El proceso chileno durante la Unidad Popular

Importancia para experiencias revolucionarias posteriores

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La Tizza Cuba
16 min readSep 11, 2022

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Por Germán Sánchez Otero

Ponencia presentada durante el coloquio «El MIR no se asila. Lucha y resiste», realizado en el Instituto Juan Marinello, en La Habana, los días 2 y 3 de diciembre de 2014. El texto aparece publicado en el libro Ahora es tu turno, Miguel. Un homenaje cubano a Miguel Enríquez, compilado por Rosario Alfonso Parodi y Fernando Luis Rojas.

Tenía veinticinco años en 1971 y trabajaba en el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana –en aquel momento, en disolución–. Ahí, como en toda Cuba, habíamos disfrutado el triunfo electoral de Allende en noviembre de 1970. La aventura de la llamada «vía chilena al socialismo» despertó en nosotros, profesores de marxismo, una enorme curiosidad. Admirábamos aquel acontecimiento, y a la vez nos brotaron inquietudes y deseos de que las cosas marcharan bien.

En mayo de 1971 me informaron que, junto al compañero José Bell Lara, había sido seleccionado para una labor académica en el país austral. Debíamos cumplir el convenio acordado entre nuestra Universidad y la Pontificia Universidad Católica de Chile, cuyo rector era Fernando Castillo, un honorable patriota, padre de Carmen, a quien saludo con especial afecto. Así comenzó nuestra andanza.

Llegué a Chile con Bell unos días antes del 26 de julio. Éramos jóvenes intelectuales con muchos deseos de aprender, y nos movíamos en dos mundos: el del pueblo chileno, el de a pie, y al propio tiempo ejercíamos como profesores invitados en el Centro de Estudio de la Realidad Nacional (Ceren), adscrito a la mencionada universidad. Tal centro lo integraban varios jóvenes de la izquierda chilena, por ejemplo Tomás Moulián, y pensadores muy connotados de otras partes del mundo como Franz Hinkelamert. Establecimos nexos amistosos con ellos y nos integramos a fecundos debates en el ámbito de las ideas, al igual que nos sucedió con otros intelectuales que se aglutinaron en el Centro de Estudios Socioeconómicos, de la Universidad de Chile.

En tan original coyuntura llegaron a Santiago decenas de pensadores de primerísimo nivel, atraídos por un tipo de acontecimiento que los periodistas dicen que es la noticia: cuando el hombre muerde al perro.

El hombre había mordido al perro en Chile, porque por primera vez en la historia de la humanidad se intentaría un proyecto de cambio con signo socialista por la vía pacífica. En palabras de Fidel Castro tal hecho era insólito y se convirtió en la rareté –como dicen los franceses–, algo nuevo que había que analizar, estudiar y evaluar.

Los científicos sociales de entonces se dieron un banquetazo y muchos trataron de ayudar a encontrar las fórmulas para que aquella intención resultara viable. Incluso existían analistas y dirigentes políticos críticos, que aunque creían que el proyecto no era plausible, apoyaron para que sí lo fuera. Ello explica que se reunieran a trabajar y vivir en Santiago de Chile investigadores y profesores del patio y extranjeros de altos quilates como: Manuel Antonio Garretón, Luis Maira, Sergio Ramos (premio Casa de las Américas 1971, por un ensayo formidable sobre la transición al socialismo en Chile), Carlos Altamirano (máximo dirigente del Partido Socialista) y, por supuesto, Miguel Enríquez, quien desde su trinchera analizaba y exponía ideas, a la vez que dirigía el MIR y otros frentes de masas revolucionarios, que los miristas fueron creando.

El Chile de aquellos años, tuvo por consiguiente el privilegio de contar con decenas de pensadores quienes generaron fructíferos debates e hicieron aportes a la teoría revolucionaria. Gente con excelente preparación, que además tenían militancia revolucionaria. Sigo la lista: André Gunder Frank –en aquel momento uno de los investigadores más creativos sobre el tema del subdesarrollo y la dependencia– al igual que Theotonio dos Santos y Franz Hinkelamert. Habría que mencionar también de Brasil a Rui Mauro Marini (vinculado al MIR), Emir Sader y Vania Bambirra; Tomás Vasconi, de Argentina; Armand y Michèlle Mattelart, de Bélgica y Francia, respectivamente; y Norbert Lechner, de Alemania. Casi todos, por cierto, intelectuales no solo comprometidos con el proceso chileno, sino actuantes en algunas de las organizaciones de la izquierda nacional y la mayoría de ellos militantes en sus propios países.

