Malta con leche condensada

La Jeringa
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8 min readMar 13, 2021

Por: Agustín Enrique Ortiz Montalvo

A Ambrosio Fornet, y a un señor cuyo nombre desconozco.

Ilustra: Alejandro Cañer.

La noche que cargaron con nosotros, andábamos buscándole una malta y una lata de leche condensada a Tía. Eso costaba treinta cinco centavos en el 58. Casi estábamos llegando, a una cuadra de la casa, mi primo y yo sentimos una máquina que venía apagada, y por inercia terminó a nuestro lado. Entonces se desmontó uno de la Guardia Rural, con la metralleta corta terciada sobre el pecho, y nos pidió cuentas de qué hacíamos en la calle cuando ya era de noche. No era tan tarde, cerca de las ocho.

— Venimos del trabajo — intercedió mi primo — . El guardia nos volvió a mirar, enfocó sus ojos por unos segundos en el jolongo donde traíamos las dos latas, y no ocultó su cara de duda.

— Mire, ya nosotros estamos cerca de la casa — creí conveniente reforzar la idea de mi primo — es aquella al pasar la mata de almendras…

Otro oficial salió de la parte de atrás del carro, con su mano aferrada al mango de la metralleta. Su mirada de alguna manera interrumpió mis explicaciones y, cuando vine a ver, ya estaba detrás de mí. Unos segundos después sentí, sobre la camisa, el frío de la punta del cañón del arma, y me empujó en dirección a la puerta trasera del lado derecho.

— ¡Vamos, suban! — ordenó el primero que se bajó. Mi primo tuvo que montarse al lado de este, que ocupaba el asiento del chofer.

Recuerdo que el viaje no tardó mucho. A veces los ojos de mi primo y los míos se cruzaban en el espejo retrovisor. No entendíamos nada.

Cuando llegamos a la estación, los dos guardias nos condujeron hasta el calabozo. El oficial de mayor rango le dijo al otro que nos pidiera los zapatos y los cintos y nos mandó a entrar.

Detrás de la reja, no había un baño ni donde tomar agua para lavarse la cara o saciar la sed. Solo había una ventana pequeña, en la parte superior de la pared del fondo, por donde se colaban la luz y el bullicio de la gente en el parque de Regla.

A medida que fueron avanzando las horas, aquel espacio se fue llenando. A medianoche, éramos como veinticinco.

No tomamos agua hasta por la mañana. Bien temprano, se paró frente a la celda el jefe de la unidad, el Capitán Machín. Me llamó la atención que era negro. Había visto pocos policías negros. Hizo que nos requisaran a todos y un oficial nos tomara los datos.

Miró a mi primo y le preguntó:

— ¿Así que anoche usted venía del trabajo?

— Sí, yo trabajo en unos almacenes que quedan en Muralla, entre Aguacate…

El guardia casi no le estaba prestando atención, apuntó en mi dirección y dijo:

— Aquí dice que usted es de Matanzas, ¿qué hace por acá entonces?

— Yo, paro en casa de mi familia, en Regla. Y también trabajo ahí…anoche iba acompañando…

— ¡Ya, ya! — exclamó el Capitán Machín. Cogió mi identificación en la mano y me preguntó:

— ¿Qué edad usted tiene?

— Diecisiete…los dos… — le contesté.

— Pero parece que tienen cuarenta — replicó. La verdad entre el sudor, el churre del lugar y los pelos de la cara que ya comenzaban a crecer, no parecíamos nosotros.

Luego dio la orden de retirada y cerraron la reja del calabozo.

El resto del día nos dedicamos a interactuar con los que compartíamos celda. A un jabao lo habían cogido con la mujer de un compañero de trabajo. El marido ofendido se le tiró arriba, y el socio tuvo que darle una paliza. Los vecinos llamaron a la policía. Había uno que le decían El Flaco. Era el más asustao. Unos guardias lo trabaron en el fondo de una casa por el parque, y nos juró que no estaba haciendo nada. También estaba Rafelito, un amigo que teníamos por San Lázaro. Por él nos enteramos de lo que le pasó a David.

El padre de David y yo trabajamos juntos un tiempo, y me quería como a un hijo. Eso fue antes de que se volviera loco. David era callejero y no se le escapaba una mulata linda en Centro Habana. El viejo habló con el guardia jurado de la cuadra, que todo el mundo lo conocía porque siempre andaba con la futa amarrá del cinto, dando vueltas por San Lázaro, tomando cerveza regalá en los bajos del edificio con los balcones bonitos. Así como las curvas que hacían los aleros en las diferentes plantas, era de majá ese guardia, que conocía a toda la policía de La Habana.

— Compadre — le habló el viejo — si esta noche usted ve a mi muchacho en la calle, enciérrelo hasta mañana. Que lo cojan los rayos del sol en el calabozo, ¡pa que aprenda! Mira que yo le digo que la cosa está mala…

Así mismo hizo el guardia jurado. Solo que a la mañana siguiente, no encontró al joven en la celda. Detrás de la reja, todo limpio. Le preguntó al oficial que estaba al frente de la unidad:

— Capitán, ¿y el trigueño bien vestido que traje anoche? Quise darle un escarmiento al muchacho y…

— En la madrugada esto fue de sanseacabó…vino Ventura y se llevó a los ocho que estaban aquí…

El hombre palideció. No sé qué manera encontró para contarle a su compadre del barrio. La cuestión es que, según Rafelito, no hay quien reconozca al viejo de David. Dice que se para en la esquina de Belascoaín y llama al hijo como un condenao.

