Cuatro máquinas hegemónicas cubanas y una fuga de utopía

Por Leyner Javier Ortiz Betancourt

La Tizza
La Tizza Cuba

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For E. T., machine maker, machine lover

Quisiera limitarme por el momento a indicar la diferencia decisiva entre el simple abastecimiento de un aparato de producción y su transformación… abastecer un aparato de producción sin transformarlo en la medida de lo posible es un procedimiento sumamente impugnable incluso cuando los materiales con que se le abastece parecen ser de naturaleza revolucionaria.

Walter Benjamin[1]

Cualquier persona atenta al discurso político en Cuba pudiera dar cuenta de la repetición obsesiva de al menos cuatro temas: la unidad, la continuidad, el enemigo y el líder — no tanto la persona llamada Fidel sino una visión específica, imaginaria y parcial de Fidel — . La pregunta que podemos formular ante esta verdad empírica es ¿cómo debiéramos interpretar esa obsesión política con los cuatro términos?

Podemos iniciar pensando cuán consciente o inconsciente es este ejercicio por parte del Estado: al parecer, se incluyen los contenidos de manera consciente, pero el hecho de que siempre aparezcan con arreglo a formas en parte invariables responde a un proceder inconsciente. No quiere esto decir que el Estado conforme discursos como un autómata, sino que las recurrencias y leitmotivs son formas de emergencia del inconsciente político que terminan por determinar el discurso consciente.

Estas repeticiones en apariencia interminables y recurrentes recuerdan el proceder de las máquinas en las industrias, que producen lo mismo bajo un ritmo trepidante que somete al obrero. Entonces, como dice Marx en El capital, no es el obrero colectivo el que domina en la fábrica sino las máquinas en su calidad de capital constante o trabajo muerto las que someten al capital variable o trabajo vivo a su ejercicio productivo. Guilles Deleuze y Félix Guattari en El Anti-Edipo introdujeron la categoría de máquinas deseantes, máquinas de producción de deseo que operaban en el plano del inconsciente, la fábrica del deseo. Quizás para explicarnos las obsesivas repeticiones de los cuatro temas señalados al inicio sea prudente pensar que estos se estructuran como máquinas simbólicas de producción de hegemonía — una adaptación de la idea de máquina de Deleuze y Guattari que en este caso opera como bisagra formal entre el inconsciente político y la política consciente.

Hablamos de máquinas semi-autónomas en la medida en que existen dentro de un sistema productivo integrado, una línea única y sincrónica de producción: el Estado-nación revolucionario cubano. Toda su actividad productiva asume como dado el orden (simbólico) revolucionario, se orienta hacia el Estado y tiene efectos inmediatos en la idea de lo nacional.[2] Sería útil, pues, analizar qué dicen las máquinas en cuestión.

El sentido literal de las máquinas

Hay una disposición moral de las máquinas según la cual a la máquina enemigo le corresponde lidiar con el Mal. Esta máquina postula que la Revolución en general y el Estado en particular poseen, en efecto, un único enemigo: el gobierno de los Estados Unidos. Se trata de un objetivo focalizado, visible, exterior y con voluntad propia, que ha decidido ejecutar acciones sistemáticas y homólogas en contra del Estado y la Revolución cubana. La semi-autonomía de la máquina se focaliza en la persistencia estructural, casi invariable, del enemigo en la historia, y proyecta la imagen de que su actividad es total e invasiva, que el enemigo siempre está en ofensiva y que la defensa es la labor fundamental de la Revolución. Pues, si existe un enemigo afuera debe haber una contrapartida, un nosotros adentro que se defiende.

Para el nosotros existe la máquina unidad, que plantea la necesidad de estar unidos ante los embates del enemigo y para ejecutar mejor las misiones auto-impuestas de la Revolución. Para esta máquina todo adentro debe estar unificado, de modo que adquiere relevancia en la construcción de lo nacional, lo estatal y lo popular como objetos unidos por «necesidad». Por supuesto, el disenso solo sería aceptable en los términos en que no lacere la unidad, pues esta se enuncia siempre en términos de armonía y paz. Además, siempre se habla de la unidad, se asume que se trata de una sola extendida hasta los límites mismos del Estado. Entre esta máquina y la anterior se propone una visión cartográfica del mundo que opera en un nivel sincrónico y espacial: afuera el Mal en el enemigo, adentro el Bien en la unidad.

