MOCHILAS

jestebanprofe
Magazine de Sastre
Published in
3 min readJun 20, 2016

Cuando uno acaba el instituto, piensa que las abandona para siempre…

Que ya ha cerrado la etapa en la que no debe sentir más los lazos que le vinculan o encadenan a ellas.
Uno piensa que el mero hecho de deshacerse de ellas implica una suerte de rito iniciático que desemboca en una plena explosión de madurez, justo en esta sociedad que ha perdido los caminos que siempre han estado bien delimitados entre la adolescencia y la vida adulta.
Otras sociedades tienen muy claros estos pasos, pero ésta se encuentra en plena definición de continuas y desconcertantes vacuidades… Todos podemos acudir a nuestro imaginario de infantes para encontrar en películas y novelas esas imágenes de imposición de crecimiento en esas otras sociedades.
Pocas cosas más estereotipadas que un/a adolescente portando su mochila, a pesar de la tormenta tecnológica que cada vez más nos invade y enriquece más con su simplificación en este sentido.

El acceso a la Universidad o el comienzo de otro horizonte, bien sea laboral o del tipo que sea, nos impele a abandonar su versátil y práctica compañía por un tiempo, a pesar, también, de las imposiciones de la moda en estos tiempos de Millennials perpetuos.
Pero, desde mi no muy elevada atalaya actual, rondando los cuarenta e inmerso en sus inexcusables crisis, he recuperado la cómoda sensación de portarlas y de llenarlas con cometidos diferentes.
Me refiero, ya lo sabéis, a las mochilas que ya en la edad adulta cargamos y lo hacemos con sumo gusto bien por imposición de la etapa que nos toca arrostrar con deleite -piénsese en este sentido en los padres que portamos a nuestra descendencia…-, bien porque encontramos en ellas el refugio y la excusa perfecta para buscar unos momentos de soledad y de encuentro personal que nos sirvan para oxigenarnos en este mundo moderno, que, parafraseando a la siempre aleccionadora Mafalda, tiene mucho de moderno y poco de mundo.
Pocas cosas tan excitantes como esa imagen en la que uno se coloca solo un asa de la mochila -retomando la imagen de adolescencia que siempre nos va a acompañar- y se ilusiona con los excitantes momentos de libre escapada y de abandono temporal de las rutinas que nos acompañan.
¡Ay! Es tan efímero ese abandono temporal…
El que esto suscribe es padre de familia numerosa, conviene recalcarlo de forma bien meridiana.

Si entramos ya en unos cuantos detalles de las mochilas que me acompañan en mi día a día, puedo desvelar la clásica laboral (también en formato bandolera o en otro más clásico, y de mayor empaque, como la cartera de mano); la clásica también de escapada deportiva (léase la que corresponde al gym, la del tenis o la del ya más que consabido y esperado running); la siempre imprescindible en mi caso que porta material fotográfico, ese gran lenguaje de visión de la realidad con toques poéticos que nos hace trascender la cotidianidad; la mochila familiar, en la que no faltan toallitas, pañales, bocatas envueltos en papel aluminio siempre mordisqueados, botellitas de agua, etcétera; la del trekking, cuya práctica siempre nos ofrece pensamientos de nobleza en nuestro pecho, al estilo de los pensamientos tan magnos que describen los clásicos homéricos.

El mercado, ¡ay!, nos las ofrece de todo tipo y condiciones y casi nos obliga a tenerlas iguales, solo que cambiando algunos matices que hacen que pensemos en unas o en otras en función de cómo encajen o no en nuestro siempre intenso día a día.
¡¡¡Dichoso mercado!!!
Llegados a este punto, y cerrando este tiempo que tan amablemente me cedéis, pregunto, interpelo al amable lector: ¿cuáles son las tuyas? ¿Cómo te acompañan y te vinculan a ese/a adolescente que siempre nos va a acompañar?
Y al que, por cierto, nunca debemos renunciar para vivir con un poquito de Rock and Roll...

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