Gracias

Jonathan Martell
Jonathan Martell
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4 min readMay 5, 2021

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Javier e Iván Martell Medel.

“La familia es una de las obras maestras de la naturaleza”.

– George Santayana, filósofo español-americano.

Sábado por la tarde, casi a las tres de la tarde. Se celebraba un año más del cumpleaños honorífico de mi abuelo que no pude llegar a conocer. Toqué el timbre. Era mi tía que con una gran sonrisa y con un abrazo cálido, me daba la bienvenida a su casa. Mientras caminaba a la sala, de pronto, sentí un jalón en el brazo, seguido de una lamida en la oreja. Era mi tío Ivan. Lo abracé y tomé de los brazos para sentirlo más de cerca. Sonreí y me alejé para saludar a los demás, como siempre solía hacerlo. No imaginé que aquel momento, ese saludo peculiar — con jalón y beso — sería una de las últimas veces que lo viviría.

Mi tío, tenía

Mi tío, tenía Síndrome de Down, era el último de los siete hermanos de mi papá. El acto de jalarme del brazo — para estar cerca o besarme — lo había repetido desde siempre. Recuerdo que cuando tenía seis años, hasta tenía un poco de miedo al forcejeo o alguna reacción no esperada. Conforme pasaron los años, me quedaría claro por qué lo hacía, es más, ahora yo era el que lo tomaba del brazo y le daba un beso en la cabeza mientras lo abrazaba con fuerza. Era su manera natural de demostrarme amor y felicidad.

Mi tío, me enseñó el demostrar entusiasmo al apagar una velas cada vez que teníamos un cumpleaños. Era el primero en pararse junto a la torta y esperar con ansias el término del happy birthday para llenarse los pulmones con mucho aire y expulsarlo hasta que la llama era apagada. Su sonrisa, saltos y palmas posteriores, cerraban el momento de felicidad.

Mi tío, me enseñó a disfrutar de lo que uno hace. En cada reunión, siempre aparecía con su maleta o bolsa, llena de revistas. Las llevaba a todos lados. Recuerdo que cuando uno se le acercaba, abría su revista, te mostraba alguna foto y — con su dedo y un sonido — señalaba un rostro. Me quedó claro que si uno disfruta lo que hace, no importa el lugar, uno siempre lo puede realizar. Lo único necesario, es hacerlo. Lo dejó claro cada vez que mis tíos querían impedir que lleve su maleta a todos lados. Él muy decidido, dejaba de caminar y moverse hasta conseguir lo que quería. Siempre lo lograba.

Ese mismo día, luego de ser jaloneado por mi tío, saludar efusivamente a la familia y luego de unos piqueos infaltables al llegar. Mi tío Javier, como siempre muy atento, me recibiría con un vaso de cerveza. Recuerdo que ese día, llevaba un reloj negro en el brazo — me parece que mi primo se lo había regalado por su cumpleaños — un polo a rayas y los bigotes bien marcados que lo hacían parecerse mucho a mi papá. Junto con otros tíos, en círculo, nos disponíamos a tomar mientras conversábamos de diferentes temas, generalmente de fútbol o de alguna historia ocurrida durante su juventud.

Los minutos pasaron, almorzamos la jugosa parrilla que habían preparado, cantamos el cumpleaños y terminamos con los clásicos vinos. Mis tíos compraron más cerveza, las que nos dedicamos a terminar entre los que quédabamos. Antes de irme, recuerdo que al despedirme de mi tío, lo abracé y entusiasmado le dije que lo quería, me parece que fue la primera vez que se lo decía — no suelo ser muy expresivo — pero sentí la necesidad de transmitirle mi cariño con palabras. Esa sería la penúltima última vez que lo vería y esas palabras transmitidas por primera vez, serían una de las últimas.

¿Qué me respondió? “Yo también hijo”. Pasado unos meses de su partida, recién caigo en la cuenta que siempre me decía ‘hijo’. Para él, era natural llamarnos de esa manera a sus sobrinos y para mí, era natural escucharlo. Ahora, me doy cuenta que esas palabras significan mucho más que un ‘hola’, siempre fueron palabras de afecto y cariño, palabras para transmitir el aprecio hacia otra persona.

Y ese acto de cariño, no solo se manifestaba en palabras si no con acciones. Ofreciéndome un vino o tan solo preguntándome “¿hijo quieres más? toma”, dándome una porción extra de torta o comida, cuando ya se había acabado, sin importar que él se quedara con menos. De chico, no sabía por qué lo hacía ¿dejar de saborear algo tan rico para dárselo a alguien más? Ahora, queda claro el aprecio que nos tenía.

Más de un año luego de aquella reunión, lamento que ya no podamos volver a vernos físicamente, reírnos con toda la familia, crear más historias juntos y sentir que todo regresará a la normalidad. La vida es efímera, se va en cualquier momento. Pero esto no se acabó, el impacto que han tenido en mí lo llevaré por siempre, y cada vez que me pregunten por mi tío Ivan o tío Javier, contaré orgulloso cada una de sus historias, tomaré en cuenta lo que me han enseñado y las llevaré conmigo para seguir creando nuevas historias.

Gracias por tanto, estén donde estén, los quiero mucho.

“La vida de cada persona termina de la misma manera. Solo los detalles de cómo vivió y cómo murió distinguen a una persona de otra”. — Ernest Hemingway.

¡Que tengas un buen día!

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