Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler*

La Tizza
La Tizza Cuba
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24 min readJul 30, 2020

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Por Nancy Fraser

«Maslow es un bebé», Aneli Pupo, 2020

Publicación original: New Left Review N° 2, Mayo-Junio, 2000.

El artículo de Judith Butler es de agradecer por varios motivos.[1] Nos remite a cuestiones importantes y de hondo calado que la teoría social ha estado pasando por alto desde hace tiempo. Tiene la virtud de relacionar una reflexión sobre estas cuestiones con un diagnóstico sobre el agitado estado de la izquierda en la coyuntura política actual. Sin embargo, lo más importante es el modo en el que Butler trata de identificar y recuperar los aspectos más genuinamente valiosos del marxismo y del feminismo socialista de la década de 1970, contra los que conspiran las tendencias intelectuales y políticas del momento con el fin de reprimirlos. También es ejemplar su interés por integrar las perspectivas más acertadas en el seno de estos paradigmas, con otros posicionamientos idóneos provenientes de otros paradigmas más recientes, tales como el análisis del discurso, los estudios culturales y el postestructuralismo, con el propósito de entender el capitalismo contemporáneo. Se trata de compromisos que comparto de todo corazón.

Sin embargo, Butler y yo no estamos de acuerdo. Nuestras divergencias más importantes, y las más fructíferas para el debate, giran precisamente en torno a cómo llevar a cabo este proyecto compartido de recuperación e integración. Nuestros puntos de vista son diferentes justamente en relación a cuál es el legado del marxismo que ha perdurado y cuáles las perspectivas del feminismo socialista que siguen teniendo vigencia. También diferimos en cuanto a nuestras respectivas valoraciones acerca de los méritos de las distintas corrientes postestructuralistas y acerca de nuestros enfoques respectivos sobre cómo éstas pueden contribuir mejor a la construcción de una teorización social que retenga una dimensión materialista. Finalmente, discrepamos acerca de la naturaleza del capitalismo contemporáneo.

Para desbrozar el camino con el fin de poder entablar una discusión productiva sobre estas cuestiones, quiero empezar por deshacerme rápidamente de lo que para mí no son más que señuelos. Butler conjuga la discusión de mi libro Justice Interruptus[2] con la crítica dirigida a un grupo de interlocutores anónimos a los que denomina «marxistas neoconservadores». Cualquiera que sea el mérito de su crítica en contra de este grupo, cuestión que abordaré más adelante, su estrategia de usarla para enmarcar su crítica a mi trabajo resulta desafortunada. A pesar de sus intentos por sostener lo contrario, los lectores pueden sacar la conclusión errónea de que comparto con los «marxistas neoconservadores» su modo de relegar la opresión de gays y lesbianas como una cuestión «meramente cultural» y, por lo tanto, secundaria, derivada o incluso trivial. Podrían llegar a aceptar que para mí la opresión sexual es de menor importancia, es menos material y real que la opresión de clase, y que pretendo subordinar las luchas contra el heterosexismo a las luchas contra la explotación de los trabajadores. Así pues, al encontrarme alineada de este modo con los «marxistas ortodoxos sexualmente conservadores», los lectores podrían incluso llegar a la conclusión de que para mí los movimientos homosexuales son una muestra de particularismos injustificados que han escindido a la izquierda, y que en consonancia desearía someterlos a la unidad de manera forzada.

Evidentemente, esto no se corresponde con lo que yo pienso. Por el contrario, en Justice Interruptus he analizado la fractura que existe entre la denominada política de la identidad y la política de clase, entre la izquierda cultural y la izquierda social, como un componente constitutivo de la condición «postsocialista».[3] Con el fin de superar estas divisiones y sentar las bases necesarias para un frente unitario de izquierda, he propuesto un marco teórico que se aleja de las distinciones ortodoxas entre «base» y «superestructura», opresión «primaria» y «secundaria», y que cuestiona la primacía de lo económico. En este proceso he postulado tanto la irreductibilidad conceptual de la opresión heterosexista como la legitimidad moral de las reivindicaciones gays y lesbianas.

Dos clases de ofensas

La distinción normativa entre injusticias de distribución e injusticias de reconocimiento ocupa un lugar central en mi marco teórico. Lejos de relegar a estas últimas en la medida en que son «meramente culturales», trato de conceptualizar dos tipos de ofensas iguales en cuanto a su importancia, su gravedad y su existencia, que cualquier orden social moralmente válido debe erradicar.

