Pan con salchichas

Relatando en corto

Juntando letras
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4 min readSep 29, 2018

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Mercedes estaba en la cocina de su apartamento tratando de devolver la forma a dos garrafas de agua vacías. Con la mano izquierda sostenía la botella y con la derecha introducía un palo con el que hacía fuerza en las abolladuras que se habían formado con el uso. Las manos le temblaban.

Aunque las botellas se veían usadas tenían las etiquetas como nuevas. Mientras hurgaba en el interior de las garrafas, su hijo Adrián la miraba desde el marco de la puerta. Ella ya no le devolvía la mirada, pero eso no era cosa de aquel día. Desde hacía algún tiempo su vista ya no subía más allá de los pies de la persona con la que hablaba.

Adrián la seguía mirando mientras ella se preparaba para emprender su marcha de la vergüenza particular, ese paseo que la llevaba hacia la fuente del parque a rellenar las garrafas. Siempre iba hasta allí a la hora de la siesta, con la esperanza de que nadie la viese. A esa hora hacía demasiado calor para estar en la calle. Y en el peor de los casos, si alguien tuviese que verla volviendo a casa con las garrafas, sería creíble que acabase de comprarlas en el supermercado.

Hacía meses que le habían cortado el agua. No tenía dinero para comprar tantas garrafas como les hacían falta en casa, ahora que se había metido el calor en la ciudad. Los dos euros con cincuenta y nueve céntimos que pagaba cada dos días en el supermercado para comprar un pan y tres paquetes de salchichas, de los de tres por dos euros, eran el único lujo que se podía permitir.

Aquella mañana, Adrián encontró a su madre llorando en la cama. Él se acercó, la abrazó todo lo fuerte que pudo y le preguntó qué es lo que le pasaba. Con sus solo ocho años ya era capaz de abarcar a su madre y que le sobrase brazo para hacerlo. No es que Adrían fuese un niño muy grande, pero Mercedes había menguado desde hacía unos nueve meses.

La madre trató de calmar a su hijo, se secó las lágrimas con sus dedos blancuzcos y le dijo que no se preocupase, que no pasaba nada. “A mamá solamente le duele la barriga”. ¿Cómo se le explica a un niño que su madre no sabe cómo darle de comer ahora que se terminan las clases y no va a tener comedor al mediodía? El pan ya no será suficiente para darle de cenar dos días. Y si Adrían ya se quejaba de que se sentía muy cansado siempre, cuando al menos comía algo de verduras y carne en el comedor, ¿qué sería de él ahora?

Mercedes se había pasado alguna noche por los contenedores que están por fuera del Mercadona de su barrio. Pero allí había peleas entre mendigos que se disputaban el festín que la fecha de caducidad les proveía. Trató de coger unas galletas y unos yogures la noche que fue, pero se llevó una patada de una pareja de toxicómanos que decían haberlos visto antes.

Una vez consiguió robar unas peras pequeñas en el supermercado, escondiéndoselas en la manga de su suéter que ya le quedaba holgado. Aquello le generó tantos nervios que vomitó, lo poco que tuviese aquel día en el estómago, dos bloques más allá de la tienda.

Quedaban tres semanas para que empezasen las vacaciones de verano para Adrían. Veintiún días para darle un giro a su vida. El tiempo se convertía en una soga áspera que de repente sentía muy cerca de su cuello, y cada día se ajustaba otro poco. Debía conseguir algún tipo de ingreso más allá de las monedas que algunos se dejaban en los carros del supermercado. Para conseguirlas tenía que pasar horas al Sol en el parking del centro comercial. Su otra fuente de ingreso provenía de atascar la máquina expendedora que había junto a la entrada del mismo aparcamiento y que normalmente la gente conseguía desatrancar, con lo cual tampoco era una fuente muy fiable. Además el personal de seguridad ya la tenían bastante fichada.

Aquel día que Adrián descubrió a su madre llorando en la cama, ella le llevó al colegio como el resto de días. Después de dejarle allí, aprovechó la mañana para ir a la panadería que estaba al lado del colegio a entregar un currículum.

Ya había entregado uno allí hacía unos meses, pero tenía que intentarlo de nuevo, no podía arriesgarse a dejar fuera de su búsqueda negocio alguno que tuviese al alcance. Los dependientes y encargados solían mirarla de arriba abajo varias veces mientras les hablaba. Estaba tan delgada que se vislumbraba un aire de sospecha en las personas que trataban con ella. Las ojeras le hacían un flaco favor. Las personas juzgan mucho más rápido de lo que escuchan y el estereotipo de los toxicómanos está muy presente en el imaginario colectivo.

De ahí Mercedes se fue a entregar otro currículum a la pescadería. En cada sitio al que iba decía lo mismo, “por favor, puedo trabajar de lo que sea, puedo limpiar, puedo cargar, puedo ocuparme de la caja, lo que sea, incluso puedo ocuparme de su casa si no tiene trabajo para mí aquí, por favor, tengo un hijo y necesito trabajo”.

Para cuando salió de la pescadería, la encargada del horno de pan ya había roto el currículum sin mirarlo siquiera.

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