La izquierda iterativa. Breves reflexiones sobre la estrategia expresiva de la vieja izquierda

La Tizza
La Tizza Cuba
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32 min readMar 16, 2021

Por Miguel Mazzeo

Ilustración: Giovanny Verdezoto

Una versión preliminar de este trabajo fue publicada en contrahegemoniaweb, 13 de octubre de 2014 [Diciembre, 2014]. La Tizza publica esta versión gracias al envío y cesión de su autor a nuestra revista.

Iterativo, va. (Del Latín Iterativus). 1) adj. Que se repite…

Diccionario de la lengua española

Cada hombre trae en sí el deber de añadir, de domar, de revelar. Son culpables las vidas empleadas en la repetición cómoda de las verdades descubiertas.

José Martí

…bajo el hechizo de la creencia tradicional en la significación omnicomprensiva de las abstracciones elevadas, todo lo que queda es despreciado desde el inicio como un sincretismo ecléctico, un compromiso de alguna clase.

Siegfried Kracauer

Introducción: insumos para un debate

Hemos leído la reseña de nuestro ya viejo librito ¿Qué (no) hacer?, apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios, publicada en el Número 6 de la Revista electrónica Hic Rhodus. Crisis capitalista, polémica y controversias.[1]

Queremos evitar el viejo estilo de la polémica centrado en los ejercicios defensivos autoreferenciales, en un arte de injuriar un tanto desfasado, o en las destrezas literarias formales pero vacías y estandarizadas.

No nos interesa ingresar en el delirio de los otros y las otras para disponernos a refutar un torrente de trivialidades o para derribar diagramas imperturbables. No queremos demoler ni convencer. Tampoco queremos contribuir a la construcción de un estereotipo negativo de la vieja izquierda. Lamentablemente, ese estereotipo parece estar autodeterminado.

«Vieja izquierda» designa un universo amplio. Sus estrategias y métodos más característicos pueden identificarse en la izquierda organizada en partidos, pero también en colectivos que no son partidos y no pretenden serlo. En general, las organizaciones que hoy forman parte de la vieja izquierda se caracterizan, entre otras cosas, por: la pretensión de infalibilidad teórica y de ser los «verdaderos» portadores del marxismo, por el peso que tienen en sus imaginarios los momentos de institucionalización de los procesos revolucionarios históricos, por su centralismo, etcétera. Se trata de un conjunto de «vicios» compartidos por estalinistas, trotskistas y por maoístas. Por supuesto, nos referimos a una parte del universo trotskista y maoísta. Luego, existe un núcleo duro de la vieja izquierda que permanece reacio a la tradición tercermundista y latinoamericanista.

Por otra parte, los imaginarios de la otra izquierda, la izquierda que denominamos independiente, se vinculan más a momentos de resistencia, a las fuerzas instituyentes y a la idea de construcción hegemónica. Además, existen fuertes tendencias a favor de una elaboración colectiva de las líneas políticas y a las lógicas frentistas o movimientistas. Por supuesto, la izquierda independiente se siente heredera del contenido revolucionario de la tradición tercermundista y latinoamericanista y también de la crítica — en buena medida trotskista y/o libertaria — a la Unión Soviética. Existen muchas diferencias más que iremos desarrollando a lo largo de este ensayo, claro está, sin el afán de agotar el debate.

Vale decir que la izquierda independiente también ha interiorizado en mayor o menor medida a la vieja izquierda. La diferencia radica en el grado de conciencia respecto de esta interiorización y en el desarrollo del ejercicio autocrítico.

Intentaremos aquí una respuesta corta y general buscando aportar un nuevo insumo, un pequeño ensayo, para seguir discutiendo sobre aspectos casi filosóficos y para no quedarnos solos con nuestro hastío ante ciertos modos de apropiación de la realidad que nos parecen un tanto infecundos. Como defensores del espíritu crítico debemos apostar siempre al debate. Además, abrigamos la esperanza de que esta polémica, por pequeña que sea, pueda contribuir a vivificar una cultura — en este caso una cultura de izquierda — .

Vale aclarar algo desde el comienzo: asumimos la situación de precariedad del espacio ideológico, político, cultural, en el que nos situamos.

