El perfil más leal a la historia: Eusebio.

La Jeringa
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11 min readSep 10, 2020

Por: Dra. Aisnara Perera Díaz

Ilustración por Alejandro Reyes

Han transcurrido más de treinta años y la imagen no se borra de mis recuerdos; pasa ante mis ojos una y otra vez. Atravieso el Parque Central para bajar por la calle Obispo casi en solitario, en esa oscuridad clareada que precede al Sol, mientras me acerco al Museo de la Ciudad las escenas que me acompañan adquieren sonidos; son fragmentos de las conversaciones de los custodios de la noche y de algunos trabajadores que me ganan en puntualidad.

Todo se mezcla con el rumor de las escobas sobre los adoquines. En leves nubes de polvo son arrastradas hojas secas, papeles, colillas de cigarro. Con sorpresa descubro entre quienes barren a un hombre menudo, vestido de gris, es Leal, o mejor Eusebio, con una escoba entre las manos, como uno más limpiando lo que la naturaleza y la indolencia han ensuciado el día antes.

Pasado el asombro de la primera vez, supe que muchas de sus jornadas comenzaban en esa faena y no frente al buró de su oficina; barría lo mismo en el patio del museo o en las calles cercanas. Para la joven que entonces era, acostumbrada a escenas como aquellas solo se dieran en trabajos voluntarios o domingos rojos, fue un descubrimiento extraordinario. Me consideraba ya bastante afortunada por iniciar mi vida laboral en la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, pero a la vista de este ejemplo, fue más grande mi fortuna; gesto además despojado de poses o exhibicionismos. Leal actuaba así; le nacía con la naturalidad de las acciones verdaderas y, porque supo desde siempre: si hay grandeza es la de ser humilde.

Para muchos Eusebio Leal es La Habana Vieja. Fácil es reconocer su impronta en cada piedra restaurada; en cada árbol vuelto a plantar; en las vetustas casas, antes solares, convertidas en dignos apartamentos o en centros de atención a niños, futuras madres o adultos mayores; en las placas o monumentos que llaman la atención del caminante. En estos días de reconocimiento nacional a su obra no habrán faltado las palabras que insistan en sus méritos; por ello deseo emplear este espacio para destacar su obra como historiador.

No me refiero al título que ostenta sino al arte, como decían los griegos, de historiar, investigando en los hechos del pasado, analizándolos para entregarlos en forma de conocimientos. Lo hago porque sé muy bien que aún existe entre nuestro gremio, cierta creencia de que merece ser considerado como tal solo quien hurga afanosamente en archivos y bibliotecas de forma sistemática, publique artículos en revistas de impacto o, en su defecto, presente ponencias en congresos

Amén de tener vencidos los estudios universitarios de rigor, ortodoxia que hubiera llevado a la exclusión del mismísimo Homero, cantor de la Ilíada y la Odisea, de una organización como la UNEAC.

De ahí que a Leal no le fuese sencillo, como pudiera creerse ahora, ocupar un espacio entre quienes, por solo cumplir algunos de los requisitos antes enumerados, se califican como historiadores profesionales. La razón es bien conocida, el propio Eusebio se ha mostrado como un orador antes que un escritor y de esta honesta confesión, se hizo prueba para el juicio superficial y la condena oportunista.

Por lo general, los errores conducen a injusticias y estas, obran sobre quienes la padecen múltiples efectos: uno de ellos el resentimiento, otro la amargura. Afortunadamente, ni lo uno ni lo otro se instaló en el alma del que considero, para honra mía, colega. De haber sido así hubiera dejado morir, en los duros años 90 del pasado siglo, a una asociación que agonizaba en una profunda crisis: la Unión Nacional de Historiadores de Cuba (UNHIC).

Quizás pocos lo recuerden, pero ante la falta de liderazgo y la desunión reinante, el historiador de la ciudad sumó a sus ya muchas responsabilidades dos ingentes tareas: la presidencia y la de reanudar los Congresos Nacionales de Historia. Creo entonces que, con habérsele reconocido como Miembro de honor, la UNHIC no ha hecho más que salvarse de la ingratitud con que quisieron pagarle los mezquinos de siempre, una vez cumplida su misión, Leal declinó continuar al frente de la organización.