El líder, por su parte, como producto de su máquina respectiva, es algo «puro», incapaz de errar, contenedor de la razón, la virtud y la agencia política. La unidad, de hecho, no tuviera sentido sin un líder, alguien que la dirigiera hacia algún lugar más allá de la defensa ante el enemigo. Por esto el líder está tan afuera como adentro, digamos que el líder es un hipervínculo hacia un sentido trascendental: como hipervínculo es mundano y está adentro, pero a lo que remite el hipervínculo — la Revolución — se encuentra afuera. El líder también es contenedor del Bien, pero este Bien es tan absoluto que se encuentra más allá del bien mundano que propone la máquina unidad. Y como Bien supremo existe siempre, casi al margen de la historia, es una «necesidad» estructural.

Por último, tenemos la máquina continuidad que es la encargada de narrar a las máquinas anteriores. En ese sentido es una máquina elusiva, pues no se remite a sí misma como las otras. Así es capaz de formular la existencia continua e ininterrumpida de una unidad revolucionaria, de un enemigo — gobierno estadounidense o bloqueo — y de un líder histórico de la Revolución. Este procedimiento permite establecer un vínculo directo entre sucesos separados por decenas de años, lo cual sirve para declarar una lealtad histórica y una voluntad de darle seguimiento o continuidad al suceso en cuestión. Finalmente, la continuidad llega a presentar la relación entre elementos distantes en el tiempo con tanta identidad y homología que la narración se presenta casi como un objeto espacial, es como si la historia fuera el territorio del presente, como si el primero de enero estuviera allí, cercano, y fuera idéntico cada año.

Hasta aquí podemos decir que se ha agotado la interpretación literal de las máquinas, el qué dicen. Ahora corresponde analizar qué contradicciones existen en lo dicho, cómo dicen lo que dicen y qué no dicen las máquinas.

Resultados productivos de las máquinas

Ante todo, resulta curioso buscar contradicciones internas en máquinas que tienden a borrar toda contradicción en sus productos. Podemos decir, además, que la forma en que presentan sus productos tiende a negar la necesidad de interpretarlos. Centremos nuestro análisis ahora en cuatro aspectos problemáticos: el conflicto, la agencia política, el historicismo y la capacidad articulatoria o sistémica.

Es pertinente comenzar con la gestión de lo conflictivo pues este aspecto afectará al resto de las posturas, en particular la visión de la historia — o narrativa — y la capacidad de postularse como sistema. Con respecto a lo conflictivo las máquinas se agrupan de la siguiente manera: unidad y continuidad tienden a borrar toda traza de conflicto real tanto en el territorio de lo actual como en el pasado; enemigo expulsa la contradicción hacia el exterior y líder es el sitio en el que todas las contradicciones se resuelven.

Recordemos que la máquina unidad producía el código para interpretar el interior del sistema, y la correspondiente visión utópica que implica. En ese interior, en esa unidad no existe el conflicto o la contradicción, todo ocurre de acuerdo a una armonía absoluta, la unanimidad en las votaciones es un efecto evidente de esta unidad como absoluto. La consecuencia inmediata de esta construcción es pensar una única forma de unidad, solo una unidad, como oposición a lo múltiple, plural o diverso.

En unidad — bajo la guía del líder y frente al enemigo — no debiera haber conflicto interno, entre otras cosas porque adentro no existe el Mal sino el Bien, aunque representantes internos del Bien puedan corromperse y devenir en representantes del Mal. Según esta percepción el enemigo nunca está adentro, siempre está afuera, y cuando está adentro se debe a: 1) que la persona ha sido comprada por el enemigo — mercenario — o 2) que ha tenido contacto con él y se ha contagiado — infectado — .

En el primer caso, se asume un determinismo económico directo, en el que la economía se resume a un asunto monetario y pierden relevancia nociones como las convicciones o principios morales que pueda tener el enemigo y que pudieran ser determinantes. En el segundo caso se trata de una ideología médica arcaica en la que uno se enferma por contacto con agentes externos, uno nunca está constitutivamente enfermo. La enseñanza de la medicina moderna es, por el contrario, que el cuerpo posee un cúmulo de microorganismos letales, que el proceso celular puede devenir cancerígeno por causas internas y azarosas, es decir, que estamos siempre-ya corruptos por dentro.