Nos referimos, precisamente, a la izquierda independiente, que también ha sido definida como autónoma, nueva-nueva izquierda, popular, en búsqueda. No hay dudas de que este espacio no está atravesando por el mejor momento en lo que va de su corta historia, por lo menos en Argentina. Algunos de sus déficits más notorios consisten, por ejemplo, en la incapacidad de proyectar la propia subjetividad en la perspectiva histórica; o remiten a las dificultades que se le presentan a la hora de articular sus construcciones de base y sus iniciativas en diversos campos con una propuesta política y un instrumento político que no desdibuje sus perfiles más auténticos. Por supuesto, no resulta sencillo alcanzar estos objetivos, mucho menos para quienes han otorgado primacía a la sociedad civil popular como el lugar estratégico para cambiar el mundo, para quienes consideran que un proyecto emancipador exige que la clase que vive de su trabajo protagonice directamente sus intereses sin las mediaciones políticas convencionales, para quienes han asumido el propósito de una revolución consciente y constructiva, democrática y socialista.

Luego, creemos que la crisis de la izquierda independiente en buena medida está asociada a la reproducción de los «incidentes críticos» típicos de la vieja izquierda. De una parte tenemos: sectarismo, dogmatismo, una militancia hiperideologizada (o las formas un tanto enfermizas de asumir la ideología como si fuera una hipoteca); de la otra: institucionalismo reformista — que se critica, pero en el que se cae una y otra vez — , o una carga tan exagerada de perentoriedad que termina pervirtiendo toda pasión política. En toda la línea tenemos problemas para convivir con la diferencia en función de una lucha con los antagónicos, no hemos desarrollado esa «virtud revolucionaria», al decir de Paulo Freire. Por esto que señalamos puede deducirse sin mayores esfuerzos que esta crítica es también una autocrítica. Pero, sería injusto y erróneo leer el pasado y el futuro de la izquierda independiente en clave de sus circunstancias presentes. Un viejo compañero decía que las flores de invierno son muy llamativas, por su tenacidad y su condición exótica, pero que nunca reemplazan a la primavera. Es más — agregaba — cuando llega la primavera pasan absolutamente desapercibidas.

Seguramente, la izquierda independiente podría sobrellevar apaciblemente esta coyuntura crítica al modo de la vieja izquierda: afirmándose en alguna certeza anterior, ratificando ideas de mármol, apelando a simbologías caducas, fundado un nuevo dogmatismo — y una nueva secta — o propiciando alguna forma de autoenclaustramiento que la condene a mirarse y a escucharse perpetuamente en unas pocas palabras. Pero esas posibilidades no están inscriptas en el ADN de la izquierda independiente que pretende generar un nuevo significado para el socialismo.

Las teorías de la liberación deben actualizarse permanentemente. Es la única forma de conservarlas y proyectarlas. Por lo tanto, la izquierda independiente, a diferencia de la vieja izquierda, tiene que lidiar con la incertidumbre. Sus debilidades derivan de la necesidad de adquirir una identidad en la praxis y no en disputas de aparatos y catacumbas.

Nos reservamos para otra ocasión una reflexión más extensa y profunda sobre el marxismo que se niega a dialogar con la cultura de su época — porque teme «contaminarse» o porque teme encontrar alguna verdad exterior al propio marxismo — , sobre el marxismo que no dudamos en calificar de «gélido», es decir: el marxismo dogmático, eurocéntrico, unidimensional, desubjetivizador.

Un marxismo propenso a la exclusión, deformado y degradado al punto de convertirse en un terreno teórico apto para las peores esquematizaciones y las peores perversiones.

La izquierda pre-1968 y el «horizonte guevarista»

Apreciamos el gesto de los compañeros que se tomaron el trabajo de leer nuestro libro y de escribir sobre él.

Preferimos el interés y el esfuerzo puesto en la tarea de masacrarnos en epigramas a la indiferencia.

