El primer disparo por Mozambique

Por Ryszard Kapuściński

La Tizza
La Tizza Cuba
16 min readFeb 4, 2023

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Publicado en el libro Cristo con un fusil al hombro. Descárguelo aquí

Y he aquí que el 20 de septiembre de 1974 Joaquim Chissano se convierte en el primer ministro de Mozambique.

Un recuerdo: Estamos juntos en un bar, ensordecidos por las síncopas de melodías africanas. Hay tanto ruido que es imposible hablar hasta que, finalmente, Mondlane se dirige a Chissano pidiéndole: «Joaquim, por favor, haz que se calle la música». Se refiere al viejo gramófono del señor Subotnik.

Corre el año 1962. Bajo la cálida ala de la noche tropical duerme Dar es-Salaam. Junto a la calle principal, Independence Avenue, se levanta el grande, maltrecho y depauperado Hotel Arusha. La planta baja está ocupada por tiendas hindúes: ropa, telas importadas de Bombay y Hong-Kong, aparatos de radio Philips y de otras marcas, una gran variedad de recuerdos de Tanzania baratos, una librería de novelas policíacas (las nuevas se venden por ejemplares; las viejas, a peso). Toda la planta superior está ocupada por el conocido night club Aquarium. Su dueño, el señor Subotnik, oriundo de Lódz, trae bailarinas de striptease de todo el mundo. La entrada vale el doble cuando la chica es blanca. La única excepción es Suzi, una belleza de las Seychelles, por la cual también hay que pagar el doble. Encima del night club se levantan seis plantas de suciedad y habitaciones baratas. La escalera huele a sudor, agua de colonia, cerveza fermentada y otra cosa que más vale no averiguar qué es. Y arriba del todo está el bar Uhuru, abierto las veinticuatro horas. Desde allí se extiende una vista sobre los tejados del barrio africano, el puerto iluminado y, un poco más allá, el océano Índico.

En el bar ruge un gramófono viejo; un mecanismo de muelles acciona un enorme tubo giratorio pintado de verde. Al señor Subotnik no le gusta gastar dinero y se niega a comprar una gramola moderna («Los negros pueden bailar al son de cualquier cosa; dele con un palo a un trozo de hojalata y también van a brincar»).

Sin embargo, rara vez baila alguien.

En el bar se reúnen los dirigentes de la revolución africana. Se puede encontrar aquí a visitantes de todas las colonias. De Namibia, de Rodesia, de Niassa, de Basuto… En esta mesa se sientan dirigentes de Sudáfrica. Sudáfrica: un hueso duro de roer. Un poco más allá, en otra mesa, conferencian dirigentes de Botsuana. Hay visos de que dentro de cinco o seis años podrán ser independientes. Hay que esperar, el tiempo trabaja a su favor.

Y he aquí que, de repente, unos hombres que estaban sentados en mesas contiguas saltan de las sillas para fundirse en un fraternal abrazo: son líderes de dos partidos de Suazilandia que, después de un largo período de desavenencias, se han entendido y decidido unirse.

Al fondo de la sala se sientan combatientes de Mozambique. Les cuesta hablar a causa del desenfrenado gramófono que se desgañita a su lado, y por eso Mondlane se dirige a un joven de complexión delgada y que apenas acaba de cumplir los veinte, diciéndole: «Joaquim, por favor, haz que se calle la música».

Joaquim se levanta y, pese a las protestas de los ya unidos líderes de Suazilandia, apaga el gramófono del señor Subotnik. Ahora, por fin, se puede hablar.

Así los recuerdo, en aquel bar y en aquella noche: a Joaquim Chissano, que sería primer ministro, y a Eduardo Mondlane, que habría sido presidente si no hubiera sido asesinado.

En 1962 la mitad de los países africanos ya es independiente; tiene sus gobiernos, sus himnos y banderas, sus representantes en la ONU, sus primeros golpes de Estado, su deuda exterior y sus planes de futuro. Pero cuanto más al sur del continente, tanto más difícil se presenta el asunto de la independencia. Los colonos blancos andan con un arma en la mano. La República de Sudáfrica compra tanques y aviones. Portugal manda tropas a Angola y a Mozambique.