La posibilidad de un enemigo «auténtico» es una que la máquina en cuestión tiende a borrar pues canaliza todo el Mal y el núcleo del conflicto hacia el exterior. Y se trata de una visión peligrosa pues el conflicto fundamental, al ser reducido al enfrentamiento entre el Estado cubano y el gobierno estadounidense, corre el riesgo de perder su dimensión clasista o la incompatibilidad entre un modo de producción (capitalismo) y otro en ciernes (transición socialista). Esto tiene consecuencias inmediatas para el problema de la agencia política.

Recordemos que enemigo focaliza en un punto concreto y visible al enemigo: el gobierno de Estados Unidos, y que su funcionamiento siempre ocurre de consuno con el de la máquina de borradura de conflictos por excelencia, la máquina unidad. Tal combinación implica un problema: una incapacidad para visualizar a los militantes enemigos honestos, que no sean ni pagados por el gobierno estadounidense ni hayan tenido un contacto contagioso con él. Ahora bien, ¿por qué ocurre esto? Todo tiene que ver con la imagen del enemigo. Pues, ¿y si el enemigo no fuera un punto focal visible, y si el enemigo fuera, ante todo, una ideología o, peor aún, una subjetividad de clase social o un modo de producción en su conjunto?; ¿y si no fuera una institución consciente sino un ente abstracto fundamentalmente inconsciente, una economía?

Esta es una perspectiva aterradora para la política más simple pues impediría proyectar un punto concreto y definible en el que existe un Mal consciente, además, disminuiría la relevancia de las explicaciones de enemigos en tanto mercenarios o infectados. Sin embargo, permitiría una visión más real del conflicto y sus dimensiones y nos conduciría a visualizar con claridad los conflictos de adentro, las contradicciones ideológicas y económicas en el seno de la unidad formal.

En la combinatoria de enemigo y unidad existe un efecto político curioso. La máquina unidad se encarga de borrar el conflicto de cara al enemigo, de garantizar la máxima unanimidad y exclusividad, pero no tiene una postura concreta hacia la acción política, solo sabe que debe resistir al enemigo, reaccionar ante sus acciones. Es decir, la unidad es básicamente reactiva, tiene una perspectiva especular, su acometido político inconsciente es reaccionar ante el enemigo, mantenerse unida ante los embates del exterior. La pregunta que uno debe hacerse es: ¿dónde queda entonces la capacidad política ofensiva y creativa? Queda fuera de la unidad: el lugar de la agencia política corresponde a la máquina líder.

En efecto, líder es el nombre de la gran política, el lugar de donde brotan las iniciativas, las grandes ideas. También se trata de una necesidad de visualizar la creatividad política, pues es complejo seguir a Fidel en su idea de que «las revoluciones las hacen las masas»; en todo caso se trata de una tarea analítica que las presentes máquinas no pueden acometer. Ellas tenderán, por el contrario, a focalizar la gran política en ese punto que, por su condición de pureza, de estar adentro — de la unidad — y afuera — por encima de ella — , es una manera de limpiar la política de toda suciedad, de legitimarla como voluntad específica del líder.

Una vez agotada la dimensión del presente cabría preguntarse qué tipo de narrativa propone la máquina continuidad con respecto a estos problemas. Básicamente, continuidad refrenda los postulados de las máquinas en el devenir de la revolución y plantea que antes era también así. Es decir, para continuidad existe una identidad o correspondencia entre el pasado y el presente, y, por transitividad, también existirá una identidad entre pasado, presente y futuro. El efecto perverso de esta máquina es que borra todo acercamiento real a la historia, la aborda como si se tratara de un territorio — digamos que ese territorio se llama Revolución — que no deviene, que no se transforma a lo interno, que es siempre idéntico, exactamente igual en cada momento de su existencia. Y, por supuesto, toda borradura de la historia supone una cancelación de un futuro cualitativamente distinto.

En el caso de la máquina enemigo, la acción de continuidad produce un gobierno estadounidense siempre en esencia hostil a la independencia de Cuba, sin variaciones significativas desde su fundación como Estado en 1776 hasta la actualidad, salvo el conjunto de acciones desplegadas con posterioridad a 1959 que no son más que la agudización de una tendencia ya evidenciada. Similar es el despliegue continuo de la máquina unidad, que sirve como explicación del éxito o derrota de todas las luchas revolucionarias, en particular las revoluciones de 1868 y 1930. Correlativa a la idea de unidad es la de un líder, que será más visible en tanto más sólida la unidad, y funciona entonces como líder de la unidad revolucionaria.[3]

Como puede observarse, la narrativa que propone esta máquina es tan sincrónica que no funciona propiamente como una narrativa; su acometido es, por el contrario, ser una narración del mapa político del presente ya trazado por las tres máquinas anteriores. Es decir, el presente es tan absoluto que no admite ni pasado ni futuro, y si los admite estos son lugares de su territorio, nunca productos de transformaciones en el tiempo, que estuvieron y ya no están, o que no están pero estarán.