Además, conocemos personalmente a estos compañeros y, más allá de no compartir aspectos de su «cultura militante», no dejamos de valorar sus «militancias».[2] Aunque tenemos muy pocas esperanzas de ser correspondidos en esta valoración. Descartamos de plano cualquier asunto personal. Simplemente, creemos entender el mecanismo político-intelectual que signa la narrativa (y la praxis) de la vieja izquierda y que consiste, entre otras cosas, en:

a) La férrea convicción de que su visión de las cosas abarca a todas las cosas, de que sólo ellos y ellas posen las claves de un logos generalizado y generalizable a la totalidad de las cosas y de que su saber es «superior» al del pueblo, un saber adelantado y, precisamente por eso, escindido del pueblo. Esta exterioridad, este colocarse siempre en situación de trascendencia, se traduce en una actitud política y culturalmente invasora y en incapacidad para dialogar con los procesos históricos populares. Asimismo, inhibe el despliegue de la autoridad para criticarlos, para impulsarlos y/o para encabezarlos.

b) Una tendencia a construir una totalidad de fundamentos — una totalidad abstracta — que no deja resquicios para interrogarse sobre las particularidades concretas y propias.

c) La negativa a coproducir ideas y conceptos — y lenguaje — , junto a las clases subalternas y oprimidas en el contexto de la lucha de clases y la consiguiente inscripción compulsiva de toda praxis popular en un pensamiento global y totalizante. La vieja izquierda desestima las síntesis políticas elaboradas por el pueblo trabajador a partir de sus luchas y sus experiencias, prefiere el dogma unificador. Subyace en esta actitud una tendencia a escindir lo racional de lo sensible.

d) Unos esquemas de soluciones trascendentales, definitivas, irreversibles y, por ende, de «contestaciones generales» simplistas y cerradas — que no sirven para descubrir nuevas categorías — . Un saber instituido que suele desentenderse de las identidades populares enraizadas en la historia nacional y de Nuestra América. Un discurso «perfecto», listo para ser acatado en cualquier contexto.

e) La costumbre de custodiar con celo sus penurias teóricas y de exponerlas, hinchados de dogma, con un elevado grado de suficiencia.

f) Una dialéctica superficial, tan huera como pretensiosa. En rigor de verdad: una teleología antidialéctica.

g) La tendencia a aferrarse a una diferencia para evitar el riesgo de cualquier afinidad que pueda conmoverles el sectarismo.

La vieja izquierda suele ser considerada como una izquierda de tipo «pre-1968», tomando como referencia una cicatriz temporal con una potente carga simbólica y que nos remite a una densa trama histórica. Entre otros acontecimientos emblemáticos acaecidos en 1968 podemos mencionar: la rebelión estudiantil europea, principalmente el Mayo Francés; la Primavera de Praga, es decir: la apertura democrática liderada por el Partido Comunista checoslovaco aplastada por los tanques soviéticos; las movilizaciones de los estudiantes mexicanos contra el gobierno de Partido Revolucionario Institucional (PRI) que respondió con la masacre de Tlatelolco, etcétera. Vale decir que el ’68 no debería ser concebido como un acontecimiento específicamente europeo. Muchas de sus causalidades son «periféricas». ¿Cuánto le debe el ’68 europeo a la Revolución Cubana, a la Revolución Cultural China, a la Guerra de Viet Nam, al Che y a las luchas del «Tercer Mundo» en general?

Entonces, nos referimos al ’68 como la cifra del cierre de un ciclo caracterizado por la «estabilidad», que remitía a una relativa paz social y al «desarrollo». Un cierre seguido por la emergencia de nuevas contradicciones y antagonismos propios del capitalismo tardío y de nuevas subjetividades emancipatorias.

El ’68 puede considerarse un punto de inflexión en la tradición marxista que pasó a priorizar nuevas interpretaciones sobre asuntos claves, tales como la ley de valor, el Estado, la burocracia, las estructuras partidarias tradicionales de la izquierda, etcétera, al tiempo que incorporaba la realidad de nuevos actores y nuevas discursividades — campesinado, género, etnicidad, derechos humanos, entre otras — . Interpretaciones con un sentido libertario y que eran absolutamente radicales porque criticaban la reproducción por la izquierda de las formas instituidas por el capitalismo, y porque se centraban en las praxis tendientes a su abolición. Praxis que, junto a los cuestionamientos a las filosofías positivistas y a los hábitos colonialistas de Occidente, habilitaban la experimentación de formatos alternativos y la resignificación del espíritu soviético o consejista.