Con ese cuento en la cabeza, nos quedamos dormidos luego de pasar el primer día completo en el calabozo. El sueño del momento superó la certeza de que no veríamos otra vez, a quien nos resultaba más que conocido.

En la mañana siguiente, recibimos una visita inesperada. Una señora elegante se robó las miradas de nuestros compañeros de celda. Todavía se veía linda y, con el vestido ajustado al cuerpo, disimulaba los cuarenta. En Regla, todo el mundo sabía que el mayor de mis primos, era el bacán de Nena, la matrona de un bar de mujeres bien famoso del otro lado de la bahía. El Capitán Machín se acercó a la reja con un semblante diferente y, con el brazo pasado por encima del cuello de nuestra visitante, se hizo el chistoso:

— ¿Y qué, muchachos, durmieron bien?

Nena no quiso perder tiempo y, tras señalarnos, dijo:

— Esos dos son mis primos.

El Capitán aprovechó cada segundo que le estaba ofreciendo la vida, bien cerquita de aquella hembra. Sin embargo, asomaba en su rostro la indiferencia ante nuestra situación. Los ojos de ella casi suplicaban, pero la opinión del oficial fue inmutable:

— Lo siento mucho, Corazón — y agregó señalándome — al menos hasta que no sepa qué hacía este blanquito matancero por acá, estos dos no se van de aquí.

Si bien la gestión de la conocida meretriz fue infructuosa, Nena pudo poner sobre aviso a nuestros familiares.

En la tercera noche, mi primo comenzó a calentarse la cabeza. Aquel calabozo no daba más, y nos fuimos mezclando con otras gentes que tiraron allí. Recuerdo al obrero ferroviario que se fajó con su jefe por un dinero. El tipo lo acusó de comunista en público y el infeliz cargó con la sospecha.

Uno de los chamacos, de pronto, se echó a llorar.

— Socio, ¿qué te pasa? — le pregunté.

— Yo no hice na — me contestó — Iba para la casa de mi novia cuando…

— Compadre, no llores…

— Yo tengo quince años, loco — y repitió la edad dos, tres veces, colmado de nervios.

Quizás sentí un poco de miedo en algún momento, pero en el fondo estaba tranquilo.

Amaneció y la peste de tantos hombres reunidos, era insoportable. Ya teníamos un aspecto harapiento, con la ropa sucia y barbas por todos lados. Al mediodía, llegó hasta la reja, a saludarnos, El Polaco, quien era dueño de los almacenes de Muralla. Logró que el Capitán Villalobo, de La Habana Vieja, redactara un papel para su homólogo Machín. Su reclamo me dejó en evidencia: ni siquiera me conocía.

— Vengo a buscar a mi empleado — dijo serio, en la recepción. A mi primo le costó dejarme solo allí, pero él no podía desaprovechar la oportunidad.

Más tarde, un Teniente se acercó a los que permanecíamos en el calabozo y, con la mano alzada y su dedo amenazante, se hacía el que nos marcaba, como a reses:
— ¡Tú eres de Fidel!

Nos miraba con furia, como se debe mirar a aquellos que esconden verdades, o como miran los falsos detectives. Yo no me reí en su cara, para hacerle saber que era un comemierda, porque temí una represalia. A cada rato el tipo volvía a la carga:
— Hasta que no me digan qué función tienen en el Movimiento, no se van de aquí.

No vi más al Capitán negro. Al otro día, mis tíos fueron a buscarme. Tuvieron el chance de hablar con el oficial que estaba a cargo de la unidad. El tipo andaba como loco: iba hasta donde estaban Tía y su esposo y volvía a los alrededores del calabozo y me miraba, indeciso. Como a las dos horas, nos pidió a todos que saliéramos de la celda. Nos paró en una fila y formó dos grupos. Por lo que pude entender, se llevó a los que claramente habían cometido algún tipo de delito. Y al resto lo volvió a meter para el cuartico de escasa ventilación.

A esas alturas de la mañana, se colaba por la ventana una algarabía inusitada, como una especie de euforia general que irradiaba la gente en el parque de Regla.

Otra vez el guardia vino hasta los barrotes de hierro; en esa última ocasión me llamó y me dijo bajito:

— Dile a Nena que el Teniente Villamonte te soltó.

Abandoné aquel lugar y más nunca he vuelto a poner el pie en una estación de policía. Mis familiares me recibieron efusivamente y despejaron su preocupación cuando me vieron intacto. Tía me recomendó:

— Ahora cuando llegues, te das un buen baño y te afeitas.

La miré a los ojos por unos segundos y me salió del corazón:
— ¡Qué cara nos salió esa malta con leche…!

Nos echamos a reír y, durante el viaje de regreso, me fui enterando de la huida de Batista. Y luego me contaron que el Capitán Machín era amigo de él, que se fueron juntos.

Cuando llegamos a la casa, el mayor de mis primos la emprendió en grande conmigo, no sé si por la alegría del momento o por mis barbas crecidas. La cosa fue que me recibió con un abrazo fuerte, como si yo hubiese regresado de la Sierra, y exclamó:
— Se ha hecho un hombre usted, primo…

— Coño, no me diga — le contesté, sorprendido.

— Ha contribuido a derrocar a un tirano.

— No joda… — le repliqué inmediatamente, esquivo.

No hablé con más nadie y entré pal baño. Me pasé la cuchilla por la cara. Sentir el agua bajando por mi cuerpo, me produjo un efecto liberador. Después comí algo y, tras hacer la típica pregunta de “¿A cómo estamos hoy?”, poco a poco, caí en la cuenta de que comenzaba el año nuevo.

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