4F: Preludio de la Revolución Bolivariana

La Tizza
La Tizza Cuba
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26 min readFeb 4, 2022

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Por Germán Sánchez Otero

*Texto íntegro de Preludio: «Por ahora», tomado de la obra «Hugo Chávez y la Resurrección de un pueblo», de Germán Sánchez Otero, publicada en julio de 2014 por Editorial de Ciencias Sociales, Cuba, y Vadell Hermanos Editores, C.A., Venezuela.

El comandante Hugo Chávez ha aprendido de Napoleón Bonaparte que una batalla, aunque se planifique muy bien, al sonar el primer disparo desata el caos y entonces la pericia del jefe hace la diferencia. Por eso aprieta su fusil y respira dueño de sí, cuando al entrar en el Museo Histórico Militar en vez de escuchar voces amigas resuenan varias descargas de ametralladoras. «¿Qué pudo suceder?», discurre, mientras da un salto y protege su cuerpo de las balas…

Está iniciándose la madrugada del 4 de febrero de 1992. Según lo previsto, militares bolivarianos procedentes de Fuerte Tiuna deben tomar la sede del museo — ubicada en lo más alto de una meseta de mil metros de altura, próxima al palacio presidencial — , una hora antes de llegar allí Chávez con su tropa. En ese edificio operará el comando nacional de la Operación Ezequiel Zamora, con el objetivo de emprender una muda radical de Venezuela. Chávez, jefe de la rebelión, intuye que algo inesperado ha ocurrido y no demora en inventar una coartada.

– ¡Yo vengo a reforzar este punto con mi batallón, porque se espera una explosión social y el alto mando decidió activar el Plan Ávila! –vocea con firmeza, mientras aguza todos sus sentidos.

– ¿Y a usted, quien le dio la orden? –indaga con aire desconfiado el coronel Marcos Yanes Fernández, director del Museo, con ochenta efectivos bajo su mando.

El joven oficial confirma así que sus compañeros no controlan el lugar y vuelve a erguir su verbo, mientras se ajusta la boina roja de paracaidista:

– Mire coronel, tengo mi batallón rodeando el museo y le exijo que nos permita entrar, porque recibí la orden de apoyarlo a usted.

Por fin el comandante insurrecto logra acceder al recinto, acompañado de varios subalternos. Yanes — un cincuentón de ojos inquietos — sigue dudoso y Chávez hace uso de sus habilidades para ganar tiempo. Se instala en la amplia oficina del coronel, de paredes cubiertas con madera preciosa, a la espera de que arribe el resto de su fuerza. Los continuos disparos en el Palacio de Miraflores y en el este de la ciudad aumentan la tensión y ambos bandos aseguran el control de sus armas. La incertidumbre inunda a todos: no dejan de acecharse un segundo y algunos hasta sienten olor a pólvora.

– Oye vale, ¿qué está pasando, pues? –dice un soldado a otro, que sostiene tembloroso su fusil.

– No sé –responde el recluta mediante un gesto de los hombros, y sus labios comienzan a murmurar–: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

En los edificios y casas que rodean la colina del Museo se encienden casi al unísono miles de luces y en sus ventanas y balcones se agolpan muchas personas, sedientas de saber lo que ocurría en la ciudad. De súbito, al filo de la 1.15 de la madrugada en un televisor de 21 pulgadas que está frente a Chávez y el coronel, en el despacho de este, aparece el presidente Carlos Andrés Pérez con su rostro lívido, el nudo de la corbata torcido y el pelo despeinado. El impopular mandatario anuncia que se está ejecutando un golpe de Estado y menciona entre las fuerzas involucradas el regimiento de paracaidistas con sede en Maracay, a 105 kilómetros de Caracas. Yanes, con sus ojos exaltados por la noticia enfoca a Chávez, comandante de un batallón de esas fuerzas, quien reacciona al instante.

– ¡Sí, es un golpe de Estado y están rodeados! –dice el insurrecto y agrega en tono persuasivo–: Entreguen las armas, porque si no empezará la matazón entre nosotros mismos.

Es al revés. Chávez y su piquete están en obvia desventaja. Mas la suerte acompaña a los audaces: En ese crucial momento comparece en dos ómnibus el refuerzo que él espera y el segundo jefe del batallón, el mayor Francisco Javier Centeno, le grita desde afuera con su punzante voz: «¡Aquí estamos, mi comandante, a sus órdenes!». Raudo, el jefe de los alzados escruta con firmeza al superior, que no cesa de pestañear.

– Ya llegaron mis hombres, coronel, entregue las armas y ponga a su tropa bajo mi mando –dice muy seguro.

De ese modo, casi a las dos de la mañana el líder bolivariano logra el control de la estratégica altura llamada La Planicie, desde donde él debía dirigir la rebelión cívico–militar, a dos kilómetros del palacio presidencial.

