Nosotros, los culpables
Por: Dagoberto T. Cobas Navarrete
Nosotros,
que del amor hicimos
un sol maravilloso…
— ¡No sé! Todo pasó muy rápido. Es que era tan joven. Estábamos escuchando su estreno en la radio, “Soy como soy”. Ese es Renecito, René Cabel, me dijo, pero todo fue muy rápido. De un momento a otro, como si hubiera visto un fantasma, su respiración empezó a ser más agitada, fuerte. Voy a buscar al médico, solo esto pude decirle y él me pedía que no lo dejara solo. Yo salí a buscar al facultativo de guardia, qué podía hacer yo, dígame. Si hubiera sabido que iba a morir, coño, es que era tan joven. Discúlpeme, cuando regresé lo único vivo en esa habitación era la radio, Pedrito, mi Pedro ya no estaba. No con nosotros — sonido de distorsión — Acabamos de escuchar las declaraciones dadas por María Antonia hermana del fallecido y joven compositor. Es así como el mundo de la música despide hoy, 26 de abril de 1943, al ilustre Pedro Junco Redonda, quien nos dijera adiós ayer, a las once de la noche en la clínica Damas de la Covadonga, número 253 en la calle 17, bien cerca de la céntrica esquina J del Vedado capitalino. Ahora los dejamos con su último estreno, “Soy como soy” tema que lo despidiera — comienzan a sonar en la radio oculta de la oficina del Wonder Bar los primeros acordes del alegre bolero -.
No fue tu culpa, no quisiste. No dejaste de pensar en esto, negaste para tus adentros esta idea por horas a pesar de desear ahogarla con la segunda botella de Habana Club. El old fashion sobre la mesa oscura y lujosa de la oficina parecía más ebrio que tú.
— Señor Augusto, está aquí la señorita — pudiste escuchar la broma escondida en esta frase.
— Hazla pasar — musitaste.
Notaste sus ojos desesperados, ansiosos, hambrientos. Llevaba la piel quemada por el hambre y la necesidad, no tanto por la melanina. Respiraste profundo. La piel morena, negra, te recordó al color a carbón de la piel judía de los hornos humanos. Sí, se escapó una lágrima, la emboscaste con el pañuelo para volverla muda. Los muertos quemados no sienten dolor, no los muertos, y quien lleva este color de piel ya está muerto hace mucho. Súbeme un poco el volumen de la radio al salir, le pediste a Thomas, como le gustaban que lo llamasen. Este lo hizo y quedaste solo tú y el fantasma que era esa muchacha.
Viena, 3 de abril de 1942
«Hermoso padre mío,
Todos estamos bien en casa y te extrañamos muchísimo, mucho, mucho, del tamaño de las banderas rojas que están cerca del edificio del Partido.»
— Me llamo Gladys… —
No quiero saberlo, mejor así, le pediste como quien no quiere ver el gato negro muerto a los pies de su puerta. Le diste espacio entre tus piernas y la mesa de la oficina. La observaste caminar hacia ti, arrodillarse entre la bahía que dibujaban tus rodillas. Su vestido rasgado, aún nuevo, pero que dejaban ver las manchas de las necesidades sesgadas por la privación de todo lo que en otros tiempos pudo parecer humano. Los tiempos cambian; pensaste, bebiste otro trago. Ella desnudó todo lo que tu cuerpo escondió debajo de las ropas bajas. Introdujo la mano y supo conducir tu sexo a su boca, no fue así con sus lágrimas, la mirada vidriosa, el compás sostenido, hasta alegre. Bebiste de nuevo, ahogaste al convaleciente vaso.
«Mañana vamos a la casa del campo con el tío Gustav, dice que cantan muy lindo las aves en esta época del año. También que la hierba alta está muy verde, que da mucho placer verla.»