Ironía de la historia. Mientras que en Cuba se cerraba un exitoso ciclo de pensamiento crítico, desarrollado por jóvenes forjados en el fogón revolucionario durante la epopeya de los años sesenta, en Chile entre 1971 y 1973 se vivía una etapa de florecimiento de los debates y de las ideas.

Allí surgió la Teoría de la Dependencia y se escribieron libros y ensayos sobre la transición socialista, al igual que respecto de los medios de comunicación, los aparatos de dominación y en torno al papel de los cristianos en la revolución. Además, se celebraron seminarios internacionales y simposios sobre el Estado, la transición socialista y otros temas de teoría revolucionaria.

¿Por qué surge esta expectativa respecto de la vía chilena al socialismo a partir del triunfo electoral de Allende? En primer lugar, se trata de una experiencia y un proceso muy específico de Chile. Lo singular siempre atrae.

Allende y el proyecto de la Unidad Popular fueron resultados de la frustración de la «revolución sin sangre» del presidente democristiano Eduardo Frei. Esta alternativa, como se sabe, la concibió Estados Unidos frente a la Revolución cubana en los años sesenta e «hizo aguas» entre 1968 y 1969. Frei no cumplió con la reforma agraria ni con casi ninguna de sus promesas. La gente tuvo cada vez menos empleo, vivía más mal desde todos los puntos de vista: material, ético y político. La «revolución sin sangre» terminó en un desastre.

Allende, ayudado por tal circunstancia, rompió la tradición: a la tercera no fue la vencida, sino en la cuarta ocasión en que aspiró a la presidencia. Logra el triunfo a contrapelo de lo que creía la mayor parte de la izquierda radical en el mundo.

Miguel Enríquez fue uno de ellos. Alertó sobre el peligro de un golpe militar y analizó los imponentes obstáculos que era menester vencer para que el proyecto socialista avanzara de manera exitosa. Insistió en que ganar el gobierno no significaba tener el poder del Estado ni haber alcanzado la hegemonía social. Aunque apoyó el programa de la Unidad Popular, buscó que se radicalizara y avanzara más rápido.

Muchos creían posible que Allende ganara los comicios con una mayoría relativa en torno a treinta y cinco por ciento, pero no con cincuenta por ciento o más, que le permitiera de inmediato ser el presidente, sin votación en el Congreso, porque ahí dominaban el derechista Partido Nacional y el Partido Demócrata Cristiano. Allende obtuvo el primer lugar con treinta y seis por ciento de los votos y el segundo fue Jorge Alessandri, del Partido Nacional. Entonces ocurrió lo inesperado: un acuerdo de la Unidad Popular con la democracia cristiana, que respaldó a Allende en el Congreso. Así llegó el veterano político socialista a la presidencia, con condiciones y condicionado.

No obstante, los cambios en Chile se aceleraron de manera impresionante, en una circunstancia latinoamericana en la que sucedían novedosos procesos. En especial, las experiencias militares-nacionalistas inéditas de Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá y Juan José Torres en Bolivia. Ello ocurría después de varias frustraciones de lucha armada –Bolivia, Venezuela, Guatemala, Perú y otras–.

En Cuba, al comenzar los setenta, se iniciaba el llamado «quinquenio gris» y se cerraba un ciclo de pensamiento crítico –incluida la revista homónima–. Sin embargo, nuestro principal dirigente adoptó una posición no dogmática frente a los nuevos procesos latinoamericanos, a los que la Revolución cubana le brindó toda la solidaridad posible, a partir de una comprensión cabal de su significado. Recordar además el nexo de Cuba con los cristianos: la alianza tiene que ser estratégica entre los revolucionarios marxistas y los revolucionarios cristianos. Con Chile predominó igual amplitud, matizada por una fraterna amistad entre Fidel y Allende, que incluía gestos personales.