Desde mi punto de vista, la falta de reconocimiento no equivale simplemente a ser desahuciada como una persona enferma, ser infravalorado o recibir un trato despreciativo en función de las actitudes conscientes o creencias de otras personas. Equivale, por el contrario, a no ver reconocido el propio estatus de interlocutor/a pleno/a en la interacción social y verse impedido/a a participar en igualdad de condiciones en la vida social, no como consecuencia de una desigualdad en la distribución (como, por ejemplo, verse impedida a recibir una parte justa de los recursos o de los «bienes básicos»), sino, por el contrario, como una consecuencia de patrones de interpretación y evaluación institucionalizados que hacen que una persona no sea comparativamente merecedora de respeto o estima.

Cuando estos patrones de falta de respeto y estima están institucionalizados, por ejemplo, en la legislación, la ayuda social, la medicina y/o la cultura popular, impiden el ejercicio de una participación igualitaria, seguramente de un modo similar a como sucede en el caso de las desigualdades distributivas.

En ambos casos, la ofensa resultante es absolutamente real.

Por lo tanto, de acuerdo con mi concepción, la falta de reconocimiento es una relación social institucionalizada y no un estado psicológico. Infringir una ofensa en contra del estatus, en lo esencial, es analíticamente diferente, y conceptualmente irreductible a la injusticia distributiva, aunque pueda ir unida a ésta. Que la «falta de reconocimiento» se transforme en una injusticia distributiva, y viceversa, depende de la naturaleza de la organización social en cuestión. Por ejemplo, en las sociedades precapitalistas y preestatales, en las que el estatus es el principio de distribución dominante y en las que el orden estamental y la jerarquía de clase están fusionados, la falta de reconocimiento sencillamente implica una distribución desigual. Por el contrario, en las sociedades capitalistas, en las que la institucionalización de relaciones económicas especializadas permite una relativa desvinculación de la distribución económica respecto a las estructuras de prestigio, y en las que, por lo tanto, el estatus y la clase pueden diferir, la falta de reconocimiento y la distribución desigual no son totalmente intercambiables. Más adelante consideraré si en la actualidad coinciden y hasta qué punto.

No obstante, desde un punto de vista normativo, la cuestión clave es la siguiente: la falta de reconocimiento constituye una injusticia fundamental, vaya o no acompañada de una distribución desigual. Y esto tiene consecuencias políticas. No hace falta demostrar que una forma determinada de falta de reconocimiento implica una distribución desigual para legitimarla con el fin de exigir justicia social y pretender que sea remediada. Esto es lo que ocurre con la falta de reconocimiento de carácter heterosexista, que implica la institucionalización de normas sexuales e interpretaciones que niegan la participación igualitaria de gays y lesbianas. Oponerse al heterosexismo no tiene por qué pasar por traducir las reivindicaciones contra las ofensas al estatus sexual a los términos en los que se formulan las reivindicaciones contra las desposesiones sufridas por pertenecer a una determinada clase social con el fin de dotar a aquéllas de legitimidad. Tampoco es preciso demostrar que estas luchas representan una amenaza para el capitalismo para demostrar que son justas.

De acuerdo con mi análisis, por lo tanto, las injusticias derivadas de la «falta de reconocimiento» son tan graves como las distributivas. Y no pueden ser reducidas a éstas. Así pues, lejos de postular que las ofensas culturales son reflejos superestructurales de las ofensas económicas, he propuesto un análisis en el que ambas son fundamentales y conceptualmente irreductibles.

Por lo tanto, de acuerdo con esta perspectiva, no tiene sentido decir que la discriminación heterosexista es «meramente cultural». Este enunciado presupone justamente el tipo de modelo base-superestructura, el tipo de monismo economicista, que mi modelo trata de combatir.

Desentrañando la teoría y la política

En resumen, Butler confunde lo que en relidad constituye un dualismo entre estatus y clase cuasiweberiano con un monismo economicista marxista ortodoxo. Butler, dando por sentado erróneamente que distinguir entre redistribución y reconocimiento implica necesariamente desvalorizar el reconocimiento, trata mi distinción normativa como una «táctica» cuyo fin es despreciar las luchas gays y lesbianas e imponer una nueva «ortodoxia». A diferencia de Butler, pretendo defender esta distinción, rechazando simultáneamente la táctica que ella apunta. Para situar lo que realmente está en juego en nuestra confrontación hace falta distinguir dos cuestiones que aparecen inextricablemente mezcladas en su exposición. La primera se refiere a una cuestión política acerca de la importancia y la gravedad de la opresión heterosexista; con respecto a esta cuestión, y como he explicado anteriormente, estamos de acuerdo. La segunda se refiere a una cuestión teórica que concierne al estatuto conceptual de lo que Butler equivocadamente denomina la «distinción material/cultural», tal y como aparece relacionada con el análisis del heterosexismo y la caracterización de la sociedad capitalista. Aquí es donde hay que situar las verdaderas discrepancias entre nosotras.[4]

