Tirando el micrófono (II)

Jonathan Martell
Jonathan Martell
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4 min readNov 30, 2023
Lima. Junio 2012.

“No hay mayor agonía que llevar una historia no contada dentro de ti”.

Maya Angelou, poeta estadounidense.

Lee la primera parte aquí.

Tan esperado día llegó. Estamos emocionados y a la vez confiados de poder ganar el concurso. “El esfuerzo y estrategia nos dará resultado”, pensamos.

¿El lugar? El auditorio del colegio San Agustín, a pocas cuadras del centro financiero de Lima: San Isidro.

¿La atmósfera? Parecía sacada de un programa de televisión, con globos, cámaras, animadores. Nuestro equipo, felizmente vestido de color cyan, listo y preparado para dar el máximo esfuerzo.

El momento había llegado y teníamos que subir al estrado. Con la música sonando y los ánimos de la hinchada de cada casa, el concurso estaba a punto de comenzar.

Lima. Junio 2012.

Nos hicieron la primera pregunta. Debatimos en equipo para conocer la respuesta. En mi caso, sabía la respuesta pero dudé al ver que un compañero, con firmeza, decía que era otra. Todos afirmaron que era así. Dimos la respuesta al micrófono y, segundos más tarde, nos dimos cuenta de que era equivocada.

Lima. Junio 2012.

Me lamenté un poco por haberme quedado callado, pero pensé: “Bueno, hay más preguntas. Seguimos”. Los otros dos equipos contestaron sin problemas. Pasamos a la segunda ronda, acertamos, al igual que los demás equipos.

Aquí comenzaría el gran problema.

El animador del concurso nos informó que habíamos quedado descalificados, ya que dentro de las dos rondas, éramos el único equipo que había fallado. No recordaba bien, pero se suponía que se realizarían rondas de alrededor de cinco preguntas para pasar a la siguiente fase, donde solo dos equipos concursarían.

Sin embargo, eso no sucedió. ¿La consecuencia? Sentí que era injusto y reclamé, haciendo énfasis en que las reglas habían sido diferentes. El conductor, desconcertado, consultó para verificar. Confirmó nuestra derrota, alegando que, por temas de tiempo, habían decidido acortar el concurso.

A pesar de nuestros reclamos, nos reafirmaron que estábamos descalificados. En ese momento, mi frustración y enojo explotaron. ‘La sangre se me subió a la cabeza’ y, sin pensar, aparté el micrófono y me alejé furioso. Al darme cuenta de que el micrófono estaba en el piso, regresé, lo levanté, pedí disculpas al público con un gesto de la mano, pero de todas maneras bajé del estrado.

Me senté en primera fila, sin querer saber más del juego. La situación me parecía demasiado injusta.

Al terminar el concurso, mis compañeros y amigos del trabajo me indicaron que mi comportamiento no había sido el adecuado, aunque entendían mi frustración.

Intenté cambiar de tema, pero algunos gerentes se acercaron para expresar su comprensión y lamentar lo ocurrido. Sin embargo, por dentro, sabía que no había actuado correctamente.

Al día siguiente, mi jefe y la gerenta de la división hablaron conmigo. ¿El resultado? Tenía que disculparme con el gerente de recursos humanos para evitar una sanción mayor.

“¿Yo disculparme? Pero deberían ser ellos quienes se disculpen conmigo”, pensé.

Me disculpé, pero enfaticé que no estaba de acuerdo con la manera en que nos trataron. Recuerdo claramente cómo, molesto, comentaba la situación durante el almuerzo, pero una persona, quince años mayor que yo, me señaló que estaba enfocando mal la situación y que la madurez me haría ver las cosas desde otro punto de vista. Me negué a aceptarlo.

¿El resultado final? Nos dieron un premio mayor por las molestias causadas. Podíamos elegir cualquier destino en Perú para dos personas. Decidimos ir a Iquitos, a un lodge en medio de la selva, por más días de lo planeado. Fue una gran experiencia.

Han pasado once años de aquel suceso. ¿Me arrepiento? No, actué de acuerdo a lo que sentía en ese momento, aunque no haya sido la manera ‘correcta’. ¿Estuve mal? Sí, pero eso no cambia el hecho de que lo hubiera hecho de todas formas. ¿Lo volvería a hacer? No, creo que fue parte de mi crecimiento personal, una experiencia que me permitió fallar, reflexionar y aprender. Y es precisamente ese aprendizaje el que me guía a tomar mejores decisiones en el presente.

¿Mi conclusión? No temer equivocarse, seguir siempre lo que dicta el corazón y aprender de los errores cometidos. Y siempre, pero siempre, ver con optimismo cada situación que nos ocurre en la vida. Todo pasa por algo y, al final, todo cobra sentido.

Equivócate más, aprende más. Tu yo del futuro te lo agradecerá.

“Una de las misteriosas leyes de la vida es que descubrimos siempre tarde sus auténticos y más esenciales valores”.

Stefan Zweig, escritor austríaco.

Publico nuevas historias, todos los miércoles y domingos. Léelas aquí.

¡Que tengas un buen día!

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