Es importante decir que la primera etapa del gobierno de la Unidad Popular fue algo extraordinario. En el primer año, Allende adoptó más medidas radicales que en el primero de la Revolución cubana: en noviembre de 1971, su gobierno había nacionalizado las principales riquezas y empresas fundamentales, y se había creado el área de propiedad social; se redujo a la mitad la cifra de desempleados y se garantizó medio litro de leche a cada niño –se dice fácil, pero en las condiciones aquellas, después de Cuba, era la primera vez que ocurría–.

En el plano de la cultura hubo un florecimiento de la estética de la revolución: la nueva canción chilena, el cine nuevo, la Editorial Quimantú («sol del saber», en lengua mapuche), con doce millones de ejemplares en dos años y casi trescientos títulos –entre ellos, por cierto, Historia de la revolución rusa, de León Trotski–, y otras obras de distintos autores que en Cuba no se habían publicado, y creo que hoy todavía es así.

¿Por qué ocurre esto en Chile? Repito,

el experimento forjado por la Unidad Popular, el pluralismo que defendía Allende en el plano del desarrollo de las ideas se convirtió en un escenario fecundo a través de diferentes expresiones, por ejemplo, de esta formidable empresa editorial.

Una anécdota. ¿Saben adónde fuimos los diplomáticos y varios cubanos que vivíamos en Chile?, a una fábrica de textiles para hacer trabajo voluntario. Recuerdo que lo hicimos cantando y jaraneando, como somos los cubanos, y los obreros nos decían: «¿Cómo es posible que ustedes vengan de Cuba y hagan esta actividad voluntariamente y con tan buen humor?» Lo que deseo exaltar es que en Chile, a través del trabajo voluntario, también estuvieron presentes el Che, Fidel y la Revolución cubana. Fueron expresiones emblemáticas de los eslabones más fuertes del proceso chileno.

¿Qué decir de la histórica visita de Fidel a Chile durante veinticuatro días? ¿Un récord Guinness? Hasta donde conozco, ningún jefe de Estado en la historia de la diplomacia mundial ha permanecido veinticuatro días en una visita oficial a un país (del 10 de noviembre al 3 de diciembre de 1971). Se había hecho una campaña por los medios de difusión diciendo que Fidel llegaría en un submarino, que iba a venir oculto, de noche, etcétera. Sin embargo, arribó con un sol luminoso por el aeropuerto de Pudahuel.

Tuve la suerte de ir a La costanera[1] y junto con Bell Lara observamos que Fidel venía con Allende en un carro descapotable, en el que se desplazaban hasta el sitio de destino saludando a decenas de miles de ciudadanos y Fidel iba tocándoles las manos a muchas personas. Las mujeres se admiraban de su color blanco, el largo de las manos, su rostro rosado y la barba legendaria. Él tenía cuarenta y cinco años y su figura real impactó a muchas personas sometidas a las fotos y comentarios de la prensa y la televisión, que por aquellos días se esmeraban en presentarlo como un tirano grotesco. Cuando llega a Chile en noviembre de 1971, los medios de difusión estaban casi todos desplegados contra Allende, y por supuesto tronaban contra la Revolución cubana y su líder, y querían hacer de la visita suya un gran fracaso.

Aquella memorable tarde nuestro querido José Miyar Barruecos (Chomy), entonces rector de la Universidad de La Habana, nos llamó desde la casa del embajador Mario García Incháustegui. Chomy formaba parte de la delegación y cuando le conté la anécdota de lo que vimos en La costanera, corrió de inmediato a repetírsela a Fidel, quien se encontraba hospedado en una habitación del primer piso, en la residencia del embajador. Al escuchar a Chomy, Fidel se interesa por oír nuestra versión y pide que subiéramos a contársela. Además, nosotros le hablamos de la campaña mediática que desde hacía meses se había levantado contra Cuba y su visita, y le dijimos que nuestra compañera del extinto Departamento de Filosofía, Marta Núñez, estaba haciendo en Santiago una investigación sobre la prensa chilena, que evaluaba las imágenes distorsionadas de Cuba. Luego de escucharnos, nos dice en broma –aunque la orientación era cierta–: «Ustedes van a ser mis asesores, mis profesores aquí. Hagan un equipo y empiecen a analizar todo lo que publique la prensa sobre la visita, y durante el tiempo que dure. Me hacen cada día un reporte sobre lo que dice la prensa».