¿Cómo liberar Mozambique? El objetivo parece inalcanzable. El territorio del país, ocho veces más grande que el de Polonia, está habitado por ocho millones de personas. La mayoría en el sur, mejor desarrollado; el norte es pobre y está poco poblado. Mozambique es un país de mujeres, niños y ancianos. A los hombres jóvenes y fuertes las autoridades los envían a Sudáfrica y a Rodesia, a trabajar. La República de Sudáfrica paga al gobierno de Portugal por cada obrero enviado desde Mozambique. El papel del país dentro del sistema colonial portugués no ha cambiado en cinco siglos: la colonia siempre ha sido una gran exportadora de mano de obra. Primero se llevaban de allí a esclavos, que crearían el poderío feudal del Brasil y la riqueza de Cuba y Santo Domingo. Más tarde, como obreros contratados por la fuerza, los mozambiqueños han trabajado en la minería sudafricana. Desde hace quinientos años, Mozambique está siendo despojado de sus mejores trabajadores, de su juventud. Es un país con la columna vertebral rota, saqueado y devastado a lo largo de siglos.

Por añadidura, está rodeado por otras colonias. Sólo por el norte limita con el primer país independiente de África oriental: Tanzania. En la capital de Tanzania, Dar es-Salaam, en tres puntos de la ciudad tienen sus sedes tres partidos de liberación nacional de Mozambique. Una de ellas: una pequeña habitación encima de una tienda hindú. Dentro, una mesa, varias sillas y el suelo enterrado bajo montañas de papel. Detrás de la mesa está sentado el presidente o el secretario general. A veces la sede permanece vacía, cerrada con llave. E incluso cuando está el presidente, se pasa los días a solas con las cuatro paredes. ¿Dónde está el partido? No se sabe. Dice que en Mozambique, pero ¿cómo comprobarlo? Tres partidos: mal asunto. Quiere decir tres presidentes, tres objetivos y una riña. Voy de sede en sede preguntando por la situación en el frente.

Una pregunta incómoda, ingenua.

A decir verdad, es difícil contestarla. Oh, tenga, es nuestra última proclama. Tal vez le sirva.

No las tengo todas: soy el corresponsal de la Agencia de Prensa Polaca en Dar es-Salaam y debo escribir sobre la lucha mozambiqueña por la independencia, debo dar partes de un frente que no existe. En lugar de ello, hago resúmenes de proclamas y los envío a Varsovia.

Mondlane había empezado mal. Llegó a Dar es-Salaam en mitad del caluroso verano de 1962 y lo primero que hizo fue convocar una conferencia de prensa. En aquel pequeño mundo en que nos conocíamos todos, a él no lo conocía nadie. Ante nosotros se plantó un hombre de unos cuarenta años, de complexión maciza, muy negro, de nariz chata de boxeador y labios carnosos, calvo.

Anunció que había venido para unir el movimiento y empezar la lucha armada.

— Ha vencido Cuba — dijo — , ha vencido Argelia, también vencerá Mozambique.

— Un agente — me susurró uno de los periodistas mientras señalaba a Mondlane con la cabeza.

— ¿Por qué? — le pregunté, aunque a mí también me había pasado por la mente que tal vez lo fuera.

— ¿Oyes cómo habla?

Mondlane hablaba un inglés con fuerte acento norteamericano. Él mismo había reconocido que venía de Estados Unidos, donde había trabajado diez años, en Harvard. ¿Cómo se podía saber quién era? Por la ciudad deambulaban muchísimos individuos de lo más sospechosos. ¿Cómo aclararse? ¿A quién creer? Todos tenían la piel negra, todos afirmaban ser combatientes.

Mondlane, mientras tanto, puso enérgicamente manos a la obra. Recorrió todas las rutas por las que andaban los combatientes que habían acudido a la ciudad. Ese dinamismo suyo también despertaba sospechas entre la población local. La gente de África oriental lleva una vida tranquilamente provinciana, y si aparece alguien con fuego en el pecho se le considera un extraño y se desconfía de él. No sé cómo lo consiguió, pero lo cierto es que en tres meses Mondlane unió el movimiento y lo dotó de un partido: el Frente de Libertaçao de Moçambique, FRELIMO.