Veintiséis horas antes, al filo de la medianoche del domingo 2 de febrero, el teniente bolivariano Pérez Ravelo, miembro de la Casa Militar en la Presidencia, le dijo por teléfono a Chávez: «Mi tío llega mañana a las 10 de la noche». Alude en clave al presidente Carlos Andrés Pérez, quien ha viajado a Davos, Suiza, al Foro Económico Mundial. Esa es la coyuntura escogida por los jefes de la rebelión, cuya primera acción será apresar a Carlos Andrés en el propio aeropuerto de Maiquetía, a 30 kilómetros de la capital. En caso de no poder realizarse, se hará en uno de los túneles de la autopista hacia Caracas y la tercera variante será la residencia presidencial o el palacio. Una vez bajo control, el mandatario será conducido al Museo Histórico Militar y desde allí Chávez anunciará que está preso.

Casi dos años han empleado los conspiradores en hacer el plan, que estuvo precedido de varias etapas, desde su génesis en 1977. Es la más grande sublevación militar de la historia venezolana del siglo XX. Prevé que participen diez mil uniformados, entre oficiales, clases y soldados: el 10 por ciento de las fuerzas armadas. Incluye unidades de infantería, paracaidistas, tanques, artillería, ingeniería, comunicaciones y el compromiso de algunos jefes del componente aéreo de mantener la neutralidad activa de esa arma. Las acciones se conciben de forma sorpresiva, vertiginosa y simultánea durante la noche del 3 y la madrugada del 4 de febrero de 1992. Abarca puntos neurálgicos de Caracas y de las otras tres ciudades más importantes del país, Maracaibo, Maracay y Valencia, así como la participación de unidades de otros estados.

El objetivo principal del alzamiento es apresar al presidente Carlos Andrés Pérez y al alto mando militar, someter a juicio al mandatario y crear un Consejo General Nacional, integrado por militares y civiles, que designará al nuevo presidente. Ese órgano supremo emitiría varios decretos, entre ellos uno que llamaría a elecciones para una Asamblea Constituyente con poderes soberanos. Un video grabado por Chávez se transmitirá por televisión, luego de ser tomado el canal estatal por un comando. En esa alocución Chávez informa al país las razones de la rebelión cívico–militar, pide al resto de las fuerzas armadas que se sumen y al pueblo que apoye con su movilización. Además, él ha coordinado la presencia de grupos civiles a los que se les entregarían armas.

Artífice y jefe principal de la rebelión, Chávez sabe que se trata de un intento muy complejo. Por eso casi no descansa durante la fresca madrugada del lunes 3 de febrero. Repasa los detalles del operativo en su modesta casa de la urbanización San Bernardo — ubicada en San Joaquín, estado de Carabobo, cerca de Maracay — , mientras su esposa Nancy y los tres pequeños hijos — Rosa Virginia, María Gabriela y Huguito — duermen en paz. Tiene una especie de sentimiento de que en pocas horas llegará el final de un ciclo de su vida, tal vez el comienzo de otro o que allí terminará todo.

Acompañado de reiteradas tazas de café y con la adrenalina disparada, relee el documento teórico–político que él había escrito meses atrás y que llamara El Libro Azul. De manera deliberada, como parte esencial de los preparativos de la insurrección, Chávez se propone con ese texto crear un referente ideológico autóctono, enraizado en lo más genuino de la historia venezolana; un sistema de ideas y valores éticos que se nutra de sus tres raíces más fecundas: Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora. Además, incluye un programa político de emergencia: Proyecto Nacional Simón Bolívar. Gobierno de Salvación Nacional. Líneas Generales para su construcción.

Cuando despunta el sol el 3 de febrero, en la víspera del anhelado día, el barinés se despide de Nancy con un beso. Luego mira en silencio a los muchachos que duermen y con los ojos humedecidos piensa que sus hijos y todos los niños venezolanos merecen vivir en otro país. Al cabo sale a paso firme, vestido con ropa deportiva. Un perro que dormita en una casa cercana siente la energía de su andar y comienza a gruñir y ladrar. «Esto va a ser arrecho», imagina el lozano comandante y absorbe con deleite el aroma mañanero de los jardines vecinos. Una hilera de palmas serenas y erguidas, a la izquierda de su casa, le recuerda a su tropa lista para el combate. «La suerte está echada», evoca en silencio a Julio César al cruzar el Rubicón, y siente que su jeep en marcha no tiene retroceso. De repente, un gato negro se atraviesa como un lince y desaparece en un sitio indefinido. Él lo mira de soslayo y sonríe.

– Todo va a salir bien Hugo –se dice bajito y sintoniza Radio Apolo para deleitar su alma con música llanera.

La única llamada que Chávez recibe desde Caracas ese lunes 3 de febrero ocurre a las cuatro de la tarde. Le informan que allí todo transcurre según lo planificado. Todavía no saben los insurgentes que ese día a la una de la tarde el capitán René Gimón Álvarez, que debía sumar la Academia Militar del ejército al operativo, ha delatado la conspiración. Y aunque no ofrece todos los detalles pone en guardia al alto mando militar, en particular a los jefes de las unidades de Fuerte Tiuna y del resto de Caracas. Ello ocasionará un golpe letal a la ejecución del plan en la capital y, por añadidura, en todo el país.