Voy a comenzar a desentrañar nuestros auténticos puntos de desacuerdo resumiendo esquemáticamente la crítica planteada por Butler. De acuerdo con mi interpretación, a su juicio existen tres argumentos teóricos fundamentales para rechazar el marco de redistribución/reconocimiento que propongo. En primer lugar, Butler sostiene que, debido a que los gays y las lesbianas son víctimas de desigualdades materiales y económicas, su opresión no se categoriza de un modo apropiado como falta de reconocimiento. En segundo lugar, apelando a la perspectiva fundamental defendida por el feminismo socialista en la década de 1970, que postula que la familia forma parte del modo de producción, ella afirma que la regulación heteronormativa de la sexualidad es «central para el funcionamiento de la economía política» y que las luchas contemporáneas contra dicha regulación representan una «amenaza a la viabilidad» del sistema capitalista. En tercer lugar, tras retomar algunas aproximaciones antropológicas sobre el intercambio precapitalista, argumenta que la distinción entre lo material y lo cultural es «inestable», un «anacronismo teórico» que la teoría social debería rechazar. En mi opinión, ninguno de estos argumentos resulta convincente, sobre todo porque ninguno aporta un enfoque acertado que caracterice y sitúe históricamente la sociedad capitalista contemporánea. Voy a referirme a los tres argumentos por orden.

El primer argumento de Butler se refiere a ciertos hechos innegables acerca de las ofensas que habitualmente sufren los gays y las lesbianas. Lejos de ser «meramente simbólicas», éstas incluyen graves desventajas económicas cuyos efectos materiales son incuestionables. Por ejemplo, en Estados Unidos, actualmente los gays y las lesbianas pueden ser despedidos sin contemplaciones de empleos civiles y del servicio militar, se les niega un amplio abanico de beneficios sociales basados en la familia, cargan de manera desproporcionada con los costes médicos, y son discriminados legalmente en materia fiscal y en sus derechos de herencia. Igualmente materiales son los efectos que se derivan del hecho de que los homosexuales carezcan de toda la gama de derechos constitucionales y del sistema de protección que disfrutan los heterosexuales. En muchas jurisdicciones pueden ser procesados por mantener relaciones sexuales consensuadas, y en muchas más pueden ser atacados impunemente. Según Butler, el carácter económico y material de estas discriminaciones prueba que analizar el heterosexismo como «falta de reconocimiento» constituye un error.

Evidentemente, la premisa de Butler es cierta, no así la conclusión a la que llega. Presupone que las injusticias que se derivan de la falta de reconocimiento han de ser inmateriales y de carácter no económico. Dejando de lado por el momento su modo de relacionar lo material y lo económico, esta presunción es doblemente incorrecta. Consideremos en primer lugar la cuestión de lo material. De acuerdo con mi concepción, las injusticias de falta de reconocimiento son tan materiales como las de distribución desigual. Ciertamente, las primeras están basadas en patrones sociales de interpretación, evaluación y comunicación, por consiguiente, si se prefiere, en el orden simbólico. Pero esto no quiere decir que sean «meramente» simbólicas.

Por el contrario, las normas, significados y construcciones de la personalidad que imposibilitan que las mujeres, las personas racializadas, y/o los gays y las lesbianas participen de forma igualitaria en la vida social cobran forma material en las instituciones y en las prácticas sociales, en la acción social y en el hábito encarnado y, por supuesto, en los aparatos ideológicos del Estado.

Lejos de ocupar un ámbito etéreo y difuso, son materiales en lo que se refiere tanto a su existencia como a sus consecuencias.

Por consiguiente, desde mi perspectiva, las ofensas materiales a las que Butler se refiere constituyen casos paradigmáticos de falta de reconocimiento. Reflejan la institucionalización de significados, normas y construcciones de la personalidad heterosexista en campos tales como la ley constitucional, la medicina, las políticas de inmigración y naturalización, las normas tributarias de carácter estatal y federal, las políticas sociales y de empleo, la legislación que vela por la igualdad de oportunidades y otros aspectos similares. Es más, lo que se institucionaliza, tal y como advierte la propia Butler, son construcciones culturales de derechos y personalidad que producen a los sujetos homosexuales como aberrantes. Ésta es, insisto en ello, la esencia de la falta de reconocimiento: la construcción material que instituye normas culturales que hacen que una clase de personas sea infravalorada y no pueda participar en pie de igualdad.