Por lo visto convenció a unos, prometió quién sabe qué a otros, y a los de más allá, sencillamente, los sobornaría. En aquella época, los combatientes africanos vivían en la miseria, y los mozambiqueños estaban en el fondo de aquella miseria. Se los reconocía fácilmente por sus paupérrimas camisas y sus zapatillas rotas. Siempre estaban hambrientos. Dios nos librase de invitarlos a una cerveza porque, débiles y agotados, se emborrachaban con una sola jarra. Dormían donde podían, por lo general en casuchas de barro por las que no solían pagar.

Mondlane les prometió que les daría de comer y que los vestiría. Hizo visitas al gobierno y a las embajadas en busca de ayuda. La unificación del movimiento le dio prestigio. Un movimiento que se divide en varios partidos no es respetado en África. Y ahora había un solo FRELIMO y un solo Mondlane. Además, era el único miembro del movimiento que sabía hacerse entender perfectamente en inglés. Podía explicar qué objetivos perseguían. La mayoría de los mozambiqueños no hablaba ninguna lengua europea; se dirigían a nosotros, pero nosotros no los entendíamos.

El segundo de Mondlane, el vicepresidente del FRELIMO, era Uria Simango, pastor protestante de Beira. Menudo y delgado, tenía la costumbre de pellizcarse nerviosamente la perilla. Pronunciaba hermosos discursos, hablaba sabia y ardientemente.

Resultó ser un traidor. Durante los recientes disturbios en Mozambique se puso del lado de los ultras blancos. La envidia y una ambición enfermiza e insatisfecha lo empujaron hacia el bando del adversario. Con una mentalidad de conspirador y provocador, siempre se había rodeado de individuos sumamente sospechosos.

En septiembre de aquel año de 1962 se celebró en Dar es-Salaam el primer congreso del FRELIMO. En medio del barrio africano de la ciudad se levantaba Karimjee Hall, una gran nave de destino incierto. Fue ella la que albergó el congreso. Nunca había visto yo semejante evento. El congreso se prolongó durante una tarde y no tuvo un comienzo ni un final perceptibles. Nadie lo había inaugurado ni clausurado. A las sesiones podía asistir quien quisiera. Acudieron enjambres de críos. Mujeres con niños de pecho se sentaban en la primera fila, desde donde tenían la mejor vista de la tarima. Sin embargo, no pasaba nada. Junto a las paredes, las comerciantes del barrio vendían maíz hervido, mandioca, huevos y tomates. En el pasillo central, un árabe ciego había desplegado una alfombrilla sobre la que se inclinaba en profundas prosternaciones. Un chiquillo hacía pipí en un rincón mientras una niña de su misma edad lo observaba con suma atención. Pensé que aquello no podía ser el congreso, que me había equivocado de dirección. En la sala no había ningún cartel, ninguna pancarta, ningún retrato, nada.

Finalmente me dirigí a un hombre preguntándole:

— ¿FRELIMO?

Se le puso la cara radiante, levantó los brazos y, en un gesto de victoria, exclamó, eufórico:

— ¡FRELIMO! ¡FRELIMO!

Así que seguí esperando.

Finalmente apareció Mondlane, solo, por cierto. Subió a la tarima y empezó a pronunciar un discurso. Su parlamento no suscitó gran interés. Dudo que en la sala hubiera muchas personas que lo conociesen. Además hablaba en inglés, o sea, en una lengua incomprensible para aquel público.

Después del discurso, que fue breve, leyó el texto de la resolución y se marchó. La gente se quedó esperando una continuación, pero no hubo ninguna. Salí detrás de Mondlane y lo alcancé en la calle. Estaba contento de contar con la resolución del congreso. La resolución, dijo, fijaba dos objetivos paralelos. El primero: luchar arma en mano; el segundo: aprender a leer y escribir. Nuestros hombres, prosiguió, irán a Mozambique con un fusil al hombro y una pizarra en la espalda. Allí, en nuestro país, llevamos un retraso de quinientos años en todo.

Sorteando a los transeúntes, caminábamos por las arenosas callejuelas de Dar es-Salaam, entre hileras de casuchas de barro. No se lo quise decir, pero en aquel momento no creía que pudiesen ganar. Que algún día sí, que acabarían ganando, en eso sí creía. Pero no entonces, no en vida de ninguno de los dos, que caminábamos juntos por el barrio africano.