Pensábamos que serían dos, tres o cuatro días ¡y resultaron 24! Todas las noches y madrugadas que él estuvo en Santiago, tuvimos el privilegio de informarle lo que sacaba la prensa y de escuchar sus lecciones de historia en vivo y en directo, casi siempre a las tres o cuatro de la madrugada.

Creo que vale la pena algún día realizar un encuentro como este, que examine esa visita, las circunstancias en que se desarrolló, las ideas que aportó Fidel y la confrontación que se produjo en Chile con motivo de su presencia. Él fue allí, primero, a solidarizarse; segundo, a aprender, a hacerse una idea en el propio terreno sobre lo que estaba ocurriendo, a fin de estar en mejores condiciones de conducir nuestro apoyo a Chile. Existen dos ediciones cubanas de un grueso libro con las intervenciones suyas durante las reuniones que sostuvo, piel a piel, con miles de estudiantes, obreros, campesinos, intelectuales y diversas personalidades.

Con nosotros trabajaba en el Ceren de la Universidad Católica el cura Gonzalo Arroyo, que dirigía un movimiento de sacerdotes del Tercer Mundo, y como buen cristiano nos pidió con humildad saludar a Fidel. Cuando se lo dijimos, él nos respondió: «Saludar no, vamos a tener un encuentro con ellos». Y se reunieron en el jardín de la casa del embajador.

Había que ver a aquellos sacerdotes sentados sobre el césped con las piernas cruzadas, para hablar con Fidel de cuantos temas ellos decidieron y él responderles sus preguntas. ¡Era la primera vez que nuestro líder tenía un contacto personal tan importante con sacerdotes revolucionarios y progresistas de nuestra América! Entre otros asuntos, al responder una pregunta, habló de que no le recomendaba a nadie la llamada «Ofensiva revolucionaria», llevada a cabo en Cuba tres años antes, en 1968, en particular, la expropiación de pequeños empresarios. Fue muy interesante.

Fidel realiza su último encuentro público en el famoso Estadio Nacional de Chile. La noche anterior, había salido a las calles del barrio alto de Santiago la primera manifestación burguesa con cacerolas y de la organización fascista Patria y Libertad, que desplegaron sus cadenas y fueron muy agresivos.

Vi y sufrí el fascismo directamente en Chile mucho antes que en Venezuela en 2002, siendo embajador en ese país. La similitud es extraordinaria, la agresividad es increíble, el odio y las pasiones de los pudientes son terribles cuando sienten que peligra su poder.

La visita del líder cubano precipitó el conflicto, fue como un catalizador de las luchas que se estaban desarrollando. Fidel sintió tal impacto que no pudo dejar de decirlo en su discurso en el Estadio: «He visto el fascismo en las calles de Santiago». Ahí expresó sus impresiones antes de marcharse del país. Enfatizó que en la historia de la humanidad jamás había ocurrido lo que estaba sucediendo en Chile, que habría que ver si efectivamente no se producía una reacción brutal de los adversarios del cambio, como había sucedido en todas las épocas de la historia, desde Espartaco hasta el 18 Brumario.

En su discurso, Allende también habló del fascismo, pero bajo la perspectiva de que sería posible amarrarle las manos. En mi opinión, él tenía la certeza de que una parte de las Fuerzas Armadas no iba apoyar un golpe de Estado, por ejemplo los generales René Schneider, Carlos Prats y otros, que habían sido leales. Confiaba en las tradiciones democráticas chilenas y en el supuesto desempeño neutral de la institución militar.

Allende no tenía información de inteligencia de lo que acontecía tras bastidores, y en particular de la conspiración que ya estaba montada. No sabía, por ejemplo, que Henry Kissinger se había reunido por instrucciones de Nixon en noviembre de 1970, seis días después de que Allende asumiera la presidencia, para iniciar un proyecto de conspiración, ni que la ITT –principal empresa de comunicaciones en Chile, de propiedad gringa–, había financiado el asesinato del general Schneider, jefe del ejército.