Identificar la ofensa principal

Si consideramos también como materiales las ofensas que surgen de la falta de reconocimiento, ¿significa esto que también son económicas? Es verdad, tal y como advierte Butler, y como yo misma expresé en Justice Interruptus, que algunas formas de heterosexismo se traducen en ofensas de carácter económico contra los gays y las lesbianas. La cuestión es cómo interpretarlas.[5] Una posibilidad es considerar estas ofensas económicas como una expresión directa de la estructura económica de la sociedad, de forma similar a como los marxistas consideran la explotación de los trabajadores. De acuerdo con esta interpretación, que Butler parece suscribir, las desventajas económicas que sufren los homosexuales difícilmente podrían sustraerse de las relaciones de producción. Remediarlas requeriría transformar dichas relaciones. Otra posibilidad, por la que yo me inclino, es ver las ofensas económicas del heterosexismo como consecuencias indirectas de una distribución (desigual) que procede de una injusticia más importante, que es la falta de reconocimiento. De acuerdo con esta interpretación, que propuse en Justice Interruptus, las raíces del heterosexismo económico serían las «relaciones de reconocimiento»: un patrón institucionalizado de interpretación y evaluación que construye la heterosexualidad como normativa y la homosexualidad como desviación, negando, por lo tanto, a los gays y a las lesbianas una participación igualitaria. Cambiar las relaciones de reconocimiento supondría eliminar la distribución desigual.

Este conflicto de interpretaciones plantea preguntas intrincadas y de hondo calado. ¿Es necesario transformar la estructura económica del capitalismo contemporáneo para remediar las desigualdades económicas que sufren los homosexuales? ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de «estructura económica»? ¿Deberíamos concebir la regulación heteronormativa de la sexualidad como directamente vinculada a la economía capitalista? ¿O es más adecuado analizarla en relación con un sistema de estatus distinto a la estructura económica aunque relacionado con ésta de un modo complejo? En un sentido más general, ¿coinciden en la sociedad del capitalismo tardío las relaciones de reconocimiento y las relaciones económicas? ¿O introducen las diferenciaciones institucionales del capitalismo moderno fracturas entre el estatus y la clase?

Para seguir profundizando en estas cuestiones examinaré el segundo argumento utilizado por Butler. Para abordarlo, ella invoca la perspectiva del feminismo socialista de la década de 1970, según la cual la familia forma parte del modo de producción, para sustentar la tesis de que la regulación heteronormativa de la sexualidad es «central para el funcionamiento de la economía política». Por lo tanto, afirma Butler, las luchas contemporáneas contra esta regulación «amenazan la viabilidad» del sistema capitalista.

En realidad, con respecto a esta cuestión cabría distinguir dos variantes diferentes del mismo argumento: una de carácter definitorio y otra funcionalista. De acuerdo con la primera variante, la regulación (hetero)sexual pertenece por definición a la estructura económica. La estructura económica, equivale sencillamente a la totalidad del conjunto de los mecanismos sociales e instituciones que contribuyen a la (re)producción de las personas y de los bienes. En este sentido, la familia es parte de esta estructura por definición, ya que es el lugar principal en el que tiene lugar la reproducción de las personas. A ella pertenece también, por extensión, el sistema de género, que regula los «productos» familiares para adecuarlos a uno de los dos — y sólo dos — tipos de personas mutuamente excluyentes y aparentemente naturales: hombres y mujeres. Se asume que el sistema de género, a su vez, presupone un modo de regulación sexual que produce y naturaliza la heterosexualidad, produciendo simultáneamente la homosexualidad como aberrante. La conclusión que saca Butler es que la regulación heteronormativa de la sexualidad es parte, por definición, de la estructura económica, a pesar de que, en la sociedad capitalista, ésta no estructure la división social del trabajo, ni tampoco el modo de explotación de la fuerza de trabajo.

Sexualidad y plusvalor

En este argumento definitorio se respira un aire de olímpica indiferencia hacia la historia. En consecuencia, corre el riesgo de querer abarcar demasiado. Al estipular que el modo de regulación sexual pertenece a la estructura económica por definición, aunque no podamos determinar ningún impacto discernible sobre la división del trabajo o el modo de explotación, corremos el riesgo de deshistorizar la noción de estructura económica y vaciarla de su potencia conceptual. Lo que se pierde es la especificidad de la sociedad capitalista como una forma singular y muy concreta de organización social. Esta organización genera un sistema de relaciones económicas especializadas que son relativamente autónomas con respecto a las relaciones de parentesco y de autoridad política. De forma que en la sociedad capitalista, el vínculo entre el modo de regulación sexual, por un lado, y el sistema de las relaciones económicas especializadas cuya razón de ser es la acumulación de plusvalor, por otro, se da de forma atenuada. Ciertamente mucho más que en las sociedades precapitalistas y preestatales, en las que las relaciones económicas están estructuradas en gran medida conforme a los mecanismos del parentesco y directamente imbricadas con la sexualidad. Además, en la sociedad del capitalismo tardío del siglo XX, los lazos entre sexualidad y acumulación de plusvalor se han visto debilitados en buena medida por lo que Eli Zaretsky denomina la «vida personal», un espacio de relaciones íntimas que incluye la sexualidad, la amistad y el amor, que ya no puede ser identificado con la familia y que es experimentado en su desconexión con respecto a los imperativos de la producción y la reproducción.[6]

Por lo tanto, en términos generales, la sociedad capitalista contemporánea introduce «fracturas»: entre el sistema económico y el de parentesco; entre la familia y la vida personal, y entre el sistema de estatus y la jerarquía de clase. En este tipo de sociedad profundamente diferenciada no tiene sentido concebir el modo de regulación sexual simplemente como una parte de la estructura económica. Tampoco lo tiene considerar las exigencias de reconocimiento de los queer como exigencias redistributivas mal planteadas.