Así te enseñaron a hacerlo. Irás a la Habana, te dijeron. También tu hermano, no es efectivo, cierto, pero irá, te dijeron. Te las traerán del campo, las llenarás de cocaína, pastillas, lo que se te ocurra, te dijeron. Déjalas vacías, harán lo que quieras por más, quítales el agua, raciona la comida, su familia, diles que es un sueño, triunfarán, te dijeron. Después las violas, las tomas, sé agresivo, que sepan que mandas, véndeles los hijos, habrán, muchos, te dijeron. Podrían ser mi hija, Marie, te dijiste. Nunca aceptaste chicas blancas aunque fueran más rentables. Siempre negras, quemadas con color a judío de horno humano, están muertas, no sienten, no siento. Es verano en Viena, seguro Anna llevó a la familia al campo. Me encanta ver el sol tocando su blanca piel. Bañándola, segura, riéndose, reíste. A la carrera fue otra prófuga sobre tu mejilla, fue imposible emboscarla. “Soy como soy y cómo tú quieras… que culpa tengo yo de ser así,” calló la radio en la oficina escondida en la avenida del puerto, ella entre tus piernas.
Fue el 5 de septiembre del año anterior, 1942. Ese día llevabas prisa. Te llegaste primero al 314 de la calle Industria, Habana Vieja. La Fashion Store “La Estampa”, la tienda tapadera de tu hermano, agente Lumann A-3779 del servicio secreto alemán. Por más que hiciste sonar el claxon desde la calle y amenazaste al dependiente, él no estaba allí. Tal vez está en su casa, a esta hora siempre va a darle de comer a sus canarios, apenas pudo decirte el pequeño hombre miedoso y sudado tras el mostrador. Volviste al auto, respiraste hondo.
«Papito amoroso, hoy acaba de empezar a nevar, es hermoso, quisieras que pudieras verlo, conmigo, escuchar tus historias. »
Detuviste el Plymouth recién comprado ahora frente a la Casa de Huéspedes del 366 de la calle Teniente Rey. Subiste al apartamento con mucha prisa. Tocaste, pateaste, él estaba allí. Te abrió la puerta.
— ¿Pasa algo? Quedamos en que nunca podrías pasar por aquí, no pueden vernos juntos. Si peligroso es un judío solo, más lo son dos alemanes juntos en un cuarto de la Habana Vieja. — quiso bromear contigo entre la sorpresa de tu visita.
— Vine a guardar unas cosas, está algo complicada mi residencia con ojos nuevos que llegaron, es más seguro aquí contigo. — lo interrumpiste.
— Pero si apenas puedo disimular el ruido de mi radio transmisor con todos estos putos pajaritos para no llamar la atención, me pondrás en un buen aprieto.
— No te preocupes, no voy a trasmitir desde aquí, es que ni funcionan, solo guárdalos.
— Okey, hermano ¿Mi sobrina, cómo está? Seguro loco por verte, yo extraño mucho a mi familia, loco estoy terminar esto. Salir del servicio militar, dejar el espionaje, regresar a Viena, incluso irme al campo, alejarme del Führer, el fascismo, la política, la gente.
— Es un sueño Heinz, pero ya falta poco para la instalación de las bases de combustibles de los submarinos del Caribe. Hoy recibí un mensaje secreto del Almirante Wilhen Canaris, ya está casi todo listo con Batista, pronto nos iremos, por eso te traigo todo esto. Estamos limpiando la zona.
— ¡Oh, eso quería escuchar! Te sirvo un trago para celebrar.
«En ocasiones me pongo triste porque no estás, pero mamá dice que vienes pronto, te extraño mucho papá»
— ¿Qué hora es?
— Las tres y quince minutos de la tarde habanera. Te esperan en otro lugar…
— No, sólo curiosidad — lo interrumpiste.
Aún te quedaba media hora. Ya el plan estaba hecho. Sobre las 3:45 p.m. llegaría la policía y tu hermano estaría solo. Al encontrar los aparatos de comunicación lo culparían de inmediato, nadie te pudo haber visto, en esa casa de huéspedes solo se hospedaba él desde hacía mucho rato. Saldrías, nadie lo notaría y Heinz nunca te inculparía, su familia pagaría la rabia del Führer, no solo tú.