A las 10 de la mañana de ese día el capitán Gimón ha viajado desde Caracas a Maracay, distantes 105 kilómetros, con el fin de que el jefe de la rebelión le precise las instrucciones vísperas de la hora cero. Chávez lo recibe en su despacho del batallón de paracaidistas Antonio Nicolás Briceño, en el primer piso del vetusto cuartel Páez, y se limita a orientarle la misión específica. El capitán es un joven de carácter jovial, alto, de complexión atlética, pelo negro, ojos grandes y astutos. Durante el encuentro con el jefe de la conspiración sostiene la mirada segura y hace algunas preguntas. Ha justificado su presencia en Maracay diciendo que quería conocer bien las instrucciones de Chávez para cumplir con éxito su misión en la Academia Militar, donde es instructor y jefe de una compañía de cadetes. Allí le corresponde incorporar a los alumnos y a algunos oficiales y, entre otras acciones, debe hacer preso al director, quien, por albur, es su suegro. Pero en vez de ello, el apóstata le sopla a este la existencia del plan, al parecer antes de hablar con Chávez en Maracay.

Luego de lograr el control del Museo Histórico Militar, Chávez seguía preguntándose una y otra vez: «¿Por qué no lo hizo el comando previsto de Fuerte Tiuna, que debía además instalar el sistema de comunicaciones?». Varias mariposas nocturnas que revoletean bajo las luces que iluminan el amplio patio central lo distraen algunos segundos y, por último, le dice su inquietud a uno de los oficiales.

– ¿De qué manera tú crees que voy a dirigir esta operación tan dinámica, sin poder conocer los hechos ni tener posibilidad de orientar a nuestros compañeros en más de diez puntos en todo el país?

Después eleva su mirada a las estrellas y por un instante siente que el paracaídas no se abre y su cuerpo cae al vacío, como tantas veces temiera en la puerta del avión Hércules antes de saltar… Respira hondo. Sonríe. Y vuelve a recordar lo que ha pensado horas antes, al cruzar el valle de Aragua rumbo a Caracas en el viejo jeep militar, al frente de su batallón: «¡Dios mío, no sé qué va a pasar esta noche, pero somos libres!».

La operación se ha montado basada en tres conceptos clave: la sorpresa, el movimiento impetuoso de las tropas bolivarianas — acorde con el desarrollo de los eventos — y la concentración de fuerzas sobre puntos neurálgicos. La delación de Gimón facilita que los mandos militares impidan la salida de efectivos y medios de Fuerte Tiuna, en Caracas; por ejemplo, los encargados de garantizar las comunicaciones, o los tanques y la infantería que debían tomar el Palacio de Miraflores. Les quitan los fusiles a los soldados, desmontan las baterías de los vehículos y retiran las municiones y las radios de los blindados.

No obstante, un pequeño grupo de oficiales bolivarianos detienen a varios generales en el Fuerte Tiuna. Otros, en acción desesperada y heroica antes de la medianoche mueven hacia el palacio doce tanques desprovistos de municiones y radios, rompen la reja principal y se enfrentan con valentía a los asombrados militares, produciéndose las primeras bajas entre los insurgentes.

A duras penas Chávez logra comunicarse por teléfono con los comandantes Jesús Urdaneta Hernández y Miguel Ortiz Contreras, jefes de la rebelión en Maracay. En esa ciudad y en Valencia el guion se ejecuta de manera exitosa — salvo la llegada a Caracas de veinte tanques, que fueron interceptados — ; igual éxito acontece en Maracaibo. Sin embargo, el jefe del comando nacional desconocía más del 90 por ciento de lo que está ocurriendo en el conjunto del teatro de operaciones, y en el caso de Caracas ha quedado virtualmente ciego y sordo–mudo.

Chávez no sabe que el ministro de Defensa Fernando Ochoa Antich acude al aeropuerto a recibir al presidente, y lo alerta sobre un presunto plan de golpe de Estado. Y que despliega suficientes fuerzas de la Guardia Nacional y la Armada a fin de proteger al mandatario ahí y durante su recorrido hacia Caracas.

También desconoce que al presidente Pérez le han avisado por teléfono en su residencia que está en ejecución un golpe de Estado. Y que sale disparado en un auto desde la Casona hasta Miraflores, cruzándose en la autopista con varios combatientes bolivarianos que no lo identifican. Ni que pocos minutos después ellos intentan ocupar la casa presidencial a balazos.

Tampoco puede conocer que Pérez vuelve a escapar desde Miraflores, cuando al llegar los doce tanques al palacio atraviesa un túnel que le da acceso a un carro con placa privada y sale por la alcabala secundaria del edificio. Ni imagina siquiera que el comando asignado para tomar la televisora estatal logra hacerlo, pero al no presentarse los especialistas en comunicaciones retenidos en el Fuerte Tiuna, le es imposible transmitir el video grabado por él en VHS.