Pensaba en todos los puntos débiles del movimiento, en su falta de cuadros, de armas, de dinero y de experiencia; en aquel congreso que recordaba un variopinto montón de gente reunida por azar, y al mismo tiempo pensaba en el poderío de la OTAN, en la dictadura de la PIDE, en la fuerza del ejército portugués, en la vecindad de la República de Sudáfrica y en otros cien obstáculos insalvables. De ahí mis dudas acerca del resultado.

Pero Mondlane pensaba mejor, porque su pensamiento no se dispersaba en mil direcciones. Él actuaba de esa única manera que en política puede garantizar el éxito: pensar en una sola cosa. En este caso, en el fusil y la pizarra.

Por eso él tenía razón y yo estaba equivocado.

Un buen día de 1963, Mondlane me llamó por teléfono para decirme que me llevaría a Bagamoyo.

Bagamoyo es una aldea bastante grande, situada al borde del océano, no muy lejos de Dar es-Salaam, y rodeada por los palmerales más bellos de cuantos se pueden ver en el mundo. Hace tiempo, fue un famoso puerto de trata de negros. De allí había zarpado con rumbo al continente americano quizá un millón de esclavos. Lo describió Sienkiewicz, que había llegado hasta allí en el curso de su periplo africano. Ahora, en las proximidades de la aldea, unos viejos cuarteles, herencia de los alemanes (varios barracones, un pozo y una plaza de armas), albergaban el primer campamento de instrucción para los guerrilleros del FRELIMO. Se ejercitaban allí unos ciento cincuenta jóvenes de edades comprendidas entre los dieciséis y los veinte años. Los mayores enseguida recibían el grado de oficial, pero eran pocos. Al principio tenían unos fusiles recortados en madera; sólo una semana atrás había llegado algún armamento.

Las armas de verdad las recibieron los mejores: toda una distinción. Ninguno tenía uniforme. Todos llevaban una camisa y un pantalón corto, e iban descalzos.

Eso de ir descalzo no era ninguna casualidad: así lo recogía la instrucción. En las provincias norteñas de Mozambique, donde los guerrilleros se disponían a empezar su contienda, todos los negros andaban descalzos. Solo el ejército portugués tenía botas. Y todas ellas lucían el mismo dibujo en las suelas. De manera que, para evitar que el ejército les pudiese seguir el rastro, los guerrilleros mozambiqueños tuvieron que renunciar a pisar su tierra calzados.

El día en que fuimos a Bagamoyo tenía allí lugar la primera clase de tiro. Fue solemne. Los muchachos estaban tumbados en un terraplén de arena con las armas dirigidas hacia el océano. No se trataba de tirar a ningún blanco ni de hacer diana, sino tan sólo de familiarizarse con el arma.

Mondlane dijo al chico que estaba más cerca de nosotros y que empuñaba un viejo máuser:

— Tú serás el primero. Vas a lanzar el primer disparo por Mozambique.

Y el muchacho disparó. Y todos le aplaudimos. De los árboles levantaron el vuelo unos buitres, asustados y ofendidos. Después empezó un frenético y desquiciado desbarajuste que se prolongó durante una hora: todos querían disparar a discreción, extasiarse con el ruido metálico de las armas, embriagarse con el olor a pólvora.

Pero aún transcurriría un año antes de su primera escaramuza. Uno de los hombres que participó en ella se llamaba Alberto Joaquim Chipande. En 1963 vivía en Cabo Delgado, una provincia al norte de Mozambique.

En aquella época había muchas detenciones, en todas partes se veía agentes de la PIDE. Mucha gente murió en las cárceles, otros volvieron con la salud destrozada. Teníamos un compañero que trabajaba en una oficina portuguesa de Mueda. Nos hizo llegar una lista con personas que iban a detener. El 13 de febrero vinieron a buscarnos de madrugada. Pero ni yo ni Lourenço Raimundo dormíamos en casa. Llevábamos una semana ocultándonos en la selva, y cuando llegó la noche echamos a andar en dirección a Tanzania. Caminamos desde el 13 hasta el 18, y, en plena noche, atravesamos el fronterizo río Rovuma.