El plan fue de Batista, te citó temprano en el Club Deportivo. Llegaste y como de costumbre nunca estaba solo, odias a los hombres que no pueden estar solos, no son confiables. Te lo dijo todo muy rápido. El Ml6 y el FBI me enviaron un telegrama, la tapadera de la importadora en Barcelona donde llegaban los mensajes cifrados en las cartas de negocios fue descubierta, el gobierno no puede ser puesto en evidencia, estas son las órdenes, Lumann A-3779 será el chivo expiatorio, 3:45 p.m., Teniente Rey, deshazte de todo, eso dijo el Almirante.
«Íbamos a salir ayer para casa del tío Gustav, pero aparecieron unos hombres vestidos de trajes, hablaron con mamá, nos trajeron para acá. Mamá me dijo una cosa. No tengas miedo. No te preocupes papá, yo soy tu princesa valiente.»
Le diste el último sorbo al vaso plástico donde celebraban la denostada partida.
— Lo siento hermano.
— ¡Y esto ahora August, debería decir Vienna B-3779! — rió. — Usted es un hombre justo, lo cual no sé si es un elogio o un defecto en estos tiempos. — continuó celebrando.
— ¿Qué hora es?
— Las 3:39.
— Me marcho.
— Tan pronto.
— Si, aún tengo algunos pendientes.
— Oh por el Führer “August el ocupado”, relájate hombre, ya falta poco.
— Adiós Heinz.
— Besos a la familia.
Al cerrar la puerta dejaste algo dentro, preciado, pero no podrías volver, regresar a buscarlo. Echaste el cerrojo y fue como sepultar a un hombre de los de color vida, tan igual como todos, tu hermano. Diste dos pasos y atinaste a escuchar murmullos en la otra habitación. Te acercaste, era una pareja. La pasión desbordada se podía sentir tras la barrera de madera. Adelantaste la Magnum sobre el saco color caqui y cuando te disponías a tirar la puerta de un tirón escuchaste las sirenas que venían. Las 3:44 p.m., mierda, que son estos cubanos, alemanes con la puntualidad, te dijiste. Maldeciste, te marchaste.
Ningún cabo suelto, ninguno. Mierda con este puto país y a la mierda con el Führer, sus submarinos y la puta guerra ¡Era mi hermano coño! Tuve que salir. Sí, ya puedes irte. Dile a Thomas que te dé tu parte y que te lleve a la esquina donde empezarás a trabajar. Antes de irte, lléname el trago, sube la radio. Estoy triste (tarareando). Magnum de los demonios, eres más maldición que protección, en cinco años ni un tiro ha salido de ti. Jugábamos juntos de niños y de igual forma degustábamos los dulces de Madre. Poca sabrá el Almirante de esto. Como nos dijo en Adwher, Hamburgo — Señores, la gloria de Alemania es lo más importante, ya no tienen vidas propias, ahora son todo un país — tanta sangre por un pedazo de tierra. Pero mi niña, que sabe ella de esto que es la guerra ¡Mierda!
A Heinz lo fusilaron por espionaje en estado de guerra, con un país aliado el 10 de noviembre del año anterior. Toda la prensa del país habla de esto, el espía nazi en la Habana. Por eso fui a su casa. Gladys se llamaba. Era ella la mujer que esa misma tarde había alquilado una habitación en la misma Casa de Huéspedes. La policía me dio su dirección, no se ensuciarían las manos. Toqué su puerta. Estaba sola. Sí, fue la Magnum quien la asustó. No quiso decir con quién estaba. La llené de pastillas como me enseñaron. Nada, no funcionó nada. Sobredosis. Cinco años de la puta Magnum y ni un solo disparo. Se congeló su mirada, sus ojos, su respiración, estaba muerta. Dime Thomas, sí, a la esquina que te dije, ya sabes, el setenta por ciento es nuestro, y si se va le das pastillas, pues y si no llama a Ventura, el Jefe de la Policía, él sabe qué hacer con estos acontecimientos. Registré la casa, al principio nada, pero luego encontré el borrador de una carta con una dirección: “Vida mía, me ha dado mucha alegría saber que estás bien, con el favor de Dios pronto te levantarás…”; tenía que ser él, el acompañante del 366 del Teniente Rey. Pedro Junco, ese era el nombre del amante, al parecer tipo famoso por aquellos tiempos.