Más cerca en el tiempo se ubica otra de sus acciones, que denotan inspirado espíritu gremial: la refundación de la Academia de la Historia de Cuba. Eusebio comprende como pocos la importancia de entidades que representen, promuevan y jerarquicen. Es posible entonces que haya apreciado como una especie de contrasentido el ser miembro correspondiente de varias Academias nacionales de América Latina y el Caribe y que, en nuestro país, no existiese un organismo homólogo. Sea como fuere, aunando voluntades, ofreciendo argumentos y a la par de otro destacado colega, el Dr. Eduardo Torres Cuevas; se consumó la obra en octubre del año 2011.

Hoy no solo podemos presentarnos ante la comunidad científica internacional como académicos de número o correspondientes, según los méritos o el sitio donde vivamos; sino que alcanzamos reconocer la trayectoria intelectual y la solidaridad de destacados historiadores extranjeros, que han dedicado su tiempo y talento a investigar sobre el pasado de nuestro país. Además, desde la Academia se apoya y promueve el trabajo de los más jóvenes; se incentiva, concurso mediante, la publicación de reseñas bibliográficas, a la vez que se convocan foros de discusiones sobre temas de candente actualidad.

Por supuesto, lo dicho constituye apenas una mínima muestra del apoyo que Eusebio Leal ha brindado a sus colegas historiadores. Se pensaría, por ello, solo cumple lo establecido en el calificador del cargo ocupado, o lo hecho se corresponde con sus tareas como cuadro del Estado y del Partido. Estoy plenamente de acuerdo con esta conclusión, por demás cierta, pero la verdad, en ocasiones, no hace justicia. Si aspiro a equiparar una con la otra, debo recordar que la diferencia estriba en su visión de historiador, pues lo que otro haría por mandato de un cargo, sentido común o instintivamente; Leal lo ha hecho porque ha aprendido del pasado y ha mirado hacia el futuro.

Entonces es mucho más lo que le debemos; digamos la materia prima de nuestra obra. Gracias a que supo llegar a tiempo al lugar preciso; a su tenacidad a pruebas de negativas; al poder de convencimiento que cargan sus palabras; y a la confianza que infunde su mirada; se han preservado en buenas manos centenares de manuscritos, cientos de publicaciones, textos rescatados de la oscuridad o de la destrucción. Estos han servido para aclarar hechos, limpiar honras manchadas por la maledicencia humana, para que no se olviden los nombres de quienes, desde la nada y a manos limpias, hicieron Patria.

Pero esa sagacidad de descubrir lo valioso en la borrasca de los tiempos, de poco nos hubiese servido si el historiador, haciendo mal uso de su poder, se lo hubiera guardado todo para sí; como la sagacidad de los bibliotecarios-archiveros que retrataron Jorge Luis Borges y Umberto Eco. Por fortuna, Leal no ha hecho de la conservación del patrimonio escrito y bibliográfico fundamentalismo de los que cierran puertas. Así, la necesidad de proteger no ha sido pretexto para negar el acceso a estudiantes e investigadores a los fondos del Archivo del Museo y Oficina del Historiador. Sin duda, solo alguien dispuesto a confiar en el juicio de los otros es capaz de abrir los secretos, que guardan los diarios personales de figuras de nuestra historia.

Precisamente con la publicación de El diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes, el orador Leal se vistió con las galas del historiador que escribe; eso sí, lo hizo sin rendir su estilo a pueriles exigencias. Quienes hemos transitado por experiencia similar, y me refiero a la de descifrar y transcribir caligrafía de otra época; leer una y otra vez hasta comprender lo escrito con mucha prisa, en ocasiones bajo las balas del enemigo; cotejar palabras; cruzar referencias; conocemos la relevancia de mostrar en su plenitud a los verdaderos protagonistas. Va más allá de hacer gala de talento en este o aquel análisis, de cuán sagaces somos atribuyendo ideas o sentimientos escondidos en frases sueltas.