Además, existe otro sentido en el que este argumento de carácter definitorio resulta insuficiente. Butler pretende llegar a la conclusión de que las luchas de liberación sexual son económicas, pero esta conclusión se convierte en tautológica.

Si las luchas en torno a la sexualidad son económicas por definición, entonces no son económicas en el mismo sentido en el que lo son las luchas en torno a la tasa de explotación. Llamar «económicas» a ambos tipos de lucha supone arriesgarse a hacer colapsar las diferencias, generando la falsa impresión de que entran en sinergia de manera automática y anulando nuestra capacidad de plantear y responder a cuestiones políticas complicadas, pero acuciantes, relativas a cómo hacerlas entrar en sinergia aunque, de hecho, sean divergentes o estén en conflicto.[7]

Esto me lleva a la variante funcionalista del segundo argumento sostenido por Butler. En lo que respecta a esta cuestión, el argumento consiste en que la regulación heteronormativa de la sexualidad es económica, no por definición, sino porque es funcional a la expansión del plusvalor. En otras palabras, el capitalismo precisa o se beneficia de la heterosexualidad obligatoria. En consecuencia, de acuerdo con Butler, las luchas de los gays y las lesbianas contra el heterosexismo representan una amenaza a la «viabilidad» del sistema capitalista.

Como todos los argumentos funcionalistas, éste se sostiene o se desmorona acudiendo a las relaciones empíricas de causa y efecto.

Sin embargo, desde un punto de vista empírico, es realmente inverosímil que las luchas de los gays y las lesbianas amenacen al capitalismo en su forma histórica actual. Esto podría ocurrir si los homosexuales fueran construidos como una clase inferior, aunque útil, de trabajadores serviles, cuya explotación fuera central para que la economía funcionara, tal y como ha ocurrido, por ejemplo, con los afroamericanos. En este caso, se podría decir que los intereses del capital pasan por mantenerlos en «su sitio». No obstante, de hecho, los homosexuales son construidos como un grupo cuya sola existencia constituye una aberración, de forma similar a la construcción nazi de los judíos; debía privárseles por completo de un «lugar» en la sociedad.

En este caso, no es de extrañar que los principales opositores a los derechos de los gays y las lesbianas no sean las corporaciones multinacionales, sino las fuerzas conservadoras de carácter cultural y religioso, cuya obsesión es el estatus y no los beneficios. De hecho, algunas multinacionales — en especial American Airlines, Apple Computer y Disney — provocaron la cólera de estos conservadores al introducir políticas que favorecían a los gays, como por ejemplo que las parejas de hecho pudieran beneficiarse de algunos de sus servicios. Aparentemente, estas compañías consideran beneficioso incorporar a los gays, siempre y cuando no sean objeto de boicots, o si lo son, tenga el poder suficiente como para enfrentarse a ellos.

Empíricamente, por lo tanto, el capitalismo contemporáneo no parece precisar del heterosexismo. Teniendo en cuenta las segmentaciones que se dan entre el orden económico y el de parentesco y entre la familia y la vida personal, la sociedad capitalista permite hoy a numerosos individuos vivir de un salario, al margen de familias heterosexuales. Podría permitírselo a muchos más, a condición de que se produjera una transformación de las relaciones de reconocimiento. Así pues, ahora podemos dar respuesta a una de las cuestiones planteadas anteriormente: las desventajas económicas que sufren los homosexuales se entienden mejor como el efecto del heterosexismo sobre las relaciones de reconocimiento, que conectándolas de manera forzada a la estructura del capitalismo. La dimensión positiva de todo esto es que no necesitamos derribar el capitalismo para poner remedio a estas discriminaciones, aunque sigamos pensando que es preciso derribarlo por otros motivos. La negativa es que es preciso transformar el sistema de estatus vigente y reestructurar las relaciones de reconocimiento.

Funcionalismo y anacronismo teórico

A partir de esta argumentación funcionalista, Butler retoma lo que considera uno de los peores aspectos del marxismo y del feminismo socialista de la década de 1970: la perspectiva hipertotalizadora acerca de la sociedad capitalista como un «sistema» monolítico de estructuras de opresión entrelazadas que se refuerzan sin fisuras entre sí. Esta visión invisibiliza las «fracturas». Ha sido sometida a críticas contundentes y convincentes provenientes de distintos lugares, incluyendo el paradigma postestructuralista asumido por Butler, y el weberiano, del que yo parto. La teoría de sistema funcionalista es una de las corrientes del pensamiento de la década de 1970 que haríamos bien en olvidar.