Llegamos hasta Lindi, donde dimos con un representante del FRELIMO. Le contamos lo que había pasado. En aquella época había allí muchos refugiados huidos de la represión portuguesa. Mantuvimos una reunión en la que se decidió que algunos debían regresar a Mozambique porque nuestro deber consistía en movilizar a la gente, que sin nosotros la gente carecía de liderazgo. Decidimos que los más jóvenes, que habían ido a la escuela, debían ir a Dar es-Salaam para recibir más instrucción, y los mayores, volver a Mozambique para movilizar a la gente.

En Dar es-Salaam nuestros líderes nos preguntaron qué queríamos hacer. Contestamos que queríamos ingresar en el ejército. Nos preguntaron si queríamos estudiar. Contestamos que no, que queríamos luchar. Nuestros líderes se dirigieron a aquellos países que podían ayudarnos y la primera en responder fue Argelia. En junio de 1963 volamos a Argelia, donde recibimos instrucción hasta la primavera de 1964. El 4 de junio, veinticuatro de nosotros fuimos convocados a comparecer ante el presidente del FRELIMO, quien nos dijo que habíamos sido elegidos para llevar a cabo una acción armada. Al día siguiente fuimos a la frontera entre Tanzania y Mozambique. El 15 de agosto un representante del FRELIMO nos dio la orden de cruzarla.

Cruzamos la frontera y, ya en territorio mozambiqueño, nos esperaban las armas destinadas a nuestro destacamento: seis metralletas francesas, cinco thompsons, siete fusiles ingleses, doce pistolas y cinco cajas de granadas de mano, doce en cada una. Recogimos todo aquello y echamos a andar en dirección sur, teniendo presente que no debíamos salir de la selva ni entrar en batalla antes de recibir la orden expresa de nuestros comandantes.

Teníamos una orden general de no atacar a los civiles portugueses, no golpear a los prisioneros, no robar y pagar por todo lo que comiésemos.

En total éramos tres destacamentos. El mío tenía la orden de avanzar hacia Porto Amélia. El segundo, con Antonio Saido al frente, marchaba hacia Montepuez, y el tercero, de Raimundo, en dirección a Mueda.

Era difícil avanzar, porque el enemigo, durante las veinticuatro horas, controlaba las carreteras e incluso los senderos a través de la selva. En un lugar nos tuvimos que quedar agazapados cuatro días, hasta que el adversario abandonara la zona, y sólo entonces pudimos reemprender la marcha. No teníamos comida. Y tuvimos que quitarnos las botas para no dejar huellas, a fin de que los portugueses no pudiesen seguirnos la pista. Así que caminamos descalzos.

Una vez nos vimos en medio de un territorio tomado por unos saqueadores. Eran antiguos militantes de MANU y de UDENAMO [pequeños partidos africanos que existían antes del unificado FRELIMO. R. K.] que se habían negado a ingresar en el FRELIMO. Esa gente simplemente se había convertido en una partida de bandidos. Habían matado a un misionero holandés. Nosotros nos encontrábamos a cinco kilómetros del lugar del suceso. A causa de aquel asesinato había muchos soldados portugueses en la zona. Decidimos arriesgarnos. Entablamos contacto con la vecina misión holandesa y les explicamos lo que realmente había ocurrido y les dijimos que el FRELIMO era un movimiento guerrillero decente, que repudiaba métodos como el de asesinar a misioneros. Aquello nos resultó de gran ayuda, pues los holandeses convencieron a los portugueses de que el asesinato había sido cometido por los bandidos y de que el ejército no debía tomar represalias matando a unos honrados guerrilleros.

Después enfilamos en dirección a Macomia. Pero no pudimos desde allí llegar a Porto Amélia porque los portugueses habían cerrado los caminos y llamado a la población local a luchar contra los bandidos. Estos saqueaban las tiendas de los hindúes, y los portugueses dijeron que nosotros éramos de la misma ralea. Tuvimos que retroceder. Los hindúes informaban a los portugueses de nuestros movimientos. Llegamos a la conclusión de que había llegado la hora de empezar a luchar. Llevábamos quince días caminando. Así que cuando nos vimos en Macomia sin posibilidad de seguir avanzando, y con la resolución de entrar en combate, mandamos enlaces a los otros dos destacamentos y también uno a Dar es-Salaam, para informar de nuestra situación a los comandantes y decirles que seguir posponiendo la lucha era peligroso.