Eusebio Leal pudo haber iniciado el preámbulo al diario del Padre de la Patria narrando los avatares, que por años lo mantuvieron tras las pistas del valioso documento. No dudo que otro prendado de sí mismo se hubiese manifestado ante el lector como un cruzado, que regresa de tierra santa con una reliquia de altísimo valor. Pero el historiador que hay en Leal, sabe ese es camino equivocado; su opción es la del científico que expone los hechos y ofrece serenamente su criterio, sin descalificar quien piensa de otra manera a la suya ocultando sus razones.

En tal sentido, constituye una elegante manera de disentir las interrogantes, que plantea al lector a propósito de los criterios vertidos por Manuel Sanguily sobre Céspedes. Criterios que, de cierta manera, resumen los que, en tono negativo y con la clara intención de desacreditar, fueron lanzados sobre el hombre de la Demajagua por sus enemigos políticos. Desde el momento en punto en que tuvo la osadía y la decisión de llevar a hechos lo que otros querían solo de palabras, iniciar de una vez y por toda la guerra contra el dominio colonialista español.

El tono del ensayo que, a modo de introducción, precede a las páginas del diario de Céspedes descubre al orador nato que hay en Leal. Así, escogió comenzar por el fatídico viernes 27 de febrero de 1874 y trasladarnos al remoto paraje serrano conocido como San Lorenzo; explicar luego las circunstancias que moldearon al hombre que escribió entre el 25 de julio de 1873 y el miércoles 25 de febrero de 1874 páginas amargas. Y, de esta manera, el lector sin sentir agobio se conecta con los hechos más importantes que llevaron al depuesto presidente de la República en Armas al sitio donde caería en desigual combate.

Poco a poco la palabra impresa describe y analiza las urdimbres políticas, que desgastaron la epopeya independentista del 68. Luego el historiador hace un giro y como para quitarnos peso del alma, se dedica a llevarnos en trazos precisos por la saga familiar de los Céspedes; nos habla de los ambientes culturales e ideológicos que frecuentó el joven Carlos Manuel hasta llegar al hombre, que redactó el Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, documento programático de la revolución por la cual dio la vida.

Como todo buen historiador Eusebio también polemiza y disiente, con una extrema delicadeza que lo lleva a no mencionar nombres; discrepa de juicios establecidos y de verdades aceptadas en el canon de la historiografía nacional. Y justamente tiene a bien ocuparse de uno de los aspectos, que más se han debatido en torno a la revolución iniciada el diez de octubre: el relativo al carácter supuestamente moderado y prudente del programa revolucionario expuesto por Céspedes en el Manifiesto. Un documento que, al iniciar la lucha, dirige a sus correligionarios, a los habitantes de la Isla y a los de todas las naciones.

Eusebio neutraliza los reparos pasados y futuros con afirmaciones en clave de preguntas; interroga a los que piensan si levantarse en armas contra el colonialismo era un acto de cautela o si declarar libres a los esclavos propios era actuar de forma conservadora. Justo aquí deseo agregar una reflexión en vista a que, este último, es un tema no resuelto del todo. Es cierto que Céspedes emancipó a sus cautivos a título personal y que, al hacerlo, no proclamaba la libertad de los ajenos; el bayamés, sin embargo, sabía que renunciar a la propiedad de hombres y mujeres le situaba en una posición de avanzada entre los suyos y frente a España, de ahí su gesto precursor y ejemplarizante.

Para muchos colegas es el carácter antiesclavista de la guerra de los Diez Años, el cual conduce a su radicalización gracias a la simpatía que alcanzada entre las capas más humildes y al ascenso de hombres negros a posiciones de mando. Y si alguna duda existiese aún del carácter revolucionario de esa epopeya, recuerdo que varios de los elementos esenciales contenidos en el Manifiesto cespedista -a saber, independencia política y económica, igualdad de derechos para todos los cubanos y libertad para los esclavos- están presentes como asuntos no resueltos, entre los argumentos enarbolados diez años después por Antonio Maceo en los Mangos de Baraguá contra lo pactado en el Zanjón.

