¡Qué sabe nadie!

Esa frase que empieza “yo no soy nadie para decirte esto” sigue con “pero”, y entonces me lo dices, sintiendo que tu disculpa te autoriza. Y mi escucha no te niega que te lo concedo.

Yo te la reformulo un poquito en plan “ni siquiera yo que he pasado por lo mismo”, y luego sigo con la copia idéntica.

¡Qué sabe nadie! Así cantaba Raphael. Y sin embargo queremos que alguien sepa, porque a esa conversación no se llega después del “¡Hola! ¿Cómo va eso?” Esa cota se alcanza tras una travesía en la que uno se atreve a revelar sus dolores (¡pardiez!, esa palabra ampliamente hermosa).

“No soy nadie” como máscara para el “no soy tú”, como pátina para el “solo me lo imagino porque lo he vivido muy de cerca a través de otro doliente”.

Ojalá no seas nunca nadie para decirme eso porque no te toque padecimiento semejante. Tampoco cambio tu desgarro acrobático por el mío, la verdad sea dicha. Pero te dejo hablar para que yo pueda proporcionarte mi réplica, y así mi autoridad en el campo te construya. Y esa competencia adquirida servirá quizá para que te desempeñes con más habilidad cuando te toque soltar a otra persona el “no soy nadie para”.

Y aún mejor, para que ese “yo no soy nadie para” ya no sea del todo cierto simplemente porque a fuerza de recorrer estas rutas tortuosas acabe siendo aún menos ajena a ti.