a mis treinta, mis canciones favoritas de la infancia. Sólo que no era una canción lo que oía, sino la consecuencia inevitable de no estar sordo. Una nana de cuna que me llenaba de nostalgia y pesadumbrez, pero que al mismo tiempo me arrullaba para que me quedara dormido.

Cuando me acerco a su cuerpo, siento su calidez al aproximarme. Dejé la puerta corrediza de la terraza entreabierta para seguir escuchando el mar, por lo que un viento gélido juega con la cortina tras el cristal y la suspende en el aire a ratos. Es un frío que sólo se siente por la madrugada cuando estás en la costa y cuando estás complegamente solo, tan helado que si ella no yaciera a un lado mío, me estaría congelando. Su calor contrasta tanto con el aire que entra al cuarto que, si fuera una luz, estuviera tan encandilado que no pudiera abrir los ojos, y a mis espaldas solo habría oscuridad.

Pego mi cuerpo al suyo y ella, sin despertarse, como si lo hiciera por instinto, se hace lugar entre mis brazos de manera automática. Tan pronto mi nariz se acerca a su nuca, gira su cuerpo en un movimiento tan natural que parece que sólo cambia de posición mientras sigue durmiendo y hunde su rostro en mi cuello. Puedo sentir el calor del aire que sale por su nariz a la altura de mi clavícula, cerca de mi oreja, y me doy que cuenta que tras respirar el olor de mi cuerpo repega su rostro contra mi hombro. Hay una parte de ella que no sabe que me está olfateando, pero hay otra que sí lo sabe, y me recibe sin dudarlo, como un hijo que visita a su padre, con quien no ha hablado desde que se marchó de su casa antes de su mayoría de edad. Sólo que a ella la conocí esa misma noche.

Sigo pensando en las olas del mar y comienzo a relajarme, tanto así que de pronto mi nariz está sumergida en el avainallado aroma de su cabello. Cuando reparo en ello, noto la partidura de su cabellera, que aún brilla bajo la luna, y me doy cuenta que la fragancia se vuelve más agradable en donde sus cabellos nacen, casi a la altura de su piel. Quizá son los restos del sudor del que estaba empapada mientras hacíamos el amor, que se evaporan y disuelven en el aire con eo calor de mi respiración. Me separo de ella y me quedo mirando su rostro que parece una perla bajo el agua mientras nos baña la blanquecina luz de luna.

Entonces me doy cuenta que somos como las olas. Surgimos, somos, y nos extinguimos. Lo comprendo porque de su aroma surjo, por ella me reparo en mí mismo, y al hacerlo, me sumergo se nuevo y quedo a la espera de resurgir nuevamente.

El eco de las olas y el olor a salitre inundan la habitación y me quedo dormido pensando en cómo la habitación volverá a estar vacía por la mañana cuando cierre la puerta de la tarraza. Volverá a estar vacía, alguien más abrirá la puerta, y una vez más volverá a cerrarse.

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Javier Z.
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