Alrededor de las cuatro de la mañana el comandante de los insurgentes escucha la segunda alocución de Carlos Andrés. Al verlo hablar por televisión desde Miraflores, aumentan sus preocupaciones. La balacera, a intervalos, no cesa en el este de la ciudad — sobre todo en el aeropuerto militar de La Carlota y en la residencia presidencial — . Chávez se mueve ansioso de un lado a otro del museo. A veces sube a la azotea por la empinada escalera de caracol y con sus binoculares visualiza borroso lo que sucede en derredor del palacio. Se siente como un tigre enjaulado. Aún tiene esperanzas: la posibilidad de que la fuerza aérea procedente de Maracay actúe con la luz del alba y el apoyo del pueblo en las calles.

Cerca de las cinco de la mañana logra hablar por teléfono con el comandante Urdaneta, que controla parte de las unidades de Maracay y le dice:

– Compadre, mándame apoyo aéreo.

– Compadre es imposible, los aviones salieron, pero les van a echar plomo a ustedes, perdimos el control de la base –le responde Urdaneta muy agitado.

Por su parte fallan en Caracas los grupos de civiles con los que se ha coordinado el plan, debido a dificultades de comunicación y en algunos casos por falta de coraje o de confianza de dirigentes de la izquierda hacia los militares bolivarianos.

La población permanece en sus casas expectante y confundida, sometida a las distorsiones de la información oficial y de los medios de comunicación, aunque tampoco sale a respaldar al gobierno en señal inequívoca de su descontento.

Minutos después de las tres de la madrugada el coronel Yanes Fernández logra comunicarse vía celular con el ministro Antich — que está en Miraflores — , le informa que el jefe de la sublevación se encuentra en el Museo Histórico y le suelta quién es. Al lado de Antich se halla el general Ramón Santeliz Ruiz, jefe de la dirección sectorial de Presupuesto del ministerio, quien se brinda para ir a persuadir a Chávez de que debe deponer las armas. Antich, que tiene plena confianza en su amigo Santeliz, acepta la idea pues además sabe que este y Chávez se conocen y el general posee dotes para el diálogo.

Santeliz pide que vaya delante suyo un tanque y otra fuerza de apoyo, pero le indican que se producirá una matanza y de eso modo no podrá cumplir su misión. Entonces, al filo de las cuatro decide ir en su auto privado — un Ford LTD azul del año 1979 — , acompañado del asesor civil del ministro, Fernán Altuve Febres, quien funge de chofer. Al llegar, un subteniente los recibe y cinco minutos después les dice que Chávez no se encuentra y que deben retirarse. El general simula que le duele el estómago y pide pasar al baño, ocasión que aprovecha para encontrarse con Chávez, quien se encuentra en el patio central dando órdenes. El visitante trata de ganar su confianza y le dice que está a sus órdenes. Chávez enseguida reacciona, con su rostro electrizado: «Necesito información», dice.

Santeliz es un cincuentón de tez blanca, pelo negro, 1.80 m de estatura, cuyos ojos marrones no cesan de sondear al jefe insurgente. Altuve, de estatura media, piel muy blanca y cabeza nevada, pese a que padece estrabismo en un ojo trata de mirar todo, en su papel de asesor del ministro. Chávez los escucha, alerta de las informaciones que puede obtener de ellos. Así se entera de que en Maracaibo el segundo jefe de la rebelión — Arias Cárdenas — , tiene preso al gobernador y que está controlada esa plaza. También conoce que viene avanzando hacia la capital la columna de tanques procedente de Valencia y ratifica que en Caracas el gobierno ha controlado la situación. Santeliz, con voz sincera le expresa que él no viene a pedir su rendición, pero sí a que deponga las armas. Le dice que no son enemigos sino compañeros de armas y le enfatiza: «A medida que amanezca, el tiempo corre en contra tuya…».

Al finalizar el diálogo, Chávez reafirma su posición de continuar la batalla, aunque en su fuero interno vislumbra el revés. Sabe que no podrá orientar los planes contingentes, debido a que no dispone de comunicaciones. De todos modos, sus ojos siguen encendidos. Al ver a uno u otro subalterno le da una palmada en el hombro y transmite brío:

– Pa’ lante… –dice.

Cuando el general negociador le informa al ministro, este le dice: «Vamos a ofrecerle un avión para que se vaya del país». Y Santeliz, que ha visto al líder bolivariano desplegado, le dice: «No vale, tú no conoces a Chávez, él no abandona su puesto».

Después de las cuatro de la madrugada, cuando se conoce que él comanda la rebelión, Chávez comienza a recibir llamadas de oficiales. Entre ellas una de Antich: «Bueno Chávez, estás rodeado, el presidente le habló al país y regresó a Miraflores, donde fueron derrotados los golpistas; ustedes no tienen salida, ríndete, entrega las armas».

