Una jeba para Alfre

La Jeringa
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11 min readJun 27, 2021

Por: Agustín Enrique Ortiz Montalvo

Diseño por: Roman Alsina

Todavía hoy no siento ninguna pena al decirlo: Alfre y yo siempre hemos sido muy buenos amigos. Los socios de la infancia uno no debe negarlos. Así es como yo lo veo. Alfre y yo siempre estábamos jugando en el patio de su casa, o en la placa. Mi mamá me dijo que la abuela de Alfre sembró la mata de mango que había en el patio cuando se mudó para el barrio. Los mejores gajos daban justamente para la placa. Cuando paría la mata, casi todos los días tumbábamos algunos. Como eran mangos corazón, con pocos nos llenábamos. Lo que le molestaba a su abuela era que comiéramos mango verde (según ella, eso daba tifo). ¡La vieja Candita era del carajo! Pero seguíamos comiendo escondidos. El mango verde con sal, nos encantaba.

En el patio de la casa de Candita fue donde vi un chivo de cerca por primera vez. Era grande y tenía unos güevos que parecían pelotas de esas que uno ve en la televisión: de un fútbol ahí. Le dábamos golpecitos al chivo con un palo, y aquel animal berreaba, y hacía como pa fajarnos. Le echábamos comida (hierba que buscábamos en las afueras de Bayamo cuando no había pienso), y lo montábamos. Eso sí, cuando se dejaba.

El tío de Alfre, Cristóbal, armó un columpio en el patio, que era común para las dos casas de esa familia. Una tarde estábamos allá atrás montando columpio Alfre, sus primos (que son una pila) y yo. De pronto, empezamos a jugar a ver quién subía más. Y el juego no quedaba ahí, después el reto era saltar y caer de pie. Yo no había aprendido a cogerle el tiempo al columpio. Salté en el momento que no era: cuando el columpio iba para arriba y mi cuerpo aun estaba inclinado. No me partí la cabeza o el huesito de la alegría, de milagro, después del golpe que me di cuando caí de espalda. Más malo que chocar contra el piso, fue darme cuenta de que no se podía volar, como en los muñequitos, como las palomas. Papi me hizo cuentos de unos muchachos que la pasaron peor que yo. Allá en Media Luna, el pueblo donde él nació, algunos se subían a la placa de su casa, con una sábana amarrá al cuello, y saltaban: «¡Supermaaaaaaaan!». Y se sentía el estruendo del niño incrustao contra el piso. A los días, andaban con un yeso más grande que su cabeza. Por bobos. Igual, tremendo trabajo me costó aprender cuándo saltar y así bajarme del columpio.

Esa vez todo el mundo estaba muerto de la risa, menos yo, claro. Nosotros vivíamos haciendo maldades en el patio de la casa de Alfre: tocándole “la rosa” a la macha preñá, porque nos llamaba la atención lo hinchao y colorao que se le ponía aquello; echando a fajar a los pollos; jodiendo a los periquitos, al chivo; mareando a la cotorra: chiflando y diciéndole qué feo; y riéndonos, sobre todo eso. Aunque no todo era risa cuando yo visitaba la casa de Alfre.

Cuando se iba la corriente el barrio parecía un punto negro, como cuando destapaban las fosas para coger una pelota y solo veíamos un punto negro en el fondo. Me paraba en la placa de mi casa y miraba para la cuadra y, por la oscuridad, todo parecía una fosa gigante, donde solo se veían los cocuyos y las luces de las velas y los quinqués, ¡ah!, y la lámpara recargable del papá de Omarito, que era la única que había en el barrio. Nos sentábamos en el portal de la casa de la vieja Candita, y solo cuando Cristóbal hacía sus chistes, era que nos veíamos los dientes, porque las caras, ni hablar. Entonces, todos calladitos a su alrededor, escuchábamos a la vieja Candita mientras contaba historias de terror. Hablaba de las brujas, del aura tiñosa que tenía un diente de oro, y de las mujeres que los carros recogían, y que tras recorrer un tramo, cuando los choferes miraban para el asiento de al lado, habían desaparecido. Pienso en eso y todavía me erizo. Recuerdo que a veces, mi mamá me mandaba a la cocina a buscarle un quinqué, o a lavarme la boca, y yo no iba ni a palo. Ella también contaba las historias que conocía, y terminaba hablando de la luz de Yara, el cuento más conocido del pueblo donde nació.

Alfre era mi socio fuerte cuando aquello. Lo bien que nos llevábamos y conocíamos. Una vez me dijo que tenía un dolor en la cabeza del pito, como él decía, y me lo enseñó. La puerta de su casa estaba cerrada y la vieja Candita andaba por el patio echándole comida a las gallinas; así que Alfre se bajó el chor. «Mira lo que tengo, Tino», me dijo. Tremenda roncha. «Apriétame, a ver si me duele», me pidió, y entonces yo le apreté aquella parte a mi socio — que parecía preocupado — , y después vi en su cara un gesto de dolor un poco raro. «¡Coño! ». Casi gritó de una manera que la vieja Candita no lo escuchó de milagro. No seas llorón, chico, le dije. «¿Tú no tienes lo mismo en el tuyo?, a ver», me preguntó y le contesté que yo no tenía ningún problema en el rabo. «Pero déjame ver Tino, ¿cuál es el complejo?… Es que no sé qué me pasó en el mío». Entonces yo también me bajé el chor y le enseñé el rabo a Alfre. «Mira, yo tengo la roncha más o menos por aquí…pero tú, no», me dijo y me tocó la parte a la que se refería. Sí, sí, ya sé, le contesté.