El tercer argumento de Butler contra el marco redistribución/reconocimiento que propongo tiene que ver con la cuestión relativa a qué debería reemplazar al funcionalismo. Este argumento es de carácter deconstructivo. Lejos de insistir en que las raíces del heterosexismo son económicas y no «meramente culturales», su objetivo es deconstruir la «distinción material/cultural». Esta distinción, sostiene Butler, es muy «inestable». Ha entrado en una «crisis» sin remisión a partir de las aportaciones de corrientes importantes del pensamiento neomarxiano que van desde Raymond Williams a Althusser. Sin embargo, el argumento más demoledor proviene de los antropólogos, precisamente de Mauss y Lévi-Strauss. Sus respectivos análisis del «don» y del «intercambio de mujeres» revelan que los procesos primitivos de intercambio no pueden asignarse de acuerdo con el eje de diferenciación material/cultural. La simultaneidad de dichos procesos «desestabiliza» esta misma distinción. En este sentido, Butler sostiene que al remitirme actualmente a la distinción material/cultural cometo un «anacronismo teórico».

Este argumento no resulta convincente por varias razones. La primera es que confunde «lo económico» con «lo material». Butler asume que mi distinción normativa entre redistribución y reconocimiento se apoya en una distinción ontológica entre lo material y lo cultural. Asume, por consiguiente, que deconstruir esta última distinción equivale a quitarse de en medio la primera. Sin embargo, no podemos dar por buena esta equivalencia. Tal y como he señalado más arriba, las injusticias que se derivan de la falta de reconocimiento son, según mi perspectiva, tan materiales como puedan serlo las injusticias debidas a una distribución desigual. En este sentido, la distinción normativa que establezco no se funda sobre una diferencia ontológica. En cambio, sí es correlativa con respecto a una distinción entre lo económico y lo cultural en las sociedades capitalistas. Sin embargo, no se trata de una distinción ontológica, sino socioteórica. El auténtico punto de fricción entre Butler y yo no es la distinción material/cultural, sino la distinción económico/cultural: la cuestión que realmente está en juego tiene que ver con el carácter de esta distinción.

¿Cuál es entonces el rango conceptual de la distinción económico/cultural? En mi opinión, los argumentos antropológicos contribuyen a clarificar esta cuestión, pero no del modo en el que Butler los emplea para sustentar su opinión. De acuerdo con mi propia interpretación, Mauss y Levi-Strauss analizaron procesos de intercambio en sociedades preestatales y precapitalistas en las que el lenguaje que dominaba las relaciones sociales era el del parentesco. De acuerdo con sus concepciones, el parentesco organizaba no sólo el matrimonio y las relaciones sexuales, sino también el proceso de trabajo y la distribución de los bienes; las relaciones de autoridad, reciprocidad y obligación, así como las jerarquías simbólicas de estatus y prestigio. No existían relaciones específicamente económicas ni relaciones específicamente culturales; por lo tanto, se podría decir que la diferencia económico/cultural no regía para los miembros de dichas sociedades. No obstante, esto no quiere decir que la distinción carezca de sentido o sea inútil. Por el contrario, puede aplicarse de manera pertinente y útil a las sociedades capitalistas, que a diferencia de las llamadas sociedades «primitivas», sí cuentan con estas diferenciaciones socioestructurales.[8] Por otro lado, podemos aplicarla a sociedades que carecen de estas diferenciaciones con el propósito de determinar cómo difieren con respecto a las nuestras. Se puede decir, por ejemplo, tal y como lo he hecho, que en estas sociedades existe un único sistema de relaciones sociales que regula tanto la integración económica como la cultural, que aparecen relativamente escindidas en la sociedad capitalista. Éste es, además, el espíritu con el que interpreto a Mauss y a Lévi-Strauss. Cualesquiera que sean sus intenciones con respecto a «lo económico» y «lo cultural», resulta menos provechoso leerlos de acuerdo con una visión que «desestabiliza» la distinción, que hacerlo desde otra que los considere en su especificidad histórica. En otras palabras, la cuestión es historizar una distinción fundamental para el capitalismo moderno — y con ella, el capitalismo moderno mismo — , situando a ambos en un contexto antropológico más amplio y, de este modo, estableciendo su especificidad histórica.

La importancia de la historización

Así pues, la argumentación de Butler resulta errónea en dos aspectos cruciales. En primer lugar, extrapola de forma inadecuada un rasgo específico de las sociedades precapitalistas a las sociedades capitalistas: a saber, la inexistencia de la diferenciación económico/cultural socioestructural. En segundo lugar, asume erróneamente que historizar una distinción equivale a convertirla en trivial e inútil para la teoría social. De hecho, la historización opera de forma contraria. Lejos de desestabilizar las distinciones, permite hacer más preciso su uso.