El 16 de septiembre recibimos de Dar es-Salaam la orden de empezar el 25. Nos llegó durante una reunión operativa del mando de los tres destacamentos. Acordamos que cada uno iría a su territorio y empezaría allí. Al mismo tiempo debería producirse un levantamiento de la población, para que aquello fuese una verdadera sublevación nacional. Cada destacamento debía organizar milicias en su zona y explicar nuestra política a los campesinos, así como destruir carreteras y, por supuesto, hostigar al ejército portugués. Este era nuestro plan.

El FRELIMO libró su primera batalla el 25 de septiembre de 1964 al atacar un puesto del ejército portugués en la aldea de Chai. Murieron siete soldados. Los guerrilleros se retiraron sin bajas.

La táctica que empleaba el FRELIMO se llama en inglés hit-and-run: golpea y huye. Es la única posible en situaciones en que la guerrilla todavía es débil y el adversario, fuerte. La cosa se presentaba así: en plena noche, los guerrilleros se arrastraban lo más cerca posible del lugar donde estaba estacionado algún destacamento portugués. Justo al rayar el alba abrían fuego al máximo de su capacidad. Y cuando el adversario salía del torpor de su profundo sueño y empezaba a contraatacar, se retiraban a la selva.

La guerra de Mozambique la empezaron doscientos cincuenta guerrilleros armados con treinta y seis armas de fuego y sesenta granadas.

En Dar es-Salaam, un Mondlane orgulloso y emocionado repartía entre nosotros el parte del frente número uno, que empezaba así:

«¡Pueblo de Mozambique! En tu nombre el FRELIMO declara hoy solemnemente que ha empezado la Sublevación Armada de la Nación Mozambiqueña contra el colonialismo portugués y en pos de conquistar la plena Independencia Nacional». Fechado el 25 de septiembre de 1964.

Quedé con Mondlane por la noche en el bar Uhuru. Sería nuestra última conversación. Me dijo que la victoria se haría esperar unos veinticinco o treinta años. Que, además del fusil y la pizarra, también hacía falta tiempo. Que tenían que recuperar quinientos años.

Los dos resultamos malos profetas. Pero no es de extrañar. Mozambique se hallaba bajo la férula de la dictadura portuguesa, que hasta sus últimos días parecía monolítica. Una dictadura nunca cae gradualmente, poco a poco, sino siempre repentina y totalmente. Parece fuerte hasta el final y por eso no se puede prever en qué día dejará de existir.

Un mes después me fui de Dar es-Salaam.

Más tarde me enteré de que Mondlane había muerto.

En febrero de 1969 en su piso de Dar es-Salaam se presentaron tres hombres que le traían un paquete. Mondlane debía de conocerlos puesto que, al marcharse ellos, empezó a abrir el paquete tan tranquilo, a pesar de que le habían advertido que la PIDE preparaba un atentado contra él.

Momentos después saltó por los aires.

Lo sucedió en el cargo el comandante de la guerrilla del FRELIMO, Samora Machel.

La lucha se prolongó cinco años más.

Después llegó el 25 de abril de 1974, la primavera de Portugal.

Las calles de Lisboa se llenaron de un ejército jubiloso y las multitudes cantaban y lanzaban vítores. Pero aquel día los guerrilleros mozambiqueños recorrían la selva descalzos y pegando tiros, perdidos en su mundo, que llevaba quinientos años de retraso; aún no sabían que todo había cambiado.

Hasta que, finalmente, llegó la tregua. Ahora era posible acercarse y mirar cara a cara a aquel al que se quería matar.

Estoy mirando unas fotos tomadas en Lourenço Marques [antiguo nombre de Maputo, capital de Mozambique]. En una de ellas aparecen dos hombres, hasta ayer enemigos: un soldado portugués y un guerrillero del FRELIMO. Caminan juntos patrullando las calles. Contemplo a estos dos jóvenes y veo que el soldado lleva botas, y al mismo tiempo descubro que el guerrillero ¡también lleva botas!

Y en ese momento pienso que en el mundo ocurren grandes cosas y que es maravilloso que, después de años de andar descalzo, por fin llega el día en que el hombre puede ponerse unas botas sin temor a dejar su huella en la tierra.

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