Estuvimos un rato así, con el chor por las rodillas y nuestros pitos en las manos. Al menos por lo que decía su cara, a Alfre le dolía aquello. Él era mi socio, así que tenía que ayudarlo. Al cabo de unos minutos, le dije que la roncha podía ser por la picada de una hormiga, y que era mejor si le contaba a la vieja Candita, que siempre tenía solución para todo. En eso, su abuela regresaba del patio, y menos mal que no nos cogió medio desnudos ahí, en la sala, porque no le hubiera gustado. ¡La vieja Candita era del carajo!

Hoy, Alfre y yo nos llevamos diferente. Con el tiempo, nos hemos distanciado. Pienso que todo empezó por la bronca que tuvimos hace años. Ese día estábamos jugando en su casa y no sé lo que pasó: si era que Alfre tenía algún otro dolor, si me pidió que hiciera algo determinado o no me iba a devolver mi pistola. Recuerdo que era la pistola negra y naranja de lo más linda (bueno, hasta ese día), que me había mandado mi tía Marta de La Habana. Cuando jugábamos en el barrio yo repartía las demás (tenía como diez pistolas que alcanzaban para todo el mundo), y siempre me quedaba con esa porque era mi favorita: alumbraba como por cuatro lugares. Esa tarde Alfre se hizo el loco y cuando le insistí bastante en que me devolviera la pistola, se molestó conmigo y me empujó. Eso era lo único que a veces me jodía de mi amistad con Alfre, que como era un año mayor que yo, de vez en cuando intentaba meterme el pie.

Aquello me dio rabia y yo no me iba a fajar con él como hizo David, que le dijo pájaro y to eso, y casi el problema entre ellos dos se convierte en una bronca entre la vieja Candita y Petronila, la mamá de David. Al final, Alfre era mi amigo, y después que uno se faja y se dice veinte mil cosas, ya no es lo mismo. Eso lo aprendí de las veces que me he fajado con Frank, que aunque es mi hermano, siempre ha quedado un pique entre nosotros que ha traído más pleitos. Es tan así, que todavía hoy David y Alfre no se hablan. Y la vieja Candita dice que ella se va a la tumba sin dirigirle otra vez la palabra a la «chancletera esa de Petronila, venir a decirle pájaro a mi nieto».

La rabia me dio por salir corriendo para mi casa con la pistola en la mano y las lágrimas saltándome sobre la cara. Entonces me quedé en una esquina de la sala, molesto, y cuando el puro me vio así, me preguntó que qué me había pasado. Y se lo conté. Me dijo que no llorara más, porque los hombres no lloran, ni tampoco se dejan meter de nadie, porque después te cogen de mona, y que si yo regresaba otra vez llorando a la casa y me quedaba dao de alguien, entonces él me iba a castigar y a pegar más todavía, por pendejo. Estuve varios minutos sentado en mi taburete, hasta que salí disparao pa la casa de Alfre con la pistola en la mano. Lo llamé, y a él parecía que se le había olvidao lo que había hecho, porque venía mansito y sonriente. «Dime». Tú no querías la pistola, le contesté, pues ¡toma! Le hice dos pedazos la pistola en el brazo, y me mandé a correr pa la casa. Alfre se quedó privao en la acera, del dolor se tiró en el piso y to, y su mamá, que estaba barriendo el bordillo de enfrente de la casa, tuvo que pararlo y llevárselo para adentro, con la bocaza abierta, llorando.

Más nunca Alfre se hizo el loco conmigo. Se pasó un tiempo sin hablarme, y después las cosas volvieron a la normalidad, aunque nuestra amistad ahora es diferente. Dejé de visitar su casa, sobre todo porque a partir del problema, según mis padres, les había dado la razón de que no era bueno que yo anduviera con Alfre. Que ellos ya me habían alertado en varias ocasiones, pero como yo les ripostaba que él era mi amigo…Por eso luego de la bronca, cuando le decía al puro que iba a casa de Alfre, me contestaba que no, «vas a terminar fajao». Esa es la razón por la que creo que Alfre y yo comenzamos a alejarnos.