El Eusebio con sentido de responsabilidad para con su tiempo devolvió, en el ya lejano 1992, las palabras perdidas, o mejor dicho ocultadas, del héroe. Está plenamente convencido de que no hay nada que ocultar, ni consecuencias que temer, al mostrar los hechos históricos y a los actores del pasado; sea cual fuere su papel en determinadas circunstancias. Somos muchos quienes suscribimos con él estas palabras: “Todo puede ser explicado, todo en su contexto puede ser comprendido, analizado, justamente valorado” (Céspedes, 1992, pág. 53); declaración de principios que legitima, por si hiciera falta a los timoratos que nunca faltan, la necesidad de seguir editando textos como El diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes.

Como historiador Leal ha cruzado muchas veces, pero especialmente con este libro, campos dinamitados por la pasión, el regionalismo; territorios marcados por las banderías de grupos, aunque no siempre haya corrido con la buena fortuna que deseamos cuando de aspiraciones profesionales se trata. En esta ocasión, sin embargo y para fortuna nuestra, Clío estuvo de su lado, iluminándole de forma tal que escogió entre todos los cierres posibles uno: “como signo de reparación y de observancia de una regla en el análisis de la historia, de la cual no debemos separarnos jamás” (Céspedes, 1992, pág. 52); la fotografía que muestra a Salvador Cisneros Betancourt, muy anciano, colocando una ofrenda de flores en la tumba de Carlos Manuel de Céspedes.

A la vista del homenaje nadie diría que años antes ambos hombres, que habían ansiado la independencia de su Isla por sobre todas las cosas de este mundo, se enfrentaron en una guerra particular como irreconciliables y mortales enemigos. Quizás un editor puritano hubiera rechazado incluir la imagen por su escasa calidad. De haber sido así, Eusebio hubiera insistido hasta lograr lo que al final hemos visto, cual lección suprema de honradez con las ideas, a las que le dedicaron vidas y fortunas los hombres del 68.

Los cubanos, quizás no menos que otros pueblos, somos muy afectos a las clasificaciones, a organizar en estanterías y colocar etiquetas a cualquiera que se manifieste creador; de ahí que muchos crean que los títulos, sean los que sean, legitiman. Sin embargo, otros creemos que solo sirven para dar a cada cual lo que le corresponde, según los méritos ganados a base de inteligencia y esfuerzo personal. Constituye para mí una oportunidad aleccionadora ser parte del jurado que, en el año 2016, reconociera a Eusebio Leal Spengler, historiador de la ciudad de La Habana, como Premio Nacional de Ciencias Sociales.

Fiel a la ética que aprendí del historiador que hace, una y otra vez honor a su apellido, me siento autorizada para expresar mi gozo porque, a partir de ese momento, su nombre se unía a los de algunos de los más importantes colegas, que han servido con la historia como arma a su Patria. Entre ellos es más que justo mencionar el de una estudiosa de la vida y acción de Carlos Manuel de Céspedes, la maestra Hortensia Pichardo. Ahora nos debemos sentir en deuda, todavía porque es poco lo que se hace para cumplir su aspiración de que los cubanos conocieran más y mejor al Padre de la Patria, su pensamiento político y su accionar revolucionario.

Como decía al principio Eusebio es mucho más que La Habana Vieja, la ciudad que amó y cumplió ya 500 años, porque se lo ganó a fuerza de darse a ella. Espero verlo confundido siempre entre los que, el 19 de noviembre de cada año, darán una vuelta a la joven Ceiba que crece en los jardines del Templete para pedir un deseo. Y con toda seguridad sé que muchos se unirán a mi sueño, porque Leal nos hará ese regalo como ya nos ha hecho el de su obra.

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