Nota breve sobre la ética más acá de Rashomon

La Jeringa
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4 min readJan 4, 2022

Por: Raymar Aguado Hernández

Para mi amigo Antoine Puig, quien me abrió las puertas del Rashomon de Kurosawa.

Ilustra: Reynier Polanco

Discurriendo por las diferentes ramas de la eticidad que durante siglos de “conciencia” ha ido hilvanando el humano, lo más probable terminemos a los pies de unas enormes y ruinosas puertas. Ahí tal vez hallemos el dilema ético-humanista más grande que, con sobrada intencionalidad, se nos presentará: el ser y su yoísmo ontológico-natural contrapuesto al ser como ente solidario cargado de principios que van regulando su “buen actuar” y condición.

Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) constituye una suerte de estado de conciencia, una katana blandida contra un axioma antropológico: el egoísmo. Tanto en la obra de Kurosawa como en el cuento homónimo de su coterreráneo Akutagawa, del cual bebió el nipón para la película, se dibuja la impermanencia y fragilidad del ánima humana, por consiguiente se esboza lo demoniaco de una especie carente, destructiva.

Es curioso cómo de una gran mentira es que trasmuta el problema todo en Rashomon. La gran mentira de la existencia de un estado de justicia en un humano acorralado y temeroso. Cuando aflora lo instintivo, la savia bruta del bien se agazapa, se nubla la razón y el párpado se cierra nomás dejando una breve rendija para la subsistencia. La opción de vida dentro de un todo de conciencia tiende a ser preservado aniquilando cualquier peligro; el cuerpo se vuelve un arma y la mente la ruin maquinaria que la conduce. Rashomon desnuda lo frágil de una especie aparentemente superior dentro del reino animal, pero que actúa no muy distinto a sus adyacentes, sino desde la conveniencia, desde la permanencia de un instinto, que en la mayoría de los casos tiende a la destrucción del prójimo y por transitividad, a la propia.

Leyendo el ensayo Emerson (José Martí, La Opinión Nacional. Caracas, 19 de mayo de 1882) me topé con el retrato del ser ideal, con la esquicia que un hombre honrado hace de otro al cual considera la esencia propia del bien. Este se introdujo en el monte, no a consumir parasitariamente de sus entrañas alimentos, sino para aprender, para entender el latido interno de todo un ecosistema, desde la raíz. Ahí comprendió que el hombre necesita lo verde y lo animal para soslayar su problema ególatra; uncir nuestra especie a la idea sublime de la bondad, el amor. Encontró la cima en un pensamiento de trascendencia y dolor, <fue tierno para los hombres, y fiel a sí propio> mientras en derredor un ánima lapidaria deshumanizaba.

Bajo las gotas que filtraban del techo en la puerta del Rasho, un cura, un leñador y un caminante debatían sobre un asesinato, sus declaraciones, sus juicios, su culpabilidad. Un famoso ladrón había presuntamente asesinado a un hombre y violado a su esposa. Diferentes versiones trazaron tanto el ladrón, la mujer, como el occiso a través de un médium; cada una carecía de la coherencia necesaria, a la vez que se contradecían entre sí. Solo el leñador tenía la noción de qué había sucedido, solo él había visto el suceso desde su posición de espectador. Pero mintió, ocultó la verdad que poseía. Él era cómplice de una mentira, pues una mayor lo atemorizaba; había robado una daga de diamantes que pertenecía al muerto. La necesidad lo obligó. Era un padre de familia con seis hijos que mantener y el sueldo no le estaba siendo suficiente. Mas esto no exime de culpas a esta pobre víctima de su contexto y especie. La libertad de acción del individuo termina donde comienza la del prójimo. Un contexto hostil no justifica una actitud vil y mucho menos la valida. El mayor villano en Rashomon, sin ánimos de restar culpabilidad al resto, fue aquel que calló la verdad que poseía; no fue el asesino, ni la mujer asustada, ni el muerto desmoralizado, sino el leñador, quien tuvo en sus manos la justicia y no procedió con ella.

Esta historia que Kurosawa convirtió en un escalón necesario en la historia del cine, funge como plaza para la meditación, el análisis. Existe un entendimiento factual de la realidad y otro poético-trascendental, Rashomon explora por ambos, dejando la brecha de interpretaciones en un estrato superior del entendimiento. Disímiles maquinarias hegemónicas de la moralidad se nos abarrotan luego de apreciar esa obra. Una moralidad antidogmática y emersoniana como la pedía Ingenieros, una moralidad incisiva en la cuestión de la conciencia colectiva, de las nociones, capacidades, responsabilidades de nosotros como miembros de una especie que coexiste enarmónica en un medio, pasando con dos nombres distintos sobre una misma nota, engañando al descreído, ese que suele ser uno mismo.

Si en los vericuetos más insensibles de nuestra naturaleza antropológica halláramos al fin un ápice de lo que nos define como humanos, Rashomon perdería su Praxis filosófica y el ethos de esta especie bogaría por las aguas de la permanencia y solidez. Si en la bonanza de algún futuro espacial e integrador esta maravillosa obra cinematográfica calara incipiente en la sien de las colectividades llevándonos a mirar más por dentro, pensándonos como el rocío matinal que logrará evaporar una fiereza de envergadura mayor, se cerrarían las puertas del Rasho y tanto Akutagawa como Kurosawa de exégetas pasarían a estetas. Pero allá, «en la puerta de Rashomon, vivía un diablo y dicen que se fue por miedo a los hombres». Algo de fe quedará para nosotros mismos; al menos eso tiendo a creer.

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