Parábola
de la pelota

Susana Zavala
La esquina feliz
Published in
4 min readSep 28, 2015

Una pequeña reflexión sobre la importancia
de la experiencia comunitaria

Cuando era niña, hace poco menos de 30 años, viví en un condominio de tres edificios de departamentos de interés social — en ese entonces, el interés social daba para construir más de 75 mts. cuadrados y menos de 80 departamentos — cuyos dueños originales fueron parejas jóvenes, provenientes de distintos estratos socioculturales, que tuvieron un promedio de 2.5 hijos.

Entonces, al llegar a la edad donde uno se vuelve socialmente activo, por ahí de los 5 años, nos juntábamos una buena bola de chamacos que disponíamos del patio completo, jardines — tres — , escaleras, pasillos, bardas, botes de basura y hasta azoteas — eventualmente — para jugar y jugar, prácticamente todos los días, hasta que llegaba la hora de prepararse para dormir — por ahí de las 8 p.m.

Jugábamos de todo y todos juntos, sin pensar mucho en los roles de género: escondidillas, coleadas, a andar en bici y patines, a las muñecas, a los playmovil, stop, avioncito, resorte, carreterita, carreritas. Pero como juegos favoritos, atemporales y estelares estaban los que involucraban una pelota: quemados, futbol, gol-para y kickbol. De este último hacíamos hasta torneos que duraban todas las vacaciones, con puntaje, eliminatorias, semifinal y final. El premio era haber ganado y haber aguantado todo el torneo con dolor de piernas para vencerlos a todos.

Estaban los buenazos para correr, los del patadón estrella, los mejores para cachar, los chaparrines buenos para esquivar el out. Todos, o la mayoría, participábamos y nos la pasábamos bien. Parece hasta casi utópico decir que nos echábamos porras y veíamos las cualidades y no las carencias, pero así era la mayoría del tiempo. Prácticamente no existía lo que ahora llamamos bullying. Fueron tiempos felices.

Pensando en esas cosas quiero hablar de la protagonista central, la más querida por todos, la más cuidada y procurada: la pelota.

Teníamos reglas muy claras que nos esforzábamos por cumplir y hacer respetar, no solo respecto a los juegos en general, sino también respecto a la pelota. Eran, si no mal recuerdo, más o menos así:

  • Todos cuidábamos a la pelota porque sabemos que sin ella no había diversión.
  • Si alguno de nosotros — accidentalmente, claro — volaba la pelota al otro lado de la barda debía hacerse responsable de ir por ella, pedir que la manden de regreso o, en el peor de los casos, reponerla.
  • Si alguno de nosotros ocasionaba que se ponchara; la reponía, obviamente.
  • Alguien, invariablemente, resguardaba la pelota por las noches, y ese mismo era responsable de poder proporcionarla al día siguiente a los demás. Si no, la guardaba otro.
  • Cuando la pelota moría por haberla usado tanto — o porque distraídamente nadie la guardaba por estar jugando escondidillas— todos juntábamos dinero y comisionábamos a algunos a ir a comprar una nueva.
  • Esos comisionados estaban encargados de traer la mejor pelota disponible en el momento y en el rango de precio que nos podíamos permitir.
  • Además, teníamos características muy claras que nos gustaban: que no fuera tan dura ni tan suave para que no duela si te pega pero muy blanda no vuela si la pateas; si olía a algo, mejor; el tamaño era definido por un número, que ahora no recuerdo, algo como: “la del 7"; el color estaba a elección pero casi siempre teníamos algo en moda.
  • Cuando alguno de nosotros, por haber recibido un regalo o algo igual de afortunado, traía una pelota nueva para jugar, esta pasaba a ser de la comunidad en un entendido acostumbrado, con obvios agradecimientos y reconocimiento especial durante varios días. Si no la querías donar, mejor ni la sacabas, aunque creo que eso no pasaba tan seguido.

Y así, jugando con esas pelotas, fue como aprendimos los planteamientos básicos de la convivencia comunitaria.

Aprendimos a ponernos de acuerdo, a negociar y a respetar esos acuerdos. Sabíamos que si alguno arruinaba el objeto comunitario todos íbamos a salir perjudicados.

Nos alentábamos a acatar esas reglas, siempre, los unos a los otros, en nuestros momentos de flaqueza o mezquindad, porque pasa que te da una racha de niño envidioso, que luego se pasaba rápido porque nos negábamos a seguirle la corriente y le dejábamos de hablar, todos en acuerdo.

Aprendimos a respetar los distintos gustos y a respetar que uno pudiera opinar diferente porque sabíamos que lo hacíamos con la intención de que fuera lo mejor para todos, porque la pasábamos bien juntos. Era muy raro que hubiera una mala intención directa, que también acababa siendo solucionada porque, también, aprendimos a pedir disculpas, a perdonar, y a reconocer que nos queríamos mucho como amigos.

Hasta ahora no estoy segura de si todo esto pasó orgánicamente o nuestros padres lo hicieron muy bien como comunidad. Pero sí puedo estar segura de que los que crecimos ahí tenemos cierta conciencia comunitaria, en mayor o menor medida, y que seguimos aplicando estas cosas que aprendimos.

Aunque crecimos y nos separamos, muchos seguimos siendo amigos. Nos seguimos viendo y saludando con gusto. Sabemos que pertenecimos a esa comunidad y eso, viéndolo a la distancia, sé que es un vínculo que te marca de por vida.

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