Cuando uno muere

y sus claras diferencias con la muerte de los otros

Fernando Gabriel
la muerte

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Digamos que se habla de la muerte desde la vida, y esto es inevitable. Hablar de la muerte es hablar de la vida, de vivir para la muerte, vivir con la muerte y vivir mirando hacia la muerte.

La muerte de los otros, ojo.

Solemos relacionarnos con la muerte propia como si ésta no nos perteneciera. La vemos de la misma manera en que vemos la muerte de los demás. Pero este es otro de nuestros incontables absurdos, tan humanos como un pulgar oponible. Es absurdo igualar la muerte propia con la de los otros porque la diferencia entre ambas es cualitativa, no hay relación conceptual entre una y otra.

La muerte de los otros es esa de la que hablamos cuando hablamos de muerte. La exhaustivamente significada. Es la pompa fúnebre, el pésame, el luto, la sensación de vacío, de sinsentido, de extrañar, de melancolía, de susto existencial. Todo eso lo sentimos cuando alguien cercano fallece.

Pero cuando nosotros partamos, esa es otra historia. En principio, podemos afirmar que no vamos a sentir nada de eso. Nuestro cuerpo entero va a estar apagado, las reacciones químicas que propicie en su interior no serán las necesarias para devolvernos la capacidad de percibir el mundo exterior, siquiera de existir como el sistema organizado, cerrado y único que componíamos cuando llevábamos un nombre. Esos son los hechos. Después podemos inclinarnos a la especulación y considerar la posibilidad de un alma inmortal, de la reencarnación, de destinos varios que nos perpetúen una eternidad, por mísera que sea (ya voy a hablar cada uno de ellos en otra oportunidad). De todos modos, es lo mismo. La Vida Después de la Muerte es cualitativamente diversa de la Vida Presente. No corresponde asignar los símbolos habituales, socialmente convenidos, a este tipo de muerte, porque ésta no sólo implica el fin de uno como individuo, sino que indica el fin del Universo como uno lo conoce.

A fin de cuentas, y Descartes mediante, calculo que, si la relación entre el Universo y nosotros se da a través de nuestra percepción, de nuestro potencial conocimiento de él, y si tenemos en cuenta que sólo podemos conocer el Universo desde nuestra propia identidad, y el Universo que vemos está soldado a nosotros de manera inseparable, entonces, una vez que nos vayamos, éste se va con nosotros. Es el fin de todo, en la medida que mi nacimiento fue el principio de todo. No puedo afirmar que antes de mí hubo algo, ni que lo habrá después. Sí puedo afirmar que yo existí en el intervalo entre mi nacimiento y mi muerte. Sólo soy consciente de mí mismo, y del mundo como ese lugar por donde yo me muevo. No es necesario ser un egocéntrico para pensar de esta manera. A fin de cuentas, todos lo hacemos, a sabiendas o no. El mundo es la expresión de nuestra personalidad en tanto lo vemos sólo como ella nos permite verlo, y nos movemos en él sólo por los caminos que nos traza nuestro propio Ser. Y esos caminos son el mundo, y nada más. Si me siento valiente, afirmo incluso que toda exploración astronómica es una forma de psicología.

Las personas que nos rodean, entonces, son meras instancias de uno mismo. Son personajes que están ahí para nosotros, para modificarnos. Algunos más cercanos, otros más lejanos. Como nosotros somos los protagonistas de nuestra propia vida y el centro del Universo, todos los demás cumplen la función de intervenir en nuestra vida de todas las formas posibles para ir trazando el Camino Supremo de nuestra propia vida.

¿Cómo somos capaces de relacionar nuestra muerte con la de los demás, entonces? Si nosotros, cada uno, somos dioses. No debemos pensar, entonces, en nuestra historia como una entre muchas, sino como La Historia. La historia de Fernando Gabriel Rodil tiene un principio, un desarrollo y un final, y cuando se termine esa historia, con él se van su madre, su padre, sus hermanos, y todos los que creían sobrevivirlo. Si cada uno tiene su Universo aparte, con su Historia particular, allá ellos. Porque pongamos que una cuñada lo sobreviva a Fernando como Pepita Pérez, ok, así será, no podría negarlo (aunque tampoco afirmarlo). Pero lo que no existirá más es “mi cuñada, Pepita Pérez”. Esa habrá muerto con aquél que pronunciaba esas palabras.

Entonces, podemos establecer una relación entre la muerte de los demás y la nuestra si decimos que cada vez que muere un prójimo cualquiera, una parte nuestra muere con él. Capa tras capa de nuestros roles en el mundo van cayendo, dejandonos más pelados, más desnudos, a medida que caen seres humanos a nuestro alrededor.

Pero no hay que perder de vista el hecho de que somos el centro gravitatorio de nuestra propia narración. La muerte de los demás es anecdótica, y la propia, catastrófica. Por eso para la primera hay símbolos y para la segunda no. Nuestra muerte es la verdadera Innombrable. Es irrepresentable y escurridiza. Es una asíntota. No es negra ni blanca, ni oscura ni brillante, ni feliz ni triste. De hecho, es tan voluble que el sólo hecho de afirmar que “es” algo implica un error insalvable.

La propia muerte es eso de lo que no se habla, por mucho que se pretenda decir. Qué terrible esta necesidad imperiosa de tirar palabras a un pozo sin fondo.

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