La decisión del gobierno estadounidense de «degollar» el proceso revolucionario chileno, tiene que ver además con la política exterior independiente desarrollada por Allende: restableció de inmediato relaciones con Cuba, la República Democrática Alemana y China –hechos espectaculares en época de la Guerra Fría–; expresó su solidaridad ardiente con Vietnam; adoptó posiciones antimperialistas claras y un proyecto socialista explícito; buscó fortalecer los nexos con la Unión Soviética, aunque sin éxito debido al temor de esta gran potencia de crearse más problemas con Estados Unidos en su área de influencia.

A pesar de la ofensiva reaccionaria desatada desde finales de 1971, que incluía fuertes golpes al abastecimiento y a la moneda, y una feroz campaña anticomunista, en marzo de 1973 la Unidad Popular avanza en las elecciones parlamentarias, al ganar cuarenta y tres por ciento de los escaños.

Pero lejos de reducir la ofensiva de la derecha chilena y de Estados Unidos, esta se acelera y empiezan a sumar rounds a su favor. Uno de ellos se produce en junio de 1973 con el intento de golpe militar (conocido como el «Tancazo» o «Tanquetazo»). Entretanto, crecen las disputas y la desunión entre los partidos de la Unidad Popular, y las tensiones de esta y Allende con el MIR, en medio de una creciente desestabilización de la economía y de movilización de sectores controlados por la derecha, respaldados por una campaña de medios muy bien orquestada y la complicidad del importante Partido Demócrata Cristiano.

¿Cuáles fueron las razones y las causas del golpe fascista del 11 de septiembre? ¿Podía evitarse? ¿Qué papel desempeñó en la derrota de la Unidad Popular la desunión de sus dirigentes y las posiciones del MIR? ¿Cuáles son los componentes políticos y éticos principales que nos legaron Allende y Miguel Enríquez? Es imposible que lo podamos dilucidar todo en este coloquio, pero sí es imprescindible que continuemos preguntándonos y que sigamos encontrando respuestas, pues para los revolucionarios de hoy y de mañana ese proceso es una formidable fuente de enseñanzas.

Una vez que ocurren el golpe de Estado y los desenlaces posteriores, se empiezan a producir fenómenos increíbles. Por ejemplo, el MIR había sostenido una posición muy consecuente y certera sobre la imposibilidad de desarrollar exitosamente una revolución socialista en Chile por la vía pacífica; consideraba que era necesario además del apoyo popular y del control del gobierno, disponer del poder sobre las armas. Sin embargo, cuando se produce el golpe de Estado y Miguel llama a Allende para extenderle su solidaridad y le dice que cuente con ellos para ir a buscarlo inmediatamente a fin de preservar su vida –porque tenían posibilidades de hacerlo, en hermoso gesto– Allende se niega a abandonar La Moneda y le dice: «Ahora es tu turno, Miguel».

Después del golpe fascista y la salida de nuestros diplomáticos –quienes sin titubear resistieron la embestida de los uniformados–, quedan doscientas armas en la sede diplomática y se decide entregárselas al MIR. Pero, ¿cómo se les traslada tal armamento al MIR, en medio de una ciudad tomada por los militares? ¿Cómo sacarlas y protegerlas después por el MIR en aquellas circunstancias? Miguel Enríquez sabía lo que estaba pasando, y las armas se entregaron de una manera muy complicada y riesgosa. Es, aunque explicable, una paradoja: el MIR adopta la lucha armada y no tiene casi armas ni suficientes efectivos preparados. Trata de conspirar con algunos militares de baja jerarquía, sin tiempo para lograrlo, debido a la naturaleza prusiana de la fuerza armada chilena y su sometimiento a Estados Unidos.

Reitero,

la experiencia de Chile es un laboratorio formidable. Valió la pena estar aquí hoy. Se debe seguir aprendiendo de esa maravillosa lección de la historia, no solo porque es honroso exaltar la heroicidad de miles de combatientes y del pueblo antifascista, también por tratarse de un intento sumamente complejo, que ocurrió en una coyuntura adversa –incluso la Unión Soviética le dio la espalda–, pero que nos deja saldos de un gran valor y nadie sabe todavía en el futuro los aportes que entregará.