La vieja izquierda se caracteriza por hipostasiar — y dogmatizar — el espíritu, los instrumentos y los métodos propios de una circunstancia acaecida hace un siglo y en un espacio geohistórico — una totalidad — singular. De todos modos, vale decir que, en algunas de sus versiones, la extraterritorialidad cronológica puede ser todavía mayor.

Se trata de una izquierda que somete al marxismo a una operación similar: la hipóstasis — o la momificación — de sus principales categorías. A contrapelo de la ductilidad que le es inherente como filosofía abierta, prefieren un marxismo inflexible.

Se trata de una izquierda que atravesó el año ’68 — y los subsiguientes, hasta hoy — ajena — o directamente opuesta — al horizonte guevarista.[3] Un horizonte que, al margen de sus versiones más folklóricas, setentistas y/o blindadas,[4] se caracterizó por instalar enfáticamente la idea de la actualidad del socialismo y por resignificar la teoría de la revolución permanente en una clave creativa, enraizada, no dogmática, situada y eficaz.

Otro rasgo distintivo del horizonte guevarista ha sido y es su capacidad de articular varias tradiciones políticas revolucionarias y un conjunto extenso y heterogéneo de culturas emancipatorias que jugaron — y juegan — roles fundamentales en lo que respecta al rearme ideológico y político de las clases subalternas y oprimidas.

Esa capacidad del guevarismo para hacerse cauce ancho y caudaloso, para conformarse como «ideología de lo periférico» respondió a diversos factores, entre otros:

a) El énfasis puesto en la praxis real de las clases subalternas y oprimidas por sobre toda abstracción teórica o burocrática. Esto plantea, a su vez, la necesidad de una teoría dinámica, en permanente reelaboración — que en ocasiones se confunde incorrectamente con una teoría de la no teorización — , capaz de dar cuenta de las nuevas dimensiones abiertas por la experimentación popular. Así, el horizonte guevarista permite la apropiación de diferentes categorías culturales y su resignificación en clave emancipatoria y hace posible el desarrollo de una subjetividad colectiva que se educa — se autoeduca — en la praxis. Esta interioridad, este colocarse en situación de inmanencia respecto de los procesos de masas, se traduce en la capacidad del guevarismo para dialogar con los procesos históricos populares y produce la autoridad para criticarlos, para impulsarlos y/o encabezarlos.

b) Un contenido humanista radical, revolucionario, expresado en una concepción del comunismo como una sociedad radicalmente nueva, anclada en requerimientos subjetivos — la idea del hombre nuevo y la mujer nueva — además de materiales. Este humanismo radical remite a la dimensión ética del guevarismo.

c) Un anticolonialismo, un latinoamericanismo y un internacionalismo consecuentes y bien concretos.

d) La voluntad de hallar formas unitarias de acción en función de una estrategia común de los sectores revolucionarios. La idea de que una revolución no es tarea de una sola organización popular.

e) El fracaso de los intentos por reducir al guevarismo a una doctrina o una forma de acción. El reduccionismo doctrinario o metodológico, las instituciones lógicas, no encontraron en el guevarismo un suelo fértil. No resulta tan sencillo hablar de «posguevarismo» sin caer en alguna especie de simplificación y recorte arbitrario.

f) Su capacidad para permanecer en el tiempo como filosofía de la praxis inmanente y directa, una praxis de redención y utopía estructurantes del presente.

El proceso de estatización de la Revolución Cubana, no logró deteriorar la potencia instituyente del guevarismo, su aptitud para alimentar la imaginación política popular.

Se puede afirmar que, en buena medida, este proceso avanzó sobre el olvido o la memoria recortada del guevarismo. En el discurso de Argel de 1965, el Che no sólo cuestionaba los afanes imperialistas de la Unión Soviética, sino también la noción del socialismo como sistema monocultural compulsivo y totalizante.

g) Su capacidad de arraigo y extensión en la sociedad civil popular, sus aptitudes para descubrir el universal concreto en cada situación y, de este modo, hacerse cultura y modos de vida y multiplicar las resistencias — «crear dos, tres, muchos Vietnam» — .

