Un eclipse de sol en el Actor’s studio
En la infancia no se suelen poder elegir los estímulos.
Al menos no en la medida que uno quisiera en calidad, cantidad y propio libre albedrío.
A pesar de que en la nuestra en este respecto la cosa era todavía más jodida que ahora, hubo una suerte de conjunción astral que nos empapó de arte audiovisual impagable, o por lo menos la nostalgia me hace verlo así. Sniff, sniff.
Los dos únicos canales de televisión eran nuestro primer contacto con el cálculo binario, y algunos nos sentíamos tremendamente maduros cuando aita y ama nos daban licencia para no ir a la cama pronto el viernes por la noche y ver La clave en la guachefe. Mezclo (seguramente) recuerdos y me imagino viendo en ese canal por primera vez a Pacino, mi actor favorito por muchos años, hasta que me di cuenta que sobreactuaba hasta con el orto.
En el otro canal, en el principal vehículo de trashumancia de la masa hacia lo progre, nos permitían paladear el humor sinsorgo y profundo de aquel simpar hijo de la hoy tierra traidora, Eugenio. Vendría muy bien hoy su aparente absoluta inexpresividad en el gesto, su profundo contenido en el discurso.
Taytantísimos años después nos agobia tener una miriada de canales de televisión al alcance del dedo y nos volvemos adictos a lo rápido, consumible y brevérrimo. Y de repente, una joya que hace el triple mortal carpado sin golpearse la cabeza con el trampolín en la caída: un video de Pacino contando chistes de Eugenio. Ay, qué pena no haber sido constante con los ejercicios de Kegel!
