El reloj de la Torre Latinoamericana anuncia las 7 de la tarde en la Ciudad de México; el sol comienza a ocultarse tras los altos edificios de paseo de la Reforma, las puertas de los negocios que aún se mantienen abiertos, van cerrando poco a poco. La jornada ha terminado para los afortunados, los privilegiados, los que podemos quedarnos en casa y resguardarnos del contacto con otros seres humanos.
El tintineo de un collar pone en alerta a Coco, una pequeña Shih Tzu que llegó a mi departamento por azares del COVID-19; al escuchar este sonido corre, ladra y salta. Sabe que su momento ha llegado. Sabe que a partir de ahora la atención es para ella. Coco se recuesta, juega con la correa y espera que la puerta de madera se abra.
Para mí el ritual es un poco más elaborado: alisto las calcetas, ajusto el pantalón, me pongo los tenis, tomo el cubrebocas, los lentes, la cartera — hay que aprovechar la aventura para comprar lo que haga falta en la tienda — ¡Ah! y las bolsitas por si las heces… Después, inhalo, exhalo — porque con la falta de fútbol uno ya se agita con cualquier cosa — .
La puerta del departamento se abre y comienza la odisea de salir a la calle: bajar la escalera y abrir el portón — un pequeño respiro — , esperar a que no haya nadie muy cerca y avanzar, saltar de banqueta en banqueta tratando de evitar a las personas, algunas acompañadas de mascotas, otras tan solo transitan como si nada pasara, las patrullas ahora recorren las calles con mayor frecuencia y de ellas se puede escuchar “Quédate en casa, estamos en emergencia sanitaria…” — me siento como delincuente — . Los perros se miran con emoción, se ladran y cuando se disponen a jugar, un ligero jalón en las correas les indica que es momento de continuar la caminata.
En esta época el tiempo se diluye fácilmente, los faroles en la calle se encienden uno tras otro, el cielo se oscurece, los autos desaparecen y las calles quedan solas. Si el oído se agudiza un poco y se levanta la vista, con la llegada de la noche la fauna citadina se hace presente. Las cucarachas ya no se asustan si caminas junto a ellas y las ratas juegan de un lado al otro sin reparo alguno… se aprieta el paso para regresar a casa.
Es aquí cuando las voces cobran vida — no hablo de las voces en mi cabeza preguntándome por la renta, el teléfono, los kilitos extra… esas nunca se callan — , “¡Eh! una moneda”, “¿me da pa´ un taco?”, “¿cómo se llama el peluche?”. En otros momentos solo son miradas acompañadas de balbuceos, mientras su brazo se levanta con poca fuerza y te señala como si no quisieran que te fueras, que los escucharas, algunos solo caminan y deambulan jalando una cobija, una bolsa, otros más se reúnen en grupos para compartir una botella de activo y los más afortunados traen a cuestas alguna mochila con sus pertenencias. Medio peinados, medio aseados, se acomodan bajo las cornisas de los locales y se preparan para pasar la noche.
Ellos son los invisibles; los que no tienen la opción de quedarse en casa durante la contingencia, los que no saben sobre la sana distancia, ni el gel antibacterial, ni los cubrebocas, tampoco están al tanto de la crisis económica o el cierre de fronteras. Ellos no escriben que están aburridos ni se preocupan por qué van a cocinar el día de hoy. No saben de contagios ni de muertos por COVID-19, no se entristecen por que cancelaron su viaje o su concierto. No se preocupan en tener que activarse para quedarse en la talla adecuada; ellos no piensan en qué es lo primero que van a hacer cuando termine la cuarentena… ¿Cuál cuarentena? ¿Cuál virus?
Si uno voltea la mirada y se agudiza un poco el oído, los invisibles cobran vida…
Una rola del maestro Rockdrigo González para pensar en esta Vieja Ciudad de Hierro