A finales de ese mes fui a buscarlo, el 29. Recuerdo que era ese día porque el 26 me lo encontré en el acto inaugural de la V Serie Mundial Amateur de Béisbol que se celebraba en la ciudad. Había quedado reunirme antes con mi contacto del gobierno a las puertas del estadio del Almendares, cerca de la avenida Carlos lll, y lo ví. Demasiado feliz para la carga que llevaba, el segundo nombre en mi lista y la primera bala de mi arma. Lo dejé ir. Entonces fue que yo doblaba la esquina y se lo llevaban, la ambulancia. Como era tipo medio famoso el Vocero Occidental me propinó las señas: El joven compositor de “Nosotros” era internado por sospecha de Tuberculosis; son las 10 pm y seguimos con el tenor de las Américas, René Cabel.
Apagas el automóvil en la calle J, cerca del parque para no llamar la atención. Subes las dos cuadras hasta la esquina de 17, ya ha pasado casi un año. Nunca puedes olvidar ese tramo recorrido, jamás podrías. Te sorprendió la poca vigilancia del hospital, a pesar de no ser tan pequeño, al menos no como otros. Las flores que habías comprado antes de salir fueron la justificación perfecta para los interrogatorios mudos que te hicieron el personal del local al verte deambular por los pasillos. Clínica Damas de la Covadonga, no paras de repetirte este nombre. Lo encontraste al escabullir tu mirada por una de las ventanas que daban al jardín central. Allí estaba él. Su hermana lo acompañaba, también la radio.
Él tal vez pudo reconocerte por los meses de vigilancia que te dudaste en matarlo, pero lo seguías como perro que no quiso jamás morder el hueso, pero debías. Dices que te conoció como a su muerte porque se agitó, su acompañante se asustó, se escapó en busca del médico. Tú entraste.
Fue solo asfixiarlo con la almohada. Saliste para no ser visto jamás. Solo el grito anunció la partida cuando montabas en tu coche dos cuadras más abajo. Ventura hizo el resto y en el acta consta.
«Pedro Junco Redondas, natural de Cuba, de veinticuatro años de edad, hijo de Pedro y María Regla, ocupación estudiante, de estado soltero, falleció en diecisiete número doscientos cincuenta y uno en el día de ayer a las once y cincuenta y ocho de la noche a consecuencia de Anoxemia.»
Habana, 26 de abril de 1942
«Querida hija,
Tu padre te envía un beso inmenso. Ya me dijo tu madre que ya ríes de lo lindo en casa del tío Gustav. Me encantaría verte libre, feliz, jugando entre el pasto verde del campo. Observar tu piel dorada por el sol del verano, contarte historias en la noche. Tal vez no regrese tan temprano como pensaba, y quizás ya no sea el mismo como ahora eres tú una princesa fuerte, mi princesa, pero tu padre te ama. Tuyo siempre August Kuning.
PD: Al dorso de la carta te dejo una canción hermosa que escuché en Cuba. Muy triste la muerte de Stefan Zweig en Petrópolis, Brasil, díselo a tu madre, le encantaba.»
Nosotros
Atiéndeme, quiero decirte algo
que quizás no esperes
doloroso tal vez.
Escúchame, aunque me duela el alma yo necesito hablarte
y así lo haré.
Nosotros,
que fuimos tan sinceros,
que desde que nos vimos
amándonos estamos.
Nosotros,
que del amor hicimos
un sol maravilloso,
romance tan divino.
Nosotros,
que nos queremos tanto,
debemos separarnos
no me preguntes más…
No es falta de cariño
te quiero con el alma,
te juro que te adoro,
y en nombre de este amor
y por tu bien
te digo adiós.
Referentes bibliográficos
Testimonio de Raúl García y Antonio Alonso.
Testimonio de la señora Melba Hernández, citado por Amado Martínez-Malo, en Pedro Junco, viaje a la memoria, Ediciones Vitral, Pinar del Río, 2000. http://www.juventudrebelde.cu/cuba/2011-02-03/la-verdadera-causa-de-la-muerte-de-pedro-junco