Hombres de rutina

La Jeringa
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6 min readMar 24, 2021

Por: Marlon Duménigo

Ilustra: Amanda Cortada.

Si alguna vez le preguntaran qué hubiera deseado ser, si tuviera la oportunidad de volver a elegir, probablemente habría respondido lo mismo. Era un hombre de costumbres. Hábitos y horarios perfectamente definidos que le daban cierta cadencia a sus días. Aún a veces consigo recordarlo haciendo esperar al gabinete de administración mientras él corría sus treinta minutos diarios por las calles de Centro Habana, o deteniendo una reunión en el momento álgido para salir a tomarse una taza de café frío y fumar el cigarrillo de las tres, el único en toda la tarde. Había algo de ascético en sus racionamientos, algo de esa premeditación de los grandes hombres.

Como director nadie pudo señalarle nunca una falta, ni siquiera una de esas incongruencias típicas de los que acostumbran a tomar muchas decisiones cada día. Llegaba siempre puntual y con esa enorme sonrisa que nos hacía preguntarnos si no le dolería el rostro de tanto labio estirado.

“Buenos días, Tania. Estás radiante hoy; Hola Rafa, ¿mejoró la gripe de tu hijo?; Alberto, ¿cómo te fueron esas vacaciones? ”. Parecía tener el saludo perfecto para cada uno de los trabajadores. Para todos menos para mí.

Al entrar a su oficina se dejaba caer en el sillón y me observaba por un par de minutos. Luego se acomodaba y me pedía que lo pusiera al tanto de todo. Como ejemplar asistente, le soltaba una diatriba económica de cuarenta minutos, mañana tras mañana. “Los precios del mercado están subiendo por minuto, estamos atrasados en el pago de las facturas, hemos gastado demasiado en electricidad…”

— ¿Sabes qué día es hoy? — me interrumpió — . Es mi cumpleaños.

Estaba a punto de felicitarlo, pero me detuvo con un gesto de desgano.

— No hay nada que celebrar. No hay nada glorioso en cumplir cincuenta años. Mi esposa me pone los cuernos con un tipo veinte años más joven, tengo que teñirme el pelo cada semana y he comenzado a perder la memoria.

Lo dijo sin entusiasmo ni frustración, quizás eso fue lo más terrible. En ese momento no podía imaginar la gravedad de aquel asunto. En menos de tres meses fue incapaz de recordar el color del pelo de su hija, el password de la laptop o el olor de su comida favorita. Olvidos sin más coincidencia que el olvido en sí mismo. Los doctores recomendaron buscar alternativas. En unas cuantas semanas la oficina se atestó de papeles pegados en las paredes donde yo le anotaba, además de sus actividades diarias, el saldo positivo de la última venta en la empresa, el regalo que debía comprar a su hija por la boda, lo que debía cenar esa noche para equilibrar la dieta, la ruta a seguir en su carrera matutina…

Mi contenido de trabajo aumentó considerablemente: andábamos juntos la mayor parte del tiempo. Cuando veía acercarse a alguien distinguido, por ejemplo al gerente de ventas, le susurraba al oído el saludo que él repetía como un eco: “Buenos días, Luis Roberto, ¿cómo ha amanecido su esposa del dolor de espalda? Mañana tendremos que reunirnos para discutir el presupuesto de la nueva campaña promocional”. Y Luis Roberto le agradecía su preocupación y nos daba un apretón de manos en tanto balbuceaba que “por supuesto, mañana sin falta, a primera hora”, y continuaba su camino entre complacido y autoritario. En ese momento sacaba mi libreta de notas y le agregaba una actividad para el día siguiente, a primera hora.

Durante las cenas protocolares me sentaba a su lado y le indicaba sutilmente el orden de los cubiertos para cada plato y los cumplidos que debía otorgar a los cocineros. Llegué incluso a desarrollar todo un catálogo de frases para no repetir ninguna y era francamente notable mi habilidad para fabricar halagos. En realidad, siempre tuve cierta destreza para crear expresiones pomposas, ese había sido el incentivo al entrar en la empresa, llegar a ocupar un puesto de publicista o de representante; de cierto modo sentía que lo había conseguido.

