Excusas

Relatando en corto

Juntando letras
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4 min readSep 27, 2018

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Los martes son días agradables para Robledo. A las 9:07 entró a la oficina, encendió el ordenador y dejó caer su bandolera de cuero falso sobre la mesa golpeando el teclado. Unos tres minutos más tarde cogió su taza de café, que ya tiene tres muescas de las veces que se le ha caído al suelo y se fue a la cocina. Bebe con la mano izquierda aún siendo diestro, porque es la única manera de no hacerse la boca un Cristo. Tomar café se ha convertido en su particular salto de valla alambrada ceutí.

37 minutos más tarde, Robledo volvía a su sitio. Aún le quedaban por delante siete horas y 53 minutos de mirar la pantalla haciendo scroll, hacia arriba y hacia abajo, en un documento de Word en el cual no tenía ninguna intención de añadir ni una sola coma. Lo más importante es pasar desapercibido.

Pero a veces, ni siquiera mimetizarse con las plantas de plástico de una oficina es suficiente para no terminar enfangado. Robledo ya se había tomado su café mirando por el ventanal, con la vista clavada en el paso de cebra que se sitúa a 36 metros debajo de su oficina y que le conduce de vuelta a su casa. Llevaba una hora y 54 minutos mirando su monitor cuando a las 11:41 sonó el teléfono.

Aquello implicaba alargar el brazo más allá del ratón. El teléfono de la oficina era de cable corto y estaba pegado a la pared del cubículo. Era muy incómodo, aunque lo peor era la incertidumbre del mensaje que podría portar aquel megáfono de tirano.

El teléfono sonó nueve veces. Los vecinos de cubículo de Robledo comenzaron con su habitual concierto de resoplidos en el tercer tono. Y cuando él contestó con un simple interrogante, le vomitaron en el oído un montón de palabras imperativas que le citaban en 19 minutos en el despacho del director. A lo que siguió su respuesta: “no puedo, tengo reunión con cliente”.

La única forma de escapar a una reunión es mediante una contrareunión, la cual pierde validez si es con un trabajador de la misma empresa de menor rango al convocante que convoca en última instancia. Por eso, las reuniones con cliente son el as en la manga.

Ahora Robledo tenía exactamente 17 minutos para conseguir agendar una reunión con algún cliente. Con lo bien que pintaba el martes. Además es sabiduría popular que cuando un día empieza torcido es difícil que se enderece.

Lo tedioso que es marcar números manteniendo el brazo extendido, mientras luchas contra el cable en espiral del auricular, solo lo supera tener que conversar con secretarias que mimetizan la imbecilidad de sus jefes. Responden al teléfono con ese tono desganado, con el que consiguen hacer que un sí dure como unos 15 segundos y suene a rueda dentada en ralentí.

El señor González del Santander, seguramente por encontrarse en una situación parecida, aceptó reunirse. Así que a esa llamada le sucedieron 1 hora y 58 minutos de reunión en la que en realidad no se dijo absolutamente nada y sin embargo se vendió un proyecto por valor de 200.456 euros más IVA y costes de viajes y dietas aparte.

A las 17:43 sonó el móvil de Robledo. Ignoró la llamada. Pero su amigo José es insistente como un martillo en manos de un torturador. A la quinta llamada, a las 17:46, lo cogió. Le invitaba a comer el sábado a las 14:00. A la invitación siguió la respuesta negativa de Robledo: “no puedo, tengo mudanza”.

Los 44 minutos restantes de jornada laboral Robledo los pasó en Idealista, es el precio que hay que pagar para escaquearse de ciertas cosas. Después de una búsqueda poco fructífera le quedaban unas 100 horas más para conseguir un piso. Y tendría que dedicar una parte a dormir y otra a hacer cajas. En qué momento se torció la semana y de qué manera. Justo cuando le estaba cogiendo el gusto a su actual piso.

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