La guerra continúa

Matt Hassan
Políticamente Incorrecto
3 min readDec 2, 2016

Surgió durante los 90 en los Estados Unidos y, como suele pasar, llegó al resto del continente una década más tarde. La idea de una culture war entre liberales y conservadores se editó en América Latina como la batalla cultural que, en vez de ordenar una variedad de controversias de tipo social en torno a dos bloques ideológicamente reconocibles, corrió el eje del debate hacia la economía en el momento en que un modelo asociado como liberal transitaba su agotamiento y la prédica del neokeynesianismo cepalino regresaba triunfante.

En cierta forma tenía sentido. Las latinas siempre fueron sociedades de fuerte arraigo conservador que nunca integraron sus economías al mundo fácilmente. Cuestiones como el aborto, la homosexualidad o el consumo de drogas ilegales no resultaban de especial interés para la opinión pública al final del siglo XX porque eran temas convencionalmente prohibidos. Los interesados en su debate eran pocos, y los grandes medios no estaban entre ellos. En cambio, la economía era, sigue siendo, y probablemente será una prioridad porque en la región es raro experimentar un bienestar general y duradero allí donde una mayoría se siente tocada, y con frecuencia: el bolsillo.

Era previsible. La batalla cultural se convirtió en la región, en un arma retórica para condenar una década de reformas de Estado, privatizaciones y endeudamiento; políticas precipitadas por el auge neoliberal en la región; en otras palabras, los habituales críticos de la intervención estatal en la economía empezaron a ser moralmente acusados de haber implementado medidas contrarias a su ideología a través del propio Estado que reprochaban, por parte de una izquierda que, ajena a su tradición internacionalista, invocaba daños morales y materiales a las respectivas naciones de la región. Si, por ejemplo, en la Argentina era posible denominar liberal a un gobierno que fijó por ley el precio del dólar (en los hechos, una caja de conversión), y dotar al rótulo de una carga emocional fuertemente negativa, la batalla estaba saldada antes de empezar.

Con la iniciativa en manos de la izquierda, fue sencillo confundir a liberales y conservadores como parte de un mismo bando, aun cuando fueron sus diferencias las que forjaron la identidad americana a lo largo de su primer siglo independiente. Merced a una confusión deliberada, bregar por la libertad económica de los individuos se volvió una forma de fascismo. El mismo que compartió la pasión interventora de los modelos de extrema izquierda. He ahí una razón fundamental por la que era más fácil culpar a los liberales de una política con fuerte presencia del Estado: parecía liberal, y reconocer que no lo era sería admitir que la izquierda no lo habría hecho mejor.

Así llegamos a 2016. Tras el fracaso de diversos gobiernos ubicados en algún rango de la izquierda en América Latina, Europa y los Estados Unidos, los guardianes del Bien y dueños de la Verdad se ven obligados a procesar una realidad ineludible: que aquellos gobiernos que defendieron y excusaron durante la última década son falibles y no supieron satisfacer a una mayoría con una calidad de vida deteriorada por modelos económicos gastados y un constante enjuiciamiento social fundado en preceptos de una corrección política exasperada, enardecida por el calor juvenil de una generación reacia al disenso.

Ahora es la izquierda quien cae en desgracia. No hay un mejor momento para que las doctrinas, ideas e ideologías entreveradas en una desmesurada etiqueta de la derecha recuperen su identidad y sigan su camino, con sus luces y sombras, siendo fabulosas o atroces según los valores que cada uno cultiva, y dando todas las peleas que deban darse entre sí, pero siendo siempre idearios claramente definidos en y por sí mismos, no (sólo) por sus oponentes. Lejos de terminar, la culture war se acerca a una nueva e impostergable batalla. Una que, es de esperar, será disputada por la izquierda, conservadores y liberales (y cualquier otra denominación más extrema) en igualdad de condiciones a la hora del debate, sin rancias suspicacias y en un clima políticamente incorrecto.

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