Nos saludamos cuando nos topamos en la escuela. Y a veces cuando regresamos del Seminternado por la tarde, nos encontramos por el camino y conversamos. Pero entonces, ya no podemos hablar igual (no nos gustan las mismas cosas: yo solo hablo de gallos y juegos, y Alfre está metío en la conga de la escuela y habla de baile todo el tiempo). Además, casi siempre anda con Patricia. Sí, quizás ese fue otro de los motivos por lo que nos distanciamos: porque empezó a llevarse con otra gente, en el barrio y en la escuela. Pasó el tiempo, y digo que dejé de ser uno de sus mejores amigos, y ahora tiene a sus amiguitas: Patricia y Miladys. ¡Y esa Miladys es más chillona y pesá! Igual, Alfre no deja de comportarse como si fuera mi socio fuerte. Cuando a mí me gustaba Zunilda, la rubia linda de su aula, que fue mi novia por una semana (ella lo sabía, claro, y hasta me regalaba lápices y me daba besos de piquito en el horario de almuerzo), Alfre habló con ella, que se llevaban muy bien, y me cuadró la jugada. Por eso yo digo que Alfre es mi socio de verdad.

Él sigue siendo tocao conmigo, y me saluda con cariño y respeto (sobre todo después del pistolazo). Lo que no me gusta es que esta gente me dan cuero cada vez que regreso de la escuela con él y Patricia. Yo siempre me quedo en la esquina jugando bolas, y él continua pa su casa porque tiene que ser temporada de trompo pa que se quede jugando un rato. Y pa colmo, está gente le dan cuero a la cara: que si tira el trompo a la hembra, que mira cómo pone la mano. Después, la cogen conmigo. «Vaya, andas con Alfre todo el tiempo. Ten cuidao».

Yo me molesto con los chamacos del barrio porque viven hablando de Alfre: que si él está metío todo el tiempo en la casa de Miladys, en la risotá y la vaciladera con Patricia y las otras, que si el bailarín va pa la comparsa del reparto en el carnaval infantil, que si Alfre nunca sale a jugar fútbol cuando llueve, ni juega manito por las tardes, y lo que le gusta es jugar kikinbol con las niñas, que mira cómo camina, que si el saltico indio ese que siempre trae por el barrio, que en la escuela anda con Zunilda y las otras muchachitas de su aula. Cuando no les da por estar diciendo que a Alfre no se le conoce ninguna noviecita en el barrio ni en la escuela, ni siquiera de apretones en una esquina o besitos de piquito, y que hay que apurarse a buscarle una jebita pa enderezarlo. «Y a ustedes qué les importa. Él no está virao por ningún lao que yo sepa», les digo. «Bueno, allá tú que lo conoces bien», me contestó Frank, y eso me dio más rabia todavía. Hasta me fui de la esquina pa no partirle pa arriba a Frank y salir fajao una vez más.

Me molesta el bonche porque Alfre no se mete con nadie y siempre ha sido un buen amigo. No se me olvida cuando me empató con Zunilda. Por eso digo que, aunque ya no andamos como antes, y hacemos cosas diferentes, Alfre sigue siendo mi socio. Yo no le permito ni a los chamacos del barrio, ni a mis compañeros de aula, que se burlen de él. Mucho menos que le estén diciendo pájaro ni nada de eso, porque nos hemos criado juntos en el barrio desde niños. Además, a él nadie le sabe nada. Más bien yo lo he visto jugando de mano con algunas muchachitas de su aula: cogiéndoles las nalgas, apretándolas. Así que por no tener jeba, por eso no, porque otros tampoco han tenido.

¡Del carajo! ¡Qué aburrimiento! Llevo como una hora sentado aquí, en el portal de mi casa, porque me molesté de nuevo con los chamacos del barrio por lo mismo. ¡Y no voy a jugar con ellos hoy! Prefiero encender el Nintendo y ponerme a jugar solo ahí en la sala. Nada más que se paran en la esquina (y esperan a que yo llegue) pa estar hablando de Alfre…aunque esa idea de ellos, de buscarle una novia a Alfre, no está mal. Al final, él es un muchacho que cae bien, sabe bailar y no es feo, así que alguna niña de mi aula le podré cuadrar. Yo creo que puede ser Malena, que le gusta bastante el jueguito y no debe ser difícil meterle a Alfre por los ojos. Sería también una manera de devolverle el favor a mi socio, por mi empate con Zunilda. Ya verán Frank y esta gente, que están equivocaos, y que Alfre es posiblemente más macho que ellos. Por lo menos, tremendo amigo sí es. Tú verá que esa jebita pa él va a aparecer y le vamos a callar la boca a todo el mundo.

Me he puesto pa eso, pero parece que a él no le preocupa no tener novia. Me dijo que Malena no le gustaba porque era muy descará. Bueno, en la vida real es como él dice, así que no he insistido. También le hablé de Lisandra, pero le da cosa el ojo de pescao que ella tiene en el borde del labio de arriba. Entonces le dije que eso no importa, porque Lisandra es linda y no está en el jueguito todo el día con los varones del aula. «Está bien, Tino, pero no me gusta», me contestó la última vez que le saqué el tema. Bueno, quizás esa pegadera que siempre tiene Patricia contigo es porque quiere algo más, ¿tú no crees, Alfre?, le pregunté. Y me respondió que Patricia es su amiguita, y que además ella está muy gorda pa su gusto. «Chico, no me busques novias, que yo puedo solo». Está bien, Alfre, no hay problema ―pensé, tras sus palabras.

Luego se fueron los meses, casi estamos llegando al final del curso, y Alfre todavía no tiene jeba.

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