El líder bolivariano sostiene el teléfono de manera rígida, y trata de sacarle información al ministro sobre lo que sucedía. Ochoa Antich le dice: «Solo algunas unidades de tanque en Valencia te apoyan, pero ya las vamos a parar». Y Chávez le riposta, acentuando el tono grave de su voz, que parece salir del fondo de una cueva: «No mi general, no las van a parar, ustedes saben que esto va en serio». Y como el ministro sigue atento, el joven comandante llena sus pulmones y agrega con aire confiado: «Esperemos que amanezca para que usted vea la segunda oleada y será usted el que tenga que rendirse; así es que, si el presidente está en Miraflores, deténgalo y deponga las armas».

En ese momento irrumpe en la oficina de Antich el presidente Pérez y vocea: «No voy a negociar con esos facinerosos, dígale que se entreguen sin condiciones». Al instante, Antich corta el diálogo y conmina a Chávez a que se rinda. «No habrá negociación», afirma. Y en respuesta, el comandante bolivariano le cuelga el teléfono. Carlos Andrés completa su orientación, con el rostro inundado de odio:

– ¡La orden es tomar el Museo a sangre y fuego!

El jefe de la rebelión también desconoce que la brigada de tanques que debe moverse para Caracas desde Valencia, ha sido detenida en la autopista; lo mismo ocurre con los misiles antitanques procedentes de San Juan de los Morros, estado Guárico: La segunda oleada no llega. Así a las siete de la mañana el líder bolivariano se comunica con el comandante Fuenmayor, edecán del presidente, y le pide que Santeliz vaya otra vez a verlo.

Cerca de las siete y treinta de la mañana regresan al Museo los dos emisarios. A esa hora el jefe de la insurrección ha podido obtener algunos datos esenciales, que le permiten concluir que no es factible la victoria. No tiene otra salida que deponer las armas. Los principales objetivos del plan en Caracas no han sido cumplidos. El presidente estaba en Miraflores — símbolo del poder — , y ha realizado tres alocuciones. Todos los canales de televisión y la radio actúan en contra de la rebelión, igual que la abrumadora mayoría de los dirigentes políticos, incluso de centroizquierda. Las arremetidas insurgentes en Miraflores y en la Casona fracasan, pese a que las fuerzas bolivarianas combatieron en forma heroica. El aeropuerto militar de La Carlota, al este de Caracas, ha sido tomado por los insurgentes, pero al amanecer ya estaban rodeados y al borde de ser vencidos, luego de mantener intensos combates.

Chávez tampoco ha podido comunicarse en la madrugada con Joel Acosta Chirinos, que era el jefe del otro batallón de paracaidistas desplegado en Caracas, con la misión de tomar ese aeropuerto y La Casona. En Maracaibo, Valencia y Maracay los comandantes respectivos de la insurgencia en esas plazas, pueden cumplir. Sin embargo, al fallar la rebelión en Caracas y no ocurrir la segunda oleada, ello posibilita al alto mando centrar en la capital miles de efectivos de la Guardia Nacional y de la policía represiva. Además, con la aviación comienza a retomar el control de las plazas del interior del país. El pleno dominio de la fuerza aérea por parte del gobierno, se convierte desde el amanecer en la pieza decisiva del jaque mate a los insurgentes.

Los aviones amenazan rasantes sobre La Planicie. El teniente Jesús Suárez Churio, jefe de la tropa insurrecta de seguridad que rodea el Museo, comienza a gritar de alegría: «¡Ahora sí ganamos, llegaron los nuestros!». Hasta que varias ráfagas de salva contra el edificio le bajan de un tirón la euforia.

El comandante barinés no posee suficiente información, pero con su astucia logra inferir en pocas horas que no se han cumplido los aspectos nodales del plan. Confirma que es imposible pelear a ciegas. Y le preocupa mucho emplear las armas de guerra que tiene dentro del Museo Militar, rodeado de miles de viviendas. Por eso les expresa con el semblante erguido a sus oficiales de la jefatura en La Planicie:

– Se puede seguir luchando cuando existe la posibilidad de alcanzar el objetivo –hace una pausa, ojea los rostros tirantes de sus compañeros y concluye con su poderosa voz–: Pero no tiene sentido hacerlo por morir o matar.

Discute la idea con sus oficiales y acuerdan deponer las armas. Él ha aprendido durante su formación militar que un comandante debe cumplir la misión que le encomienden. Y cuando ello no es viable, su primera responsabilidad es velar por la vida de sus hombres y de los demás ciudadanos.

Ante esa dramática situación, Chávez se coloca de pie frente al general Santeliz minutos después de llegar este al Museo y enfocándole los ojos le dice:

– Ahora sí estoy pensando en deponer las armas, vamos a conversarlo.

Pide al superior que se respetara la vida de toda su gente y que le permitieran ir a los sitios donde se encuentran varios grupos de combatientes en Caracas, a recogerlos y protegerlos antes de él ir preso.