Por ejemplo, Hugo Chávez, con diecinueve años y siendo cadete en la Academia Militar, durante un ejercicio en unas lomas cerca de Caracas, el 28 de septiembre de 1973, tarde en la noche escuchaba la radio con dos cadetes y, de repente, oye una voz desconocida y luego aplausos. Era la velada en la Plaza de la Revolución y la voz de Fidel, quien le hablaba a nuestro pueblo acerca de los acontecimientos de Chile. Chávez, luego de identificar al orador –cuya voz le resultaba desconocida–, escucha una frase del discurso que después repite, como para no olvidar jamás la moraleja: «Si cada trabajador, si cada campesino hubiese tenido un arma en sus manos, el fascismo no habría podido dar ese golpe de Estado».

Para el joven Chávez resultó una lección de tal magnitud, que se aprendió de memoria la frase y cada vez que veía al cadete que lo acompañaba aquella noche, uno de los dos empezaba diciéndola y el otro la terminaba. Esa expresión le ayudó sin dudas a desarrollar la idea de una concepción de lucha cívico-militar.

Después, el 11 de abril de 2002, a media noche, cuando las garras fascistas y de la traición se acercaron al cuello del presidente Chávez, Fidel lo llama por teléfono. ¿Cuál fue el primer recuerdo del experimentado amigo en ese momento? Chile y la resistencia heroica de Allende. ¿Qué le dijo Fidel a Chávez?: «No te inmoles, ven para Cuba con un grupo de tus hombres, vamos a enviarte de inmediato un avión». Fidel quería preservar la vida de Chávez, pues estaba seguro que él revertiría en breve plazo la traición de unos pocos altos oficiales.

Chávez aceptó viajar a Cuba, pero las circunstancias lo obligaron a otra opción. Fidel le había sugerido que no renunciara y él optó por no hacerlo. Fue preso con riesgo de que lo mataran, pero confiado en los uniformados dignos y patriotas. Él conocía a cientos de jefes militares, nombres, apellidos, dónde habían nacido, qué sentían y pensaban; algunos lo traicionaron, pero la inmensa mayoría de las Fuerzas Armadas no lo hizo, porque Chávez, su comandante en jefe, era un líder castrense además de serlo del pueblo civil. Dualidad muy difícil de alcanzar.

En la base más profunda de la estrategia bolivariana de Chávez está su concepción de que la revolución en su país debe ser cívico-militar o no podría ser viable. Él estudió mucho el proceso chileno, sus aciertos y falencias: por ejemplo, promovió también, como en Chile, una revolución pacífica y democrática, pero agregó que Venezuela no estaba desarmada. Además, comenzó por lograr que se aprobara en referendo popular una nueva constitución, más acorde con el proceso bolivariano, y logró aislar y derrotar políticamente a los viejos partidos del sistema.

La resistencia y la muerte heroica de Miguel Enríquez, que tanto nos impactó, y lloramos por él y por todos nuestros hermanos chilenos, demostró que el golpe fascista desató una hora decisiva de combate, y que no había tiempo para medir correlación de fuerzas ni hacer cálculos fríos. Solo existía una disyuntiva: encarar «la hora de los hornos».

Hay unos versos de Neruda, escritos en aquellos días en su lecho de enfermo, impactado por lo que estaba pasando, que dicen: «Sí, camaradas, es hora de jardín y es hora de batalla». Hoy tenemos la satisfacción de que esté con nosotros Carmen Castillo, flor y brasa, quien embarazada permaneció junto a Miguel hasta su última mirada. Te reitero, Carmen, mi amor y admiración. Sé que junto a tu admirable pueblo, seguirás ardiente: es hora de jardín y de batalla.

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Notas:

[1] Especie de malecón en la ribera del río Mapocho, cuyo cauce se extiende a lo largo de la ciudad de Santiago de Chile. (N. de la E.)

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Revista digital y plataforma de pensamiento para debatir el proyecto de la Revolución Cubana, su relación con prácticas políticas de hoy, sus futuros necesarios