Por último, la ejecución combinada de estas cuatro máquinas produce un entramado o red de consistencia sistémica. Aun desde su semi-autonomía, el procesamiento de cualquier materia prima política transcurre todo el proceso de producción y termina transformado en los productos estándares discutidos acá. Los productos de las máquinas se ensamblan juntos y no mantienen entre sí una relación antagónica, el conflicto entre las máquinas es mínimo. El gran problema con este sistema puro es la manera en que se postula como autosuficiente y finalizado. Es decir, fuera de este sistema productivo de cuatro máquinas no pareciera existir nada más, a no ser la Revolución como orden simbólico constituido, el Estado como «fábrica» de hegemonía, la máquina nación como eje productivo axial y el socialismo en tanto conquistas populares alcanzadas y no ampliables. Sin embargo, lo cierto es que existe un cúmulo de procesos exteriores a este orden sistémico que atentan contra su funcionamiento.

Producto final y puntos ciegos

Hay al menos dos puntos ciegos en la obsesión temática de las máquinas: la economía y el pueblo. A la luz de los análisis de Michael Lebowitz es lógico que los discursos económicos no encuentren en el Estado una coagulación maquínica, pues se trata de discursos contestados todo el tiempo, afectados por el problema económico general de la transición: la reproducción impugnada. Esta condición no permite el pleno desarrollo ni de la lógica planificadora centralista de Estado, ni de la lógica capitalista de las empresas, ni de la lógica de autogestión de lo común del proletariado; en todo caso estas tres formas de producir se mantienen en permanente disputa, y que no exista una máquina económica dominante y efectiva es muestra de que la lucha es ardua y no se ha solucionado con carácter decisivo.[4]

El caso del pueblo como punto ciego es congruente con las consecuencias que tiene para la agencia política el despliegue combinado de las máquinas. Un proceso que da como resultado que el producto líder acapare toda la agencia no va a tener necesidad de ocuparse del sujeto plural y contradictorio llamado pueblo. Tampoco si se tiene en cuenta que la unidad es la forma política demandada en primer término, es decir, la ausencia de contradicciones o armonía entre los miembros de la unidad política concreta, en este caso, por demás, la unidad única. Por el contrario, no solo el pueblo es un lugar de agencia política, de invenciones e imaginaciones políticas no controlables, sino que es el seno de múltiples contradicciones de diverso signo. Ante lo real de la agencia y las contradicciones constitutivas, las máquinas líder y unidad pierden su sentido productivo. El pueblo cubano como espacio de contradicción e invención política es inasimilable para el juego de máquinas existente.

Vistos los dos puntos ciegos es válido preguntarse por la manera en que ocurre todo este proceso de producción. La pregunta tiene que ver con la puntillosa obsesión con la que el producto final tiende a emerger en cada discurso, como si tuviera que declararse siempre su interpretación literal, es decir, que existe una unidad, un líder, un enemigo y una continuidad. Pero ¿y si esta obsesión temática aludiera en realidad a una ausencia, a una falla estructural de Estado a razón de la cual son precisamente esos cuatro elementos los que más problemas suponen a su ejercicio de hegemonía?, ¿y si esta compulsión casi neurótica alude en realidad a algo que no existe?

Esto pudiera pensarse en términos de planificación, que es la lógica productiva básica del Estado: en un régimen económico marcado por la escasez estructural, el Estado comandará producir lo que se encuentre en falta y sea producible por las industrias en su poder. ¿Debemos interpretar entonces que la existencia de las cuatro máquinas alude a la inexistencia de unidad, líder, enemigo y continuidad? La respuesta correcta es sí y no; es decir, sin dudas hay una falla estructural, pero una falla no es igual a la nada, o sea, hay algo (máquinas) y ese algo es lo que suple la falla.