El comandante de la rebelión ordena formar a su tropa y manda armar pabellones. Luego de observar que todos los combatientes han colocado sus fusiles en el piso de ese modo — en cruz — , abraza y alienta a cada uno de los siete oficiales que están con él. Cuando se para frente al teniente Aquino Lamont, le dice: «Bueno, muchacho, seguimos en la lucha». Y Lamont, que ha sido su alumno en la Academia Militar, responde con una frase impactante, que los demás oficiales escuchan y la hacen suya con igual devoción:

– Así es, Maestro, seguimos en la lucha.

Enseguida, el Maestro habla a todos sus subordinados, que lo observan expectantes, varios con los ojos humedecidos, formados de pie en el amplio patio, donde las armas sobre el piso parecían mirar atónitas lo que acontece:

– Es un honor para mí comandarlos hasta hoy, que Dios me los bendiga –dice con talante sobrio y digno, después de explicarles que no se han podido alcanzar los objetivos.

De inmediato, entrega las tropas al general. Chávez conoce a Santeliz desde años antes, y sabe que de joven este ha conspirado contra Carlos Andrés en su primer mandato. Eso explica que aquel le revele a Chávez la orden de Carlos Andrés, de tomar el Museo a sangre y fuego, y le advierta que es necesario tener extremo cuidado. El rayo de la muerte estremece por un momento al barinés y otra idea le surca con igual velocidad: «Rosita, María, Huguito… ¡Yo hoy no muero, carajo!».

Solicita al general portar su fusil, las granadas y la pistola, pues un amigo también le ha advertido por teléfono que la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip) tiene la orden de asesinarlo, impartidas por el presidente.

Avanza con paso sereno y atento a cualquier contingencia hacia el auto de Santeliz — el Ford LTD color azul de 1979 — que conduce Altuve. Van los tres solos, sin escoltas. Chávez, sentado detrás de Altuve, indica los puntos donde debían detenerse para avisar a sus compañeros. A su lado derecho va Santeliz, oteando el peligro.

No obstante la orientación impartida por el presidente a la siniestra Disip, los oficiales en el Fuerte Tiuna protegen la integridad física y moral del prisionero. Es evidente que necesitan a Chávez para terminar de sofocar la rebelión. Tienen el temor de que, si continúa la resistencia, pueden originarse disturbios, ríos de sangre y un clima de ingobernabilidad. La orden es concluir todo antes del mediodía. Por ello, conducen al jefe de la rebelión a la oficina del ministro Ochoa Antich en Fuerte Tiuna. Al entrar, lo espera el vicealmirante Elías Daniels Hernández, Inspector de las Fuerzas Armadas. Chávez se detiene ante él y de una forma respetuosa pero gallarda le dice:

– Mi almirante, el comandante Hugo Rafael Chávez Frías viene a rendir armas.

Luego entrega el fusil, la pistola, las granadas de manos, la radio que no pudo emplear y se sienta en un sofá. Pide café y le dice a un mayor que por favor le consiga una cajetilla de cigarros…

Mira el reloj: son las nueve y treinta y cinco de la mañana. Queda a solas con sus pensamientos durante breves minutos y en ese instante vuelve en sí. Toma plena conciencia del torbellino que lo arrastra en tan breve tiempo. Siente el peso del mundo sobre su cabeza. Una y otra vez lo azota una sola idea: es preferible morir a rendirse. Se derrumba. Enciende un cigarro y permanece atento a las conversaciones de los oficiales que entran y salen del local. Hay mucha tensión, órdenes y contraórdenes. Están allí los jefes respectivos de la fuerza aérea, del ejército y de la armada.

Comienza a enterarse por los comentarios de los generales que Arias Cárdenas se rinde en Maracaibo y Acosta Chirinos entrega el mando al jefe del aeropuerto militar La Carlota, en Caracas, y que Ortiz Contreras ha ordenado liberar a los prisioneros en Valencia. Escucha que Urdaneta todavía no ha declinado las armas en Maracay y que lo están rodeando para hacerle una ofensiva y lanzar bombas desde aviones por los flancos, con el riesgo de provocar muchos muertos. Conoce que en Valencia los capitanes Valderrama, Jiménez Giusti, Arteaga Paez y Martínez Alfonso tienen los tanques en la calle, toman prisionero al comandante de la brigada de tanques y se niegan a dialogar; además han entregado armas a estudiantes de la Universidad de Carabobo.

Chávez no piensa ya en el cumplimiento de la misión, imposible de alcanzar. Ahora le abruma la suerte de esos hombres, que valientemente resisten. Percibe que la situación en Maracay y Valencia se está yendo fuera de control y teme que haya muchas víctimas de sus compañeros y muertes innecesarias de otros uniformados y de civiles. Es así que poco después de las diez de la mañana se levanta del sofá y vuelve a coger su nivel. «Estoy vivo», medita algo más animado y abre sus oídos a los comentarios que se hacen en el salón, que parece un estado mayor en plena guerra.

Cuando oye que los aviones F–16 tienen órdenes de bombardear la brigada blindada en Valencia, pide a sus captores hablar con los sublevados. Se comunica con el capitán Antonio Martínez Alfonso en Valencia:

– Mira, muchacho, ríndanse, yo depuse mis armas –le dice con especial afecto.