Con un enfoque que, de alguna manera, daba cabida a lo identitario, con el reconocimiento de las especificidades de Nuestra América — y las de cada una de sus naciones — ; provisto de un método que buscaba traducir la teoría a las propias condiciones — y así producir nueva teoría, teoría situada — ; con una predisposición que permitió descentrar el Estado como objeto único de toda reflexión y de toda lucha, el guevarismo se constituyó en un campo de fusión de diversos legados, como la posibilidad misma de construir lo común emancipatorio con elementos divergentes. Esa condición ecuménica del guevarismo, su capacidad de sintetizar — y radicalizar — experiencias, ideas, identidades, su idoneidad a la hora de construir la unidad de clase, son los elementos que mejor se han proyectado, sin dejar de transformarse permanentemente, hasta nuestros días.

Se trata de una condición que le permitió al guevarismo, a lo largo de los años y en diferentes contextos, asociar la cotidianidad popular con la política revolucionaria, las prácticas microsociales con los proyectos macropolíticos, lo sensorial y lo subjetivo con lo conceptual general.

Una condición que le otorgó licencia — hablamos de legitimidad — para articular los «sistemas de denuncia» — basados en identidades étnicas, culturales, de género, en tradiciones populares, en factores religiosos, ideológicos, etcétera — , los movimientos contraculturales y las culturas libertarias, con el marxismo.

El horizonte guevarista fue y es el locus de intersección de la teología liberación, la insurgencia indígena, la tradición nacional-popular — no burguesa, no populista — , de las nuevas y viejas formas de la resistencia anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal.

El verdadero fantasma para las clases dominantes, para la derecha. El horizonte guevarista como locus de intersección hizo y hace posible las mixturas entre Jesús de Nazaret, Tupac Amaru, Simón Bolívar, José Martí, Emiliano Zapata, José Carlos Mariátegui, Julio A. Mella, Carlos Marx, Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Amilcar Cabral, Frantz Fanon, John William Cooke, Paulo Freire, Jean Paul-Sartre, Pier Paolo Passolini, entre otros y otras. De este modo, el guevarismo puede ser considerado como la cifra de una identidad política flexible, susceptible de ser apropiada y reinterpretada por cada militante popular.

En el contexto de este horizonte guevarista las experiencias de la «nueva izquierda» de los ’60-’70 se fueron eslabonando hacia delante. Primero, con las de diversos colectivos y organizaciones populares que, en las décadas del ’80 y del ’90, resistieron a la ofensiva neoliberal y a la idea de la democracia como función de la hegemonía burguesa. Poco después, con los colectivos y organizaciones que cuestionaron radicalmente los fundamentos del modelo neodesarrollista y neopopulista y que han persistido en la búsqueda, desde abajo, de una alternativa anticapitalista.

El horizonte guevarista combinó un registro amplio y abierto con una mayor cercanía respecto de las contradicciones fundamentales. Ciertamente, sus límites fueron imprecisos y estuvo — y está — expuesto a las impurezas.

En relación a estas últimas, la más intolerable tal vez sea la que presenta una disociación del guevarismo y su principal orientación estratégica mencionada más arriba: la que establece la actualidad del socialismo en Nuestra América, en fin, la que se inspira en la teoría de revolución permanente presente en Lenin y Trotsky, pero también en José Carlos Mariátegui y Julio Antonio Mella. Son poco consecuentes, frívolas y superficiales las invocaciones guevaristas de los y las que creen que, en Nuestra América, las tareas democráticas pueden ser resueltas por «gobiernos progresistas» en los marcos impuestos por el capitalismo periférico. Son ingenuas o abiertamente oportunistas las invocaciones a un guevarismo sin socialismo. El «guevarismo etapista», constituye un oxímoron.

Asimismo, no podemos olvidar que existió y aún existen retazos de un guevarismo integrado al proceso de «modelización» de la Revolución Cubana. El modelo de revolución que se consolida en Cuba básicamente después del asesinato del Che. Se trata un modelo paradójicamente ajeno a las circunstancias concretas del proceso revolucionario histórico real. Es un modelo que posee una lógica que parte de algunos presupuestos no siempre evidentes: el reconocimiento implícito de la posesión de un conjunto de recursos y de una retaguardia — ¡que es el mismísimo Estado! — . Esa lógica subyacente lo tornó un modelo poco apto para los movimientos revolucionarios que surgían desde el llano en medios hostiles, un modelo en donde primaban los aparatos, la «planificación logística» y la centralización.

