Malos humos

Relatando en corto

Juntando letras
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5 min readSep 21, 2018

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El cigarrillo que Fernando sostenía entre sus dedos estaba casi tan consumido como su vida. La ceniza rozaba el filtro mientras los dedos del viejo “Frenando”, como le llamaban sus amigos antaño, se negaban a soltarlo.

Sentado en uno de los bancos del parque, con la barbilla apoyada en su bastón, observaba a la gente. Entre sus párpados caídos y el ala de su sombrero era casi imposible saber qué miraba exactamente, solo se podía intuir.

Pasaron a su lado dos señoras, con un exceso de laca en el pelo, sombreros adornados y perros enanos, hiperactivos, con sus correas con la bandera de España y su lacito en la cabeza, que las arrastraban de un lado al otro del parque con la correa. Las mujeres se lanzaban palabras la una a la otra a gritos con sus esas voces tan agudas que uno preferiría escuchar el sonido de un tenedor raspando una pizzara. Quizá era por su falta de audición, en cualquier caso escucharlas hacía que te doliésen en los oídos. Fer, empezó a farfullar en cuanto estuvieron cerca de él. Nunca se entendía nada de lo que decía, a excepción de alguna palabrota. Lo que estaba claro es que fuera lo que fuera que dijese, no era nada bueno.

Dio una última calada al cigarro, exhaló el humo que recorrió las arrugas de su rostro como la niebla los barrancos. Tiró la colilla al suelo. Plantó su pie para encima de la colilla, dio dos giros bruscos de tobillo y lo apagó, como quien pisa una cucaracha con el desprecio apropiado.

En uno de los céspedes del parque jugaban unos niños. Los sábados ese lugar debía ser un infierno para Fernando. Era un tipo que aprecia la tranquilidad, algo que esos pequeños terroristas eran incapaces de valorar. Era tanto el griterío que silenciaban el canturreo del agua de la fuente. El viejo tenía la cabeza orientada hacia ellos y si bien siempre se le veía de mala leche, en este caso estaba fermentando. Había alzado su labio superior y bajó las comisuras arrugando su cara un poco más de lo que ya la tenía. Con desdén volvía a farfullar mientras sacaba otro cigarro de la cajetilla con sus dedos amarillos.

Se calló para encender el cigarro y miró hacia quienes debían ser los padres de aquellos niños. Estaban sometidos a la voluntad de esos pequeños tiranos. Siguió diciendo cosas. Imagino que sería lo típico de los viejos de que ya no se respeta nada, que cuando él era un niño si su padre le decía algo ni se le ocurría responder y todas estas cosas de añoranza de un pasado que siempre fue mejor.

Antes incluso de que diese por finalizado su retahíla de improperios, una pelota rodó hasta los pies de “Frenando”. Unos niños un poco mayores jugaban en otro de los céspedes, uno de ellos no controló en un tiro a la portería imaginaria y fue a parar allí. Los niños, con cierta educación colocaron el señor delante de su petición como les habrán enseñado en la escuela. Le pidieron al viejo que les pasara la pelota. Fernando había mirado la pelota, había girado su cabeza hacia los niños, había vuelto a mirar la pelota y luego había clavado de nuevo la vista al frente. Pero no hizo nada durante unos segundos. Entonces alzó la cabeza un poco, cogió el bastón por la mitad, le dio la vuelta y golpeó con el asa la pelota en dirección opuesta a los niños. Uno de ellos lo llamó gilipollas y echó a correr detrás de la pelota. Al pasar al lado del banco, Fernando hizo un gesto como si quisiera golpear al niño con el bastón. El niño aceleró el paso.

Menudo día le estaban dando. Colocó de nuevo su cabeza sobre el bastón y siguió fumando. Pasado un rato, un niño muy pequeño se acercó a Fernando. Le saludó con una voz muy aguda y antes de que le pudiese responder se sentó en el banco, a su lado. Fernando comenzó con su farfullo.

–¿Qué dices? –dijo el niño.

No hubo respuesta.

–¡Cómo gritan esos niños! Gritan tanto que mi madre no me oyó cuando la estuve llamado. Ahora no sé dónde está.

Fernando le miró. No dijo nada pero hizo un leve gesto con la cabeza. Ese niño era raro y eso debió de gustarle.

–¿Eres una persona importante? Los bastones son de persona importante. Mi abuelo también usa bastón y mi madre siempre dice que él es una persona muy importante. En su pueblo, todos le conocen y le saludan por la calle.

Una bocanada de humo creó una barrera entre el niño y Fernando, que parecía querer esconderse.

–¿Qué es eso que tienes en la mano? ¿Es una piruleta con humo? ¿Tienes una para mi? Mi madre siempre me compra una piruleta cuando vamos al parque.

Fernando sacó otro cigarro de la cajetilla, lo encendió con el que se estaba fumando y se lo dio al niño.

–Póntelo en los labios y aspira fuerte–gruñó.

El niño cogió el cigarro y trató de inhalar. Al aspirar el humo tosió como si se le fuera a salir la boca, puso cara de asco e hizo unas burbujas de saliva con la boca, como intentando escupir sin saber bien cómo hacerlo.

–Muchas gracias pero esta es la peor piruleta del mundo. Le voy a decir a mi madre que te compre una, esta está malísima. ¡Qué asco!

Las toses alertaron a la madre que debía estar buscando a su hijo. Se acercó corriendo, golpeó la mano del niño. El cigarro cayó al suelo y entonces la mujer miró a Fernando con la cara desencajada y las cejas a punto de saltarse. Antes de que pudiese hablar su hijo la miró y dijo:

–¡Mamá, vamos a comprarle una piruleta al señor que las suyas son muy malas!

–¡Usted está loco! ¡Cómo se le ocurre darle un cigarro a un niño! ¡Tiene cinco años! ¿Está mal de la cabeza? ¡Le voy a denunciar!

La mujer cogió al niño por el brazo y se alejó a toda prisa del banco, de la fuente y se dirigía a la salida del parque. El niño se giró para mirar a Fernando y él, hizo una pequeña mueca, que es lo más parecido a una sonrisa que nadie en aquel parque le habrá visto hacer. Entonces se agarró el ala del sombrero y asintió al niño.

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