Con el tatuaje de un cerezo en flor, que evoca un recuerdo de infancia, Bárbara Maynard, cubrió las cicatrices de una abdominoplastía mal ejecutada. Foto por Macarena Figueroa.

Tapar el pasado con tatuajes

En este reportaje te contamos las historias de personas que quisieron cubrir con tinta cicatrices que quedaron luego de sufrir cáncer de mamas, cirugías mal hechas y heridas auto infligidas. Los tatuadores han perfeccionado sus técnicas para lograr un mejor acabado en los cuerpos de sus clientas, reconstruyendo ombligos y pezones mamarios, además de diseños que deben amalgamarse con los baches de la piel.

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7 min readDec 12, 2018

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Por Gabriela Tapia

En el verano de 2012, Bárbara Maynard, administradora de un centro de estética, se sometió a una abdominoplastía, intervención quirúrgica que consiste en extirpar la piel sobrante del abdomen. La operación que, según ella, debía embellecerla no cicatrizó y tuvo que ser sometida a cuatro intervenciones posteriores. Ya de vuelta en su casa, de la herida comenzó a brotar un líquido oscuro, casi negro, lo que la obligó a internarse producto de una infección generalizada en su zona abdominal.

El tatuaje de Bárbara recorre de derecha a izquierda todo su abdomen./Foto de Macarena Figueroa.

Luego de un año desde la primera intervención, su vientre estaba lleno de marcas de los tubos de drenajes, cortes y estrías. “Me sentía horrible, me miraba al espejo y me acordaba de todo lo que había pasado, tuve que ir a Valdivia, porque mi médico era de allá, sin mi familia, lejos, sola a internarme en un hospital, lo pasé muy mal”, afirma Maynard mientras mira concentrada su reflejo en los espejos del salón.

Para escoger el diseño, decidió cubrir un recuerdo triste con uno alegre. “La primera flor que un chico me regaló cuando tenía ocho años fue una ramita de cerezo en flor”, dice Bárbara. Esta flor en la cultura oriental significa esperanza, femineidad y renacer.

Para Bárbara Maynard, este tatuaje resignificó su cuerpo, el amor propio y la experiencia de su operación fallida. Esta intervención además de las cicatrices de su abdomen le quitó su ombligo, el cual reconstruyó el tatuador con un juego de luces y tonos más oscuros.

“Me encanta mi tatuaje y ya no me acuerdo de todo lo que me pasó, no me viene a la memoria, solo veo lo lindo, porque dentro de eso también disimulamos el ombligo que a mi me encantaba”, dice orgullosa Bárbara y con la frente en alto.

Borrar las marcas

Florencia Landaeta (26), más conocida como Polilla Tattoo, ha trabajado con cientos de personas que buscan tapar cicatrices de heridas auto infligidas. La tatuadora cuenta que cada marca incluye un universo de diferencia: “Por lo general la gente llega con su problema y te dice que les acompleja, ahí te preguntan qué se puede hacer para cada estilo de cicatriz”.

Landaeta atiende en el estudio El Bosque, entre paredes grisáceas que encierran un amplio salón con cerca de cinco camillas negras de cuero. Al lado, está su estación de trabajo: guantes, agujas, zonas estériles, gasas y ungüentos, son algunos de los elementos que utiliza. De fondo, se escucha rock y el zumbido constante de las máquinas, que solo se detiene cuando la tatuadora limpia los restos de tinta y sangre que brotan de la herida recientemente abierta. La aguja vuelve a hundirse unos pocos milímetros sobre la piel del paciente, lo suficiente para que en su cara se vea una leve mueca de dolor.

Polilla, que ejerce en el rubro desde hace cinco años, afirma: “mientras más profunda sea la herida, la piel cambia con sus capas, entonces la tinta no entra de igual manera que en una piel sana”.

Sobre un mesón, la tatuadora sumerge la punta de la máquina en las tintas, como si se tratara de un pincel en una paleta de colores, con la piel como su lienzo.

Reconstruir lo perdido

Alejandra Valencia (45), cosmetóloga en Centro de Cirugía Estética (CCE), tatúa hace ocho años pezones en mujeres que los han perdido por el cáncer de mama. “Llegan cuando tienen el implante puesto, entonces tienen el volumen, pero no el color. Mi trabajo es solo color, jugar con luces y con las sombras”, aclara la tatuadora.

El blanco inunda el Centro de Cirugía Estética (CCE), donde los profesionales recorren con sus delantales un pasillo largo que da paso a varias consultas. En una de ellas, un estante lleno de pequeños frascos con distintas tonalidades para tatuar. Aquí recibe Valencia a sus clientes.