Desde mi perspectiva, por lo tanto, la historización representa una forma más adecuada de abordar la teoría social que la desestabilización o la deconstrucción.[9]

Nos permite apreciar el carácter socioestructural singular e históricamente específico de la sociedad capitalista contemporánea. Al hacerlo, nos ayuda también a identificar la tendencia antifuncionalista, así como las posibilidades de «agenciamiento» y transformación social antisistémicos. Éstos no se dan como una propiedad abstracta y transhistórica del lenguaje, tal y como sucede con la «resignificación» o la «performatividad», sino, por el contrario, como parte del carácter realmente contradictorio de las relaciones sociales específicas. A partir de una visión históricamente específica y diferenciada de la sociedad capitalista contemporánea, podemos identificar las fracturas, los isomorfismos irreductibles de estatus y clase, las múltiples interpelaciones contradictorias entre los sujetos sociales, y los imperativos morales complejos y múltiples que motivan las luchas por la justicia social.

Por otro lado, contemplada desde este tipo de perspectiva, la coyuntura política actual no se puede entender de forma adecuada a partir de un diagnóstico centrado en una supuesta revitalización del marxismo ortodoxo. Se entiende mejor a partir de un diagnóstico que admita abiertamente las escisiones existentes en el seno de la izquierda entre, por un lado, las corrientes socialistas/socialdemócratas orientadas hacia una política redistributiva y, por otro, las corrientes multiculturalistas orientadas hacia una política basada en el reconocimiento, con el propósito de superarlas. Este análisis debe sustentarse, como principio irrenunciable, en el reconocimiento de que ambas corrientes plantean argumentos legítimos, que, de alguna manera, deben entrar en un proceso de armonización en el ámbito programático y de sinergia en el plano político. La justicia social precisa hoy en día de redistribución y de reconocimiento. Cualquiera de estos elementos por separado resulta insuficiente.

Estoy segura de que Butler y yo coincidimos en este último punto. A pesar de su renuencia a apelar al lenguaje de la justicia social, y a pesar de nuestros desacuerdos teóricos, las dos aspiramos a retomar las mejores aportaciones de la política socialista con el fin de integrarlas con las mejores aportaciones de la política de los «nuevos movimientos sociales». Asimismo, las dos aspiramos a recuperar las corrientes realmente valiosas de la crítica neomarxista al capitalismo para integrarlas con las corrientes más inteligentes de la teorización crítica posmarxista. El ensayo de Butler, y espero que mi propio libro también, tiene el mérito de haber puesto sobre la mesa la pertinencia de este proyecto.

[*] El término «misrecognition» alude tanto a la falta de reconocimiento en sentido estricto como a un reconocimiento inadecuado. [N. de la T.]

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Vea aquí el texto «El marxismo y lo meramente cultural», de Judit Butler, con el que Nancy Fraser polemiza:

Notas:

[1] Quiero mostrar mi agradecimiento hacia Laura Kipnis, Linda Nicholson y Eli Zaretsky por sus valiosas aportaciones. Este ensayo fue publicado en Social Text 52–53, otoño-invierno de 1997, pp. 279–289. Se trata de una réplica al ensayo de Judith Butler «Meramente cultural», publicado en Social Text 52–53, 1997, y en nlr 227, enero-febrero de 1998.

[2] Fraser, Nancy. Justice Interruptus. Critical reflections on the «postsocialist» condition. Routledge, Londres y Nueva York, 1997. [Ed. cast.: Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Siglo del Hombre Editores, Universidad de los Andes, Bogotá, 1997.]

[3] Véase, en particular, la introducción y el capítulo I, «¿From Redistribution to Recognition? Dilemmas of Justice in a `Postsocialist´ Age», en Nancy Fraser, Justice Interruptus: Critical Reflections on the «Postsocialist» Condition; «¿De la redistribución al reconocimiento? Dilemas de la justicia en la era `postsocialista´», nlr 0, enero de 2000, pp. 126–155.