– ¡No, no, el que habla no es mi comandante Chávez! –exclama el capitán sin creer que su jefe podía rendirse–. Voy a comprobar si usted es Chávez, esta es mi contraseña: «Páez».

– «Patria» –le dice Chávez.

El capitán hace silencio y luego concluye atribulado:

– Está bien mi comandante, nos rendimos, pero solo si cesan los bombardeos y mandan un helicóptero que nos lleve a Caracas.

Falta Urdaneta en Maracay. A Chávez le golpea la imagen suya cuando el día anterior le ha dicho vestido con su uniforme de campaña apretado a su cuerpo fornido, alto y de ímpetu volcánico, que lo hace parecer un Rambo: «Compadre, pa’ que sepa, si esto falla yo muero peleando». Se inquieta más al saber que Urdaneta ha cortado los teléfonos y entrado a plomo a un mediador que le enviaron. Chávez propone ir él en un helicóptero a hablar con Urdaneta. Le responden que no, pues hay muchos aviones en el aire y pueden tumbarlo por equívoco o hacerlo los insurgentes. Entonces mira al almirante Rodríguez Citraro, jefe de la Armada, que le parecía en ese momento el único alto oficial aplomado en el lugar. Le propone con voz resuelta: «Llamen a radio Apolo, esa es una estación de Maracay que escuchan todos los soldados allí, y yo les hablo. Si Urdaneta me oye yo sé que evitamos una matazón».

Al cabo de algunos minutos, los jefes militares coinciden en que la mejor variante es que Chávez inste a sus compañeros por televisión y radio, a escala nacional. Muy cerca, en un local contiguo, esperan ansiosos decenas de periodistas. Pero los oficiales no quieren perder tiempo y deciden que Chávez redacte su alocución y la lea ante las cámaras. Cuando el almirante Rodríguez Citraro le plantea formular su mensaje de rendición por televisión, Chávez acepta de inmediato. Pero declina escribir y leer un texto.

Supone que traerán una cámara, grabarán y luego editarán; le aclaran que será con todos los medios. Y el viceministro de Defensa le grita terminante:

– ¡Si no escribes, no hay mensaje!

– Pues díganle a los periodistas que se vayan –responde el prisionero con sequedad y agrega brioso, a pesar de sus ojeras–: ¡General, les he dado mi palabra de honor, yo estoy rendido y solo haré un llamado a la capitulación de los demás!

– Bueno Chávez, los periodistas te van a hacer preguntas –replica el viceministro.

– No responderé preguntas –dice Chávez en tono sereno, y como los altos oficiales están ansiosos por terminar la sedición, aceptan que hable sin papel.

Al no haber tiempo para instalar microondas y transmitirlo en vivo, deciden entonces que cada medio lo grabe y lo saque al aire cada uno por su cuenta. En ese instante de revuelo, Chávez piensa en su imagen. Anda sin la boina roja, insignia de los paracaidistas y sin las fornituras. Recuerda al general Noriega, presentado en la televisión por los gringos con franela y doblegado, luego de la invasión a Panamá en 1989. Una luz lo ilumina.

– Quiero lavarme la cara –dice.

Va al baño que le brinda Santeliz en su oficina y ante al espejo se coloca la boina ladeada, cubriéndole la mitad de la frente a la usanza de un paracaidista en combate. Piensa también en su mejor postura ante las cámaras. Decide poner los brazos detrás y, al salir, su voz íntima le dice: «Van a pensar que estás esposado». Y enseguida las saca hacia delante, libres…

Camarógrafos y periodistas entran como un remolino. En minutos los equipos están listos y se encienden las luces. Chávez aparece enhiesto, con su uniforme de campaña íntegro, aunque sin armas. A su lado están el general Jiménez y el vicealmirante Daniels, con sus rostros taciturnos. Al prisionero no se le aprecia derrotado. Mira a las cámaras con soltura y dispara una certera ráfaga de 169 palabras que dura 50 segundos exactos:

«Primero que nada quiero dar buenos días a todo el pueblo de Venezuela, y este mensaje bolivariano va dirigido a los valientes soldados que se encuentran en el Regimiento de Paracaidistas de Aragua y en la Brigada Blindada de Valencia. Compañeros: lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital. Es decir, nosotros, acá en Caracas, no logramos controlar el poder. Ustedes lo hicieron muy bien por allá, pero ya es tiempo de reflexionar y vendrán nuevas situaciones y el país tiene que enrumbarse definitivamente hacia un destino mejor. Así que oigan mi palabra. Oigan al comandante Chávez, quien les lanza este mensaje para que, por favor, reflexionen y depongan las armas porque, ya, en verdad, los objetivos que nos hemos trazado a nivel nacional es imposible que los logremos. Compañeros: oigan este mensaje solidario. Les agradezco su lealtad, les agradezco su desprendimiento, y yo, ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano. Muchas gracias».