A la sexta semana me mudé a su departamento. Un moderno y espacioso dúplex en la calle G. Al principio, la altura me causaba una sensación de torpeza que fue desapareciendo gradualmente, hasta el punto de llegar a sentir que había pasado allí la vida entera.

En aquel decimoctavo piso se tenía una espléndida vista de la ciudad y del mar al mismo tiempo. Desde el día de mi llegada me sumé a su costumbre de salir desnudos al balcón, a las doce. Ajenos al exhibicionismo, la sensación de ingravidez era ciertamente disfrutable. Así permanecíamos por casi media hora, uno junto al otro, completamente desnudos y observando allá abajo el transitar de autos y peatones que la altura parecía ralentizar. Justo era eso, una película silente a cámara lenta, con planos divergentes y colores opacos. En ocasiones aprovechábamos aquella lentitud para seguir el hilo de alguna conversación que, como aconsejaron los doctores, no fuera demasiado profunda, solo unas cuantas frases, la mayoría de las veces sin demasiada coherencia.

Dormíamos en camas contiguas. Su ex esposa se había marchado hacía semanas con su amante de veinte años menos, llevándose con ella casi todos los ahorros. Él apenas la recordaba y yo muy pronto dejé de pensar en ella. Era solo un nombre que aparecía de vez en cuando en los documentos oficiales del divorcio que firmábamos sin siquiera leer. Oficialmente quedaron separados el 20 de marzo del 2017. Es una de las fechas que aún recuerdo. Las llegué a memorizar todas: el día del fallecimiento de su padre, el aniversario de graduación de su hija, cada uno de los cumpleaños a los que asistíamos de manera frecuente, siempre con enormes sonrisas que llegaban a doler de tanto labio estirado.

Mi primer olvido fue precisamente una de estas fechas. Sin embargo, lo consideré uno de esos descuidos tan comunes como olvidar bajar la basura o pagar el teléfono. Estuve a punto de comunicárselo durante nuestra salida desnudos al balcón. En ese momento hubiera sido más fácil disimular una frase casual, “sabes, ayer olvidé el cumpleaños de tu madre, es la primera vez que sucede”. Luego sostendríamos alguna conversación sin demasiada coherencia y nos hubiéramos dormido con cierta pesadumbre compartida.

Al día siguiente de mi primer olvido me encontré en mitad de la calle sin conseguir recordar la dirección exacta de la empresa y regresé al departamento corriendo delante de cada semáforo en rojo entre un coro de interminables cláxones. Allí estaban las listas de actividades diarias, atestando las paredes, indicando rutinas irreconocibles donde las palabras se condensaban hasta volverse solo una sarta de letras. De pronto todo se hacía más pequeño o más grande; en cualquier caso, todo se volvía ajeno.

En la última semana fui incapaz de recordar el color del pelo de mi madre, el password de la laptop o el olor de mi comida favorita. Olvidos sin más coincidencia que el olvido en sí mismo. Me paseaba por las habitaciones mirando cada objeto y de vez en vez levantaba alguno y lo dejaba caer al suelo con un estruendo seco; me miraba al espejo, inmóvil y casi rozando con la punta de la nariz aquella imagen lisa y ajena que regresaba el azogue. La última noche la pasé tumbado en el piso frente a la puerta, mirando a través de la ventana el oscuro desconocimiento del cielo. Los últimos recuerdos comienzan a borrarse con una determinación frenética, un desfile en reversa que apenas me permite disimular.

Ahora, mientras le explico lo que sucede, él enciende el cigarrillo de las tres y mira hacia el pizarrón donde se copiaban las actividades diarias. Yo bebo un sorbo de café frío y también observo el pizarrón. Vacío. La oficina se ha vuelto un área extensa y ajena y hacemos un silencio largo, tamborileamos los dedos sobre el buró y nos miramos a la cara, como si ya fuéramos dos desconocidos que no tienen la menor idea de cómo continuar.

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