[4] En lo que sigue voy a dejar a un lado el modo problemático en el que Butler se refiere a la tesis central de mi libro Justice Interruptus. Me atribuye la afirmación categórica de que el heterosexismo es simplemente una injusticia derivada de la falta de reconocimiento que nada tiene que ver con una distribución desigual. En realidad, lo que yo planteo es un debate a modo de hipótesis que sirva de experimento reflexivo. Con el propósito de poner de manifiesto la lógica específica de las reivindicaciones redistributivas y de reconocimiento respectivamente, invito a los lectores a imaginar un espectro conceptual de colectividades oprimidas, que sitúa en un extremo a las víctimas típicamente ideales de una distribución desigual en estado puro y en el otro a las víctimas típicamente ideales de la falta de reconocimiento en estado puro; en el centro se situarían las instancias híbridas o «bivalentes». En consonancia con este espíritu hipotético, esbozo un concepto de «sexualidad despreciada», que constituye una aproximación concreta al tipo ideal de falta de reconocimiento que se sitúa en un extremo del espectro, al tiempo que advierto explícitamente que esta concepción de la sexualidad es discutible y dejo abierta la cuestión de si se ajusta, y de qué modo, a las colectividades homosexuales existentes que en la actualidad luchan en pos de la justicia en el mundo real. Por lo tanto, mi análisis de la «falta de reconocimiento» del heterosexismo en Justice Interruptus se desarrolla de forma mucho más cualificada a como Butler deja entrever. Es más, recientemente he planteado que a efectos prácticos casi todas las colectividades oprimidas del mundo real son «bivalentes». Prácticamente todas tienen un componente económico y otro de estatus; por lo tanto, virtualmente todas sufren de una distribución desigual y de una falta de reconocimiento en modos que impiden que podamos concebir cualquiera de ellas como un efecto indirecto de la otra, sino que, por el contrario, cada una tiene su peso específico independientemente de la otra. Sin embargo, no todas son bivalentes de la misma manera ni en el mismo grado. De acuerdo con los ejes de la opresión, algunas se inclinan más hacia el extremo redistributivo del espectro, otras hacia el del reconocimiento y otras se sitúan en el centro. Teniendo en cuenta este análisis, si bien el heterosexismo puede ser parcialmente remitido a un problema de distribución desigual, está constituido por injusticias derivadas de la falta de reconocimiento y enraizadas fundamentalmente en un sistema de estatus que hace que la homosexualidad sea una sexualidad infravalorada e instituida como una sexualidad despreciada. La argumentación original se encuentra en Nancy Fraser, Justice Interruptus, capítulo I. Para un desarrollo ulterior, véase id., «Social Justice in the Age of Identity Politics. Redistribution, Recognition and Participation», en The Tanner Lectures on Human Values, vol. 18, Salt Lake City, en prensa.

[5] En términos generales, tendríamos que distinguir varias dimensiones en relación a este punto: 1) la naturaleza de las injusticias en cuestión; 2) sus causas originales; 3) los mecanismos causales contemporáneos que contribuyen a su perpetuación; 4) sus soluciones. Agradezco a Erik Olin Wright por esta observación (comunicación privada, 1997).

[6] Zaretsky, Eli. Capitalism, the Family, and Personal Life, Nueva York, 1976.

[7] Así pues, el argumento de carácter definitorio se limita a desplazar la necesidad de establecer distinciones hacia otro terreno. Se podría decir, evidentemente, que una reivindicación política puede ser de carácter económico de una de las dos siguientes maneras: primera, por cuestionar la producción y distribución del valor económico, incluyendo el plusvalor, y segunda, por cuestionar la producción y reproducción de las normas, significaciones y construcciones de la personalidad, incluyendo las que conciernen a la sexualidad. Pero no veo cómo esto contribuye a mejorar mi estrategia más sencilla de restringir el término económico a su significado capitalista y distinguir las reivindicaciones de reconocimiento de las de redistribución.

[8] En este breve artículo no puedo abordar la cuestión compleja, aunque fundamental, relativa a cómo la distinción económico/cultural contribuye mejor a la teoría crítica de la sociedad capitalista contemporánea. No obstante, en «Social Justice in the Age of Identity Politics» abordo esta cuestión de forma extensa. Al rechazar la perspectiva que trata la economía y la cultura como dos esferas separadas, propongo un análisis crítico que pone de manifiesto las conexiones ocultas entre ambas. En otras palabras, la cuestión fundamental es emplear esta distinción a contrapelo, visibilizando y planteando críticamente los subtextos culturales de los procesos aparentemente económicos y los subtextos económicos de los procesos aparentemente culturales. Evidentemente, dicho «dualismo en perspectiva» sólo es posible una vez que hemos establecido la distinción económico/cultural.

[9] No obstante, a otro nivel, pretendo mostrar mi adhesión con respecto a la deconstrucción. Se trata de un modo de enfocar la política del reconocimiento que, a mi modo de ver, a menudo es superior a la política de la identidad convencional. Una política deconstructiva del reconocimiento es transformadora, y no afirmativa de las diferenciaciones e identidades de grupo existentes. A este respecto, tiene afinidades con el socialismo, que en mi opinión constituye un planteamiento transformador, en oposición a un planteamiento afirmativo, de la política de la redistribución. (Para un desarrollo de este argumento, véase Justice Interruptus, capítulo I). Sin embargo, desde mi punto de vista, la deconstrucción no resulta útil en el nivel en el que la emplea Butler: a saber, el de la teoría social.

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