En el caso de la máquina enemigo, ya se había adelantado que su problema es que focaliza, con carácter exclusivo, la enemistad en el gobierno estadounidense, que es un actor consciente y volitivo, pero es incapaz de decir algo respecto al modo de producción capitalista o la ideología neoliberal no declarada o evidente, que son enemigos tan o más potentes que el gobierno estadounidense. La categoría que permitiría solventar este cortocircuito entre política, economía e ideología es la de imperialismo. Tal y como la defiende Lenin, esta alude a la conjunción entre el modo de producción y el Estado capitalistas, de manera que el modo de producción solo puede realizar su acometido de expansión y acumulación por medio del Estado. Cuando el enemigo de una revolución u orden socialista es el imperialismo como sistema, la mirada no se puede agotar en un gobierno, ni siquiera en un Estado, sino que tiene que remitirse al sistema mundo capitalista en su conjunto y al modo de producción concreto-universal.

En la máquina unidad el problema tiene que ver con el miedo por el conflicto internalizado, cuestión que pudiera encontrar solución en la vieja noción de unidad y lucha de contrarios. Llegar a percibir la existencia de contradicciones e incluso antagonismos coyunturales en el seno de la unidad es la mejor manera de gestionar los problemas. La intención del Estado al proponer la unidad como producto final es, de facto, un intento de gestionar contradicciones existentes y la declaración de que precisa que todos acepten la unidad propuesta. Entonces, existe una unidad, pero su configuración es demasiado contingente, es una unidad mínima y formal. En cambio, se produciría un salto de cualidad si se reconoce a la unidad como un campo de batalla interno — cosa que es, muy a pesar de la máquina — en el que los revolucionarios de vanguardia deben intentar vencer todo el tiempo para determinar el carácter de la unidad política en cuestión, que es, en definitiva, lo más importante — la cualidad, por encima de la formalidad — .

En cuanto a la máquina líder, lo que demuestra no es la inexistencia absoluta de líderes sino su absoluta escasez. La Revolución tiene millares de dirigentes pero muy pocos líderes — si entendemos como tales a individuos que canalizan y expresan el deseo del pueblo sin mediaciones de poder — , y esa es una carencia estructural que la máquina tiende a reforzar. En un escenario en el que no existe un gran líder, la convivencia de múltiples liderazgos revolucionarios es deseable para mantener abierta una comunicación directa entre Estado y pueblo con un saldo lo más favorable posible al proyecto de emancipación de la Revolución.

Por último, de la máquina continuidad se había adelantado ya su narrativa espacial, un tanto alérgica a la historia real. Si existe una falla estructural casi permanente en la historia de la Revolución es la de una narrativa histórica siempre insuficiente o en exceso selectiva y ciega. La máquina continuidad quizás sea la más compleja, pues implica resumir en la idea de continuidad todo un proceso histórico repleto de discontinuidades y cambios cualitativos. Quizás la única continuidad que se puede declarar es la de la Revolución como orden simbólico leal al acontecimiento de 1959 y su proceso revolucionario posterior, que implicó su constante y persistente modificación. Quizás lo único continuo es la capacidad de resiliencia y flexibilidad de este orden hegemónico revolucionario en devenir.

Lo planteado sobre las cuatro máquinas no debe conducirnos a una interpretación ingenua sobre la tecnología: que esta es per se buena, y que todo depende de su uso. No. Hay un problema tecnológico y técnico con estas máquinas, lo cual impone la necesidad de superarlas o al menos refinar su funcionamiento hasta producir en ellas un cambio cualitativo. Tampoco hay lugar para quejarse por la existencia de máquinas, pues estas son de alguna manera inevitables, e incluso deseables para el ejercicio de la política. Lo que sí está en nuestras manos modificar es la forma de funcionamiento del aparato, lo cual implica cambiar la cualidad del aparato.

Utopía y proceso de producción

Hemos hablado hasta ahora de máquinas, de procesos transpersonales e inconscientes, pero ¿qué sucede con los operarios conscientes de la política?, es decir, ¿cómo se relacionan los sujetos conscientes con las máquinas? La lección que nos ofrece la producción capitalista a gran escala es que las máquinas someten al obrero, lo subordinan. No quiere esto decir que toda política respecto al problema del enemigo o la unidad sea dominada por completo por las máquinas, sino que la manera en que se concreta está formalmente determinada, en última instancia, por las máquinas hegemónicas.

Esto impone un problema de visibilidad y representación para los agentes del Estado, cuyo accionar se ve influenciado por procedimientos inconscientes y, por tanto, invisibles en el propio acto de ejecución. Pues se trata de textos que borran sus propios procederes formales y se presentan como puro contenido. Se ve el resultado del proceso de producción simbólico, pero nunca el proceso de producción mismo. Esto presenta al menos dos contradicciones de cara al deseo y la posibilidad de transformación.

