Julio Cortázar: Releyendo algunos cuentos de Todos los fuegos el fuego

La Jeringa
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4 min readAug 26, 2021

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Por: Jeiner Martínez Oliva

Tomada de Internet

El 26 de agosto marca otro aniversario del nacimiento de ese mito de la literatura hispanoamericana que es Julio Cortázar. Aunque su producción literaria es sumamente amplia y diversa, creo que la mejor forma de homenajearlo es sumergirnos en el libro de relatos Todos los fuegos el fuego (1966), y alejarnos un tanto de las siempre geniales, pero muy conocidas Historias de cronopios y de famas y Rayuela. En el mencionado libro, el argentino se desvía del cuento breve que practicara en obras previas, y se aventura en narraciones más extensas donde, sin embargo, prevalecen la representación del absurdo cotidiano, el caos del orden aparente y el entrecruzamiento de realidades cuya cercanía se enmascara bajo subterfugios cronotópicos que buscan fijar distancias ilusorias.

Si bien los ocho cuentos que componen el libro son de muy recomendable lectura, cuatro de ellos atrajeron mi atención sobre los demás, toda vez que condensan el viaje metafísico-literario de Cortázar en Rayuela y varias colecciones de cuentos:

El primero es “La autopista del sur”[1]. Narra un embotellamiento en una avenida de París, el cual se extiende por varios días. Asistimos a la despersonalización característica de la vida contemporánea en el ámbito urbano (cada personaje es nombrado según su profesión o modelo de auto). La duración del fenómeno obliga a las distintas filas a agruparse en células dirigidas por un jefe seleccionado al azar, alguien que administre unas provisiones que van menguando al pasar los días. La acción se enfoca desde la óptica de un ingeniero, el personaje central; entabla nuevas relaciones afectivas y elabora planes que demuestran ser efímeros: cuando finalmente se descongestiona la vía, el grupo se disgrega paulatinamente, y el hombre se da cuenta de que los modelos de autos se repiten, no así sus ocupantes; a pesar del hambre, las defunciones, penurias y altercados que marcaron el embotellamiento, al ingeniero le parece más agónica la descongestión, dado que significa la ruptura de una comunidad efímera y el regreso a una vida acelerada e impersonal.

Por su parte, “La salud de los enfermos” describe el último año de una madre que ignora la muerte de su hijo. El deplorable estado de salud en que se halla, consistente en agudas crisis nerviosas que se desatan al recibir malas noticias, lleva a sus familiares a construir una farsa en la que Alejandro, su difunto hijo, se ha marchado a Brasil por cuestiones de trabajo. De ese modo se suceden numerosas cartas del joven en las cuales, a partir de hechos reales, su otro hijo y sus hermanos elaboran ilusorias catástrofes diplomáticas que obstaculizan el regreso del muchacho. La información nos llega a través de un narrador no identificado; sin embargo, conocemos su pertenencia a la familia, dado que siempre alude a su madre y tíos; ese recurso es crucial en la recepción del texto: primero, porque el lector experimenta la sensación de ser partícipe de la agónica farsa; segundo, porque al fallecer la madre, uno de los familiares abre una nueva carta del joven, lo que puede sugerir una incapacidad de librarse de la absurda rutina, o bien que ese narrador etéreo no es más que el alma de Alejandro, autor de la misiva postrera. El giro determina en el volumen la presencia de lo fantástico, usual en obras previas.

“Instrucciones para John Howell” es un juego metaliterario donde el hombre que observa la puesta en escena de una obra, es involucrado repentinamente en ella. Luego de un primer momento en que se ciñe a lo que le indican los directores, empieza a desviarse de lo planificado y a distorsionarlo. Finalmente, tras un crimen ocurrido en la obra (y en la vida real, según se deja entrever), el hombre emprende una huida inexplicable incluso para él.

Por último, recomiendo la lectura del cuento que da título al libro, “Todos los fuegos el fuego”. Consta de dos líneas argumentales que discurren en planos temporales variados; la primera, ubicada en la Roma imperial, narra el último combate de dos gladiadores, uno de los cuales ha de morir por voluntad de un procónsul celoso que asiste al Coliseo con su esposa, quien a su vez planea envenenarlo. La segunda se desarrolla en la Francia del siglo XX, y describe la ruptura de una relación de pareja, motivada porque la infidelidad del novio fue revelada por su amante a la novia de este, para así, según ella, poner fin a su dolor y tener vía libre. Las escenas de ambos planos se suceden encadenadas y de forma simultánea, como ocurre en el cine; la tensión en el duelo de gladiadores es análoga a la del plano de los amantes; al final, ambas realidades se unirán en un incendio que consume a los personajes[2], sin que ellos logren evitarlo.

Con estos breves análisis he intentado describir los rasgos que me sujetaron a la silla al leer cada relato. Imagino que quienes descarguen y lean el volumen hallarán nuevas posibilidades, quizás muy distintas a las esbozadas aquí; en eso consiste, a mi juicio, la invitación que subyace en cada libro de Cortázar, en lanzarse a las profundidades del texto rigiéndonos solo por la idea medular de su arte: aprehender la literatura como un perpetuo buscar y experimentar, corriendo todos los riesgos[3].

[1] Este es el cuento que da inicio al libro y, por añadidura, el más antologado de los que contiene; un impulso más a revisitar el volumen y las narraciones menos divulgadas

[2] Véase en “Continuidad de los parques” un esbozo al tema de la circularidad de los planos, profundizado en este relato

[3] Oviedo, José Miguel: Historia de la Literatura Hispanoamericana, Alianza Editorial, 2001, t. IV, pp. 155

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