Algunos de los instrumentos que utiliza Alejandra para reconstruir. /Fotos por Natalia Mujica

La cosmetóloga comenta que este procedimiento no es solo físico, sino mental. “Ellas dicen una palabra bien fuerte, que yo no estoy de acuerdo y siempre les rebato, dicen que vuelven a estar completas. Parte de mi forma de hacer tatuajes es eso en cierto modo, completarlas emocionalmente también y decirles que no importa”, asegura Alejandra.

Lukas Cáceres hace un trabajo similar, es tatuador en el estudio Shangri La y desde 2007 trabaja en el rubro. Hace cinco años comenzó a tatuar mujeres que habían perdido el complejo areola-pezón por el cáncer.

Su estudio se encuentra en una pequeña calle aledaña al metro Baquedano, cuya entrada está enmarcada de diseños dorados que evocan la cultura tibetana. Murallas oscuras hacen resaltar los adornos y la joyería que se esconde tras vitrinas que llenan el lugar.

El estudio Shangri La está ubicado en Arturo Bulnes 057. /Foto por Javiera Águila.

Lukas Cáceres menciona que el caso que más lo impactó fue el primero en el que trabajó desde que, de manera gratuita, se evocó a tratar mujeres aquejadas por este mal. “Recuerdo que un día me dicen ¿tú puedes hacer esto? y dije veamos qué sale”. Quien le preguntó era un amigo suyo, que le pidió que tatuara a su mamá quien hace poco tiempo había sido dada de alta del cáncer.

El proceso fue lento al comienzo: estudio de color de piel, comparación con la mama que no había sido afectada por el cáncer, hacer sentir segura a la clienta. Este proceso requiere que el tatuador se haga parte de la intimidad de quien atiende.

“Hay que considerar la simetría, el implante igual es distinto a la caída natural del pecho, entonces siempre hay uno más levantado que otro, un poco más hacia la izquierda, entonces yo tengo hacer que visualmente se vea un poco más parejo”, explica Cáceres.

Fotografías de una de las reconstrucciones de pezón realizada por Cáceres en la mama derecha.

“Tratarla me ayudó a comprender todo lo que yo hacía. Que se pusiera a llorar cuando lo vio me hizo un click, para seguir aprendiendo, superándome y hacer un mejor trabajo”, afirma con una sonrisa Lukas, quien hasta el día de hoy mantiene contacto con ella y agrega: “Tatuar se puede abordar de varias aristas, por ejemplo, lo sanador que es para las mujeres, en este caso, hacerles la reconstrucción del pezón. También en lo personal, el desafío que significan estos casos”.

El tiempo y las flores

Fernanda Valverde (18) cubrió las cicatrices de su antebrazo. Cerca de una decena de pequeños cortes de distinta profundidad son marca permanente de una enfermedad que la atormentó durante su adolescencia. La joven fue diagnosticada hace cinco años con un trastorno bipolar luego de varias crisis e intentos de suicidio. Tras el diagnóstico dice que se le hizo más fácil comprender su mente y desde ahí comenzó a mejorar con ayuda de profesionales de la salud que la apoyan hasta hoy.

Fotografía del día en que Fernanda Valverde se tatuó para cubrir sus cicatrices. /Gentileza de Fernanda Valverde.

Antes de tatuarse, Valverde restringía su vestimenta a ropa oscura y manga larga, para que nadie fuera capaz de ver sus marcas. Mientras pasa sus manos sobre el tatuaje en su antebrazo asegura: “de cierta forma asumía todo lo que viví y me aceptaba con eso, pero aun así era incómodo que la gente me viera los brazos y me dijera o preguntara cosas todo el tiempo”.

A tres años de su último intento de suicidio en 2016, Fernanda fue a tatuarse con el apoyo y autorización de sus papás, cubriendo con algo significativo su dolor. “En 2016 falleció mi madrina, que era una persona súper importante para mí, quería recordarla de alguna forma y me hice un tatuaje en honor a ella tapándome las cicatrices”, recuerda la estudiante.

Fernanda Valverde cuenta que el tatuaje le ayudó a asumir todas sus vivencias y hacerlas parte de su vida sin sufrir por ello.“Me sentía muy contenta, porque ya no veía las cicatrices y a pesar de que algunas eran muy profundas y no se podían tapar, el tatuador igual intentó darle un efecto para disimularlas. Entonces siento que se fue esa parte mala, además lo veo y recuerdo a mi madrina, me hace sentir bien”, asegura Fernanda.

Sobre la autora: Gabriela Tapia es estudiante de periodismo y escribió este artículo como parte de su práctica interna en Km Cero. El reportaje fue editado por Macarena Figueroa y Paula Santibáñez.

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Periodismo universitario, reporteado y escrito por estudiantes de la Facultad de Comunicaciones de la UC. www.kilometrocero.cl