Con respecto al deseo, la acción de las máquinas genera un producto final de carácter utópico — una unidad idílica, un enemigo claramente delineado, un líder omnipotente y una continuidad inmediata — , con el cual se produce pasividad, pues no hay nada que transformar dado que todo se encuentra lo mejor posible. El producto utópico le resta preocupaciones al agente de Estado que, por consiguiente, deseará el mantenimiento de la utopía, aunque sepa que su validez se restringe solo al plano de lo simbólico.

En relación con las posibilidades de transformación, si es característico del proceso productivo que estas máquinas borren de lo visible la manera de producir, es lógico que todo intento de reforma ataña al contenido o producto final y no al proceso de producción. Por supuesto, este tipo de transformaciones puede tener una determinada efectividad, pero la fuerza maquínica queda parcialmente intacta y, por tanto, tenderá a recuperar el terreno perdido. Por eso la cita inicial de Walter Benjamin remite a la importancia de modificar el aparato mismo de producción.

El Estado revolucionario se mueve en un terreno esencialmente político-lingüístico. Dado que la naturaleza de su poder existe en el medio del lenguaje, su modificación es más democrática que en el capitalismo, dominado por el capital mudo e inconsciente, accesible a todo usuario del lenguaje, y por ello su orden interno es muy susceptible a lo que cualquiera dice o deja de decir.[5] Incluso si se tiene en cuenta que su núcleo duro son las fuerzas armadas, que la violencia es su fundamento último, hasta los aparatos represivos funcionan — y en especial en Cuba — ante todo por medio del lenguaje (órdenes, comandos, resoluciones, consensos, etcétera).

Es en este punto donde el carácter utópico de la producción de las máquinas ofrece una alternativa que no tiene que ver tanto con el contenido de lo producido — la unidad idílica, el líder perfecto, etcétera— sino con la forma de producción. Pues se trata de textos accesibles y modificables por cualquier usuario del lenguaje. Pero, al mismo tiempo, la fácil modificación a la que están sometidas refuerza sus tendencias de autoconservación. Todo el proceso de producción que realizan, acá enunciado, es el núcleo de estos intentos de evitar su transformación.

Por consiguiente, el reto que imponen las mismas máquinas es la posibilidad de imaginar funcionamientos formales distintos y, por tanto, resultados diferentes, en un diapasón creativo casi ilimitado que implica combinaciones entre las máquinas y su dimensión libidinal. Su propósito era resolver cuatro problemas cruciales para todo proceso revolucionario. Son tan solo la solución que ha quedado. Tienen su utilidad y destreza, pero son insuficientes, cuando no contraproducentes, para las exigencias reales del proyecto revolucionario. Cómo lograr su transformación quizás tenga que ver con un cambio en el organizador de la producción. Me refiero a un momento de expropiación en el cuál la maquinaria deja de ser controlada por el Estado como cerebro organizador de la producción y pasa a ser supervisada por las masas, entendidas como fuerzas productivas de carácter colectivo. Un cambio así ofrece la posibilidad de transformar las máquinas y su manera de producir, y no solo sus productos, sin renunciar a ellas para lograr hacer la gran política que merece el pueblo de Cuba y el proyecto emancipador de 1959.

Notas

[1] Benjamin, Walter, «El autor como productor»; trad. Bolívar Echeverría, 1966 [1934].

[2] La nación en tanto dispositivo produce en un nivel superior al de las máquinas regulares que analizaremos acá, en tanto es la productora fundamental de hegemonía en Cuba al menos desde la crisis de los noventa, en detrimento de lo que antes pudiera, quizás, llamarse máquina marxismo-leninismo adaptada a Cuba. Este desplazamiento del marxismo-leninismo a lo nacional en los noventa es detectado por diversos investigadores.

[3] En este caso existe un vínculo directo con la máquina nación, que presupone una determinada labor de unificación, a saber, la resolución simbólica de contradicciones reales. Ver Guerra, Lillian; The Myth of José Martí. Conflicting Nationalisms in Early Twentieth-Century Cuba; Chape Hill y Londres: The University of North Carolina Press, 2005.

[4] Lebowitz, Michael; Las contradicciones del socialismo real: el dirigente y los dirigidos; La Habana, México: Ruth Casa Editorial e ICIC «Juan Marinello»; 2015, pp. 105–129.

[5] Groys, Boris; La posdata comunista; Buenos Aires: Cruce Casa Editora, 2015 [2007].

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