Monos
Por: Javier Alejandro Sampedro Cruz
Dolor quizás sea la palabra perfecta para comenzar un ensayo sobre Monos, el más reciente film de Alejandro Landes. Esta es una obra que explora demasiados terrenos temáticos y duele precisamente desde su raíz. Película para las emociones, no para el raciocinio, llega a sacudir de belleza a los espectadores y a proponer otra mirada, quizás más humana e impactante, al tema de la lucha armada y las guerrillas.
El largometraje tiene como centro a un grupo de adolescentes enmarcados en un contexto bélico, pero esta vez se mira desde otro punto de vista alejado del lente foráneo que absolutiza y omite. Es una obra nacida desde dentro, desde las mismísimas entrañas de una Latinoamérica sacudida por la ignorancia y el miedo, por la violencia. Temas como la redención, el autodescubrimiento, la manipulación, la pobreza, la soledad y el amor, abren brechas, en esta historia, a innumerables asociaciones con la realidad colombiana en particular, latinoamericana en general.
En este filme no se prioriza la sucesión de acciones lógicas, no se teje un perfecto relato aristotélico ni hay un conflicto que englobe la obra en su totalidad. El guion está en función de crear una sucesión de clímax que provoquen en el espectador las verdaderas impresiones sobre la lucha armada. Manejado con una singular agudeza, se logra mostrar a un grupo de ocho adolescentes como personaje único. Ninguno resalta por encima de los otros. Cada uno, en este caso, viene a complementar el todo amorfo que representa una niñez arrancada por la guerra.
Como contraparte, tenemos el personaje de la doctora norteamericana, rehén del grupo de los “Monos”. De una forma u otra figura como el espectador: todo lo ve y todo le afecta, hasta que decide sobreponerse a su dolor para lograr la salvación, no queda de otra.
El hecho de que sea la adolescencia un tema que atraviese toda la obra, proporciona muchos niveles de lectura. En la película se muestra la ambigüedad característica de este período: las ansias de independencia en contraposición con la necesidad de cobija; la rebeldía y la tranquilidad; las ganas de vivir y soñar contrapuestas a las responsabilidades y a un deber mayor. Es ese tránsito de la niñez a la adultez donde, a pesar del esfuerzo, cuesta trabajo desprenderse de lo que aún es tan cercano. Es también ese autodescubrimiento mediante el cual se comienza a ver la realidad desde otra perspectiva.
El tema del miedo figura como uno de los tópicos fundamentales. Los personajes sienten miedo, de hecho, este sentimiento los sobrecoge y los transforma. Es el que los conduce a actuar durante toda la historia y desemboca en el salvajismo y la anarquía de la segunda mitad de la película. Pero, no solo está intrínseco en el relato; es también la película una vía para exteriorizar el temor que siente su creador a que los fantasmas de esa realidad regresen nuevamente a su país.
Lo anterior se vincula al hecho de que el proceso de paz en Colombia todavía levita en una nebulosa y las personas que han sufrido los avatares de la guerra no se sienten seguras del todo. “Prefiero que estemos conversando a que nos estemos matando” expresó Landes en una entrevista. Su película, en cierto modo, intenta reflejar de forma cruda y extremadamente dolorosa aquello a lo que no se puede regresar bajo ninguna circunstancia. El final es el ejemplo más claro que refleja y sustenta esta idea.
Monos es una película que no se circunscribe a un tiempo o espacio determinado, a pesar de estar latentes los nexos con la realidad colombiana. Este aspecto contribuye a universalizar el film y aporta al sentido de la obra. No hace falta definir un lugar o tiempo preciso para hablar sobre la crueldad de la guerra.
La fotografía en la cinta no solo llega como elemento que refuerza y eleva la historia, obviamente se circunscribe a esta, pero se vale por sí misma para narrar y aportar sentido. Los paisajes majestuosos mostrados en grandes planos generales conducen al espectador a involucrarse y transgredir esa cuarta pared a la que estamos acostumbrados en el cine.
El largometraje, grosso modo, se pudiera subdividir en dos partes: la montaña y la selva. En ambos casos el espectro de colores con que se trabaja está muy bien pensado y llevado a cabo. En las secuencias de la montaña los colores adquieren tonos fríos que resaltan el miedo y la incertidumbre de los personajes, el autodescubrimiento. Esto, sumado a una composición visual que se mueve sobre un terreno minimalista, conduce al espectador a una inmersión que solo termina una vez finalizada la obra. En el caso de la selva los colores son más fuertes, el verde se torna bien intenso, comienzan a prevalecer los planos cerrados y el montaje adquiere un ritmo un poco más acelerado. Ya estamos en la parte del desdoble de los personajes, de la catarsis, la anarquía, el salvajismo. La película no cuenta con movimientos de cámaras fuertes ni recurrentes, prevalece el estatismo en pro de conducir efectivamente las emociones.
El diseño de banda sonora es otro elemento clave en la efectividad de este largometraje. En cuanto a los ambientes y efectos, están trabajados de forma tan audaz que logran integrarse y adherirse perfectamente a la composición visual y a la narrativa del film. En el caso de la montaña, se siente mediante el sonido vacío y desaliento, la soledad que sobrecoge a los personajes y de alguna manera al espectador. Para las secuencias de la selva, el diseño sonoro refuerza el carácter onírico y anárquico que manifiesta esa parte de la película. El miedo, en gran medida, está dado por el sonido seleccionado, pues el ambiente sonoro de la selva brinda al espectador la misma incertidumbre de los personajes.
La música, si bien forma parte del diseño de banda sonora, merece otro tratamiento. Es digno resaltar que, a pesar de estar elaborada con sonoridades y conceptos electrónicos, toma un carácter y brinda una impresión bastante natural y realista. Se entreteje junto con los demás elementos sonoros y visuales del film. No resalta, pudiera pasar incluso de ser percibida pero no, está ahí y es tan crucial para la dramaturgia como cualquier otro elemento que conforma la película.
Alejandro Landes llega esta vez con una obra que quizás pudiera entrar en el terreno de lo posmoderno, donde la narrativa subyace en pro de la emoción y la necesidad de dar una estocada al espectador más que un adoctrinamiento o charla didáctica. Es obra necesaria porque nace desde dentro y trae consigo el dolor de los que han sufrido la guerra. Provoca además un cierto desgarramiento por la realidad fatídica que viven muchos infantes en Latinoamérica y, al final, nos deja inerte sin saber qué hacer ante tanto por resolver. Quizás esté ahí su intención: calar y herir para que, una vez asimilado todo, comience la necesidad de transformación.