Los periodistas corren a tropel. A las diez y treinta de la mañana comienza a transmitirse la grabación en cadena nacional y después se repite sin pausas. Chávez retorna a la oficina del ministro Antich. Y otra vez se desmorona en el sofá. La culpabilidad lo invade. Un oficial le trae café, enciende un cigarro y sigue absorto en una idea fija: «Puse la torta del siglo, además de rendirme llamé al resto a que hicieran lo mismo…».

De repente el general Santeliz se sienta a su lado derecho, sonríe y le da una palmada en el hombro. Chávez voltea hacia el general su rostro marcado por más de cuarenta y ocho horas sin dormir y luego baja la cabeza. Santeliz lo aprecia apagado y no puede contener su simpatía.

– ¡Qué bueno lo que dijiste, vale!

Chávez lo mira escéptico y contrae su cara.

– ¿Cómo «qué bueno» mi general, si llamé a la rendición?

– Dijiste «por ahora», no tienes idea… eso es lo que todos comentan en Venezuela –responde con cierta euforia Santeliz.

Chávez lo mira en silencio y rememora sus breves palabras…

– Eso salió solo, yo no me di cuenta –dice en voz baja, con su rostro centrado en el infinito, mientras acaricia la boina sobre las piernas.

El impacto de su mensaje es notorio en toda Venezuela. La gente no se cansa de escucharlo. Millones de personas se dan cuenta al instante de que es alguien distinto y no hablan de otra cosa. Han visto el talante y la figura del jefe de los sublevados: Un joven militar de 37 años, delgado, plante de llanero auténtico, mirada frontal y verbo sincero y fluido, con el uniforme de batalla coronado por una boina roja, piel matizada por las tres razas simientes de Venezuela, frente amplia donde resalta en su lado derecho superior una verruga rojiza, ojos más bien pequeños y penetrantes, labios voluminosos, pelo ensortijado y una nariz que hace recordar las lanzas llaneras de Páez.

Hasta los buenos días que él ofrece al pueblo venezolano son objetos de elogios. Igual que su valentía al asumir la responsabilidad, en un país donde los políticos nunca lo hacen. También la mayoría simpatiza con su convicción de que Venezuela tiene que enrumbarse hacia un destino mejor. Y a nadie escapa el rayo alentador: «Por ahora». Nunca en dos vocablos se ha dicho tanto, ni un publicista genial lo habría hecho mejor. Siembra esperanza: habrá continuidad. En el compacto mensaje está implícito el diagnóstico del desastre que vive el país, los culpables de ese extremo y la certeza de que existe una salida promisoria. El pueblo siente una repentina conmoción: han descubierto el líder añorado.

Esa mañana del 4 de febrero, Hugo de los Reyes Chávez se encuentra en su finquita La Chavera, en Barinas, echándole comida a unos cerdos y alguien que pasa en bicicleta le dice: «Hugo, hay un alzamiento militar». El padre del jefe de la rebelión se queda tranquilo y el ciclista lo precisa: «¿Y usted no cree que allí está su hijo?». Hugo de los Reyes sigue en su faena y le responde lacónico:

– No, él no se mete en esas vainas.

En su casa de la capital barinesa la madre del insurgente, Elena Frías, al saber la noticia sale disparada a buscar una amiga. Tiene una intuición.

– ¡Ay Cecilia! ¡Ay Cecilia!, es que hubo un alzamiento y el Huguito debe estar en eso!

Chávez ha visitado Barinas un mes antes de la rebelión, y estado a punto de confiarle el secreto a su progenitor: «Papá, va a ocurrir algo…», piensa decirle. Mas una voz interior le ordena: «No, no le digas a tus padres, recuerda la disciplina revolucionaria».

Al caer la noche, el joven comandante piensa en ese último encuentro con sus creadores en Barinas, mientras el general Santeliz — esta vez junto a varios efectivos — lo traslada a la cárcel que radica en los sótanos de la Dirección de Inteligencia Militar: un lugar frío y húmedo, iluminado las veinticuatro horas donde deberá pasar varias jornadas sometido a interrogatorios. Allí duerme a intervalos, sin saber qué ocurre fuera, dialoga a ratos con el celador, fuma sin deseos y de ese modo pasa el largo día después.

Luego de intensos interrogatorios y presiones recibe la visita del capellán de la cárcel militar, el padre Torbes, un hombre maduro, andar despacio y voz serena. Chávez le pide la bendición y el sacerdote, para consolarlo, lee deseoso el Salmo 37 de David en una diminuta Biblia que trae consigo: «Los inicuos han desenvainado una espada misma, y han doblado su arco, para hacer caer al afligido y pobre, para degollar a los que son rectos en su camino. Su propia espada entrará en su corazón, y sus propios arcos serán quebrados».

El capellán marca el Salmo y parado de espaldas a la cámara, sigiloso, le entrega la Biblia al prisionero. Y al percibirlo de cerca tan decaído, no puede aguantar las ganas, simula que lo abraza para despedirse y le susurra con esmerada dicción:

– ¡Levántate hijo, en la calle eres un héroe nacional!

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