Cabe señalar también que, al igual que la izquierda tradicional, el horizonte guevarista no ha estado librado de la confusión entre directividad y manipulación. No ha sido ajeno a las posturas políticas centralistas, a las metodologías antidemocráticas de resolución de las diferencias en el seno del campo popular. Tampoco ha sido impermeable a las frustraciones elitistas, al dogmatismo mecanicista, al fatalismo redentor y a la ceguera sectaria. Existe un guevarismo que ubica «al partido, organización o núcleo político en el centro de anudamiento del proceso político». En ese sentido, el núcleo se conforma como la cabeza y las agrupaciones de base en que él está inserto en sus brazos — «el brazo sindical, estudiantil, territorial, etcétera…» — .[5]

Pero estas versiones del guevarismo no lograron opacar su dinámica general y su potencia revolucionaria, capaces de sobrepasar a las organizaciones y a los partidos.

Al colocarse por fuera de ese vasto horizonte de energías instituyentes, la vieja izquierda quedó al margen de los procesos populares más relevantes del continente — y en general, del mundo periférico — . No pudo reconocer las marcas indelebles que las iniciativas más originales de los trabajadores y las luchas anticoloniales dejaron gravadas en el pensamiento emancipador, en la teoría revolucionaria — en el marxismo, específicamente — . Luego, permaneció inmune a los sedimentos y residuos que dejaron esos procesos — incluyendo sus fracasos, la derrota ante el capital — ; persistió ajena a los balances prácticos de los mismos que, en muchos casos, enriquecieron el arsenal teórico-político de la militancia popular. Atravesó los años ’80 y ’90 inconmovible frente al hastío y al fracaso que embargó al grueso de la militancia popular e indiferente — y en ocasiones hostil — a la experimentación política de un conjunto bien amplio de colectivos populares.

Hoy, con una visión retrospectiva más autocentrada en el aparato que en la clase trabajadora, se jacta de no poseer ningún tipo de responsabilidad en las derrotas de esos procesos. Esto también explica, por lo menos en parte, su marxismo desprovisto de toda forma de conciencia angustiada, su determinismo sin sentido trágico. Lo que reafirma su sectarismo, su dogmatismo y, de algún modo, preanuncia su marginalidad — de no mediar un proceso de autotransformación significativo de su subjetividad militante — respecto de los procesos populares del futuro.

Sin dudas, hipostasiar los principios políticos e ideas generales que se derivan de coyunturas particulares suele conducir a errores políticos. Pero… si se asume un punto de vista revolucionario y socialista: ¿se puede sostener que la defensa intransigente de la autoorganización, la autoeducación y el autogobierno de las clases subalternas y oprimidas deviene indefectiblemente en un acto de lesa hipóstasis con los mismos efectos dogmatizantes del verticalismo, el sustitucionismo y el elitismo? Creemos que existen principios políticos que no pueden ser dogmatizados porque portan una fuerte carga antidogmática. Podría decirse que están constituidos por una «razón antidogmática» o una «razón política experimental». Son «sanguíneos», abiertos, integradores, sintéticos y didácticos. Sirven para acumular y elaborar saberes políticos populares y crear cultura — algo que no está al alcance del dogma — . Son idóneos para integrar las circunstancias de las diversas generaciones de militantes populares. Se trata de principios políticos que se convidan y que deben ser puestos a prueba. Una y otra vez. Todo el tiempo. Su validación o refutación no es teórica sino histórica. Esto significa que sólo la clase que vive su trabajo puede determinar su aptitud emancipatoria, una aptitud que no viene dada por un significado universal preestablecido, tal como considera la vieja izquierda. Y existen otros principios que sí pueden ser dogmatizados, incluso podríamos decir que existen principios políticos «linfáticos» aptos para sustituir e instrumentalizar a los seres humanos, principios hechos para el dogma.[6] Así como no se puede «humanizar la tortura», o «democratizar el centralismo», no se puede dogmatizar la triada autoorganización/autoeducación/autogobierno popular. Por lo menos, no sin caer en burdas tergiversaciones.

Finalmente, resulta evidente que en su inmovilismo filosófico, ideológico, teórico y político; en su inclinación a la hipóstasis de instrumentos y de categorías; en su distanciamiento respecto del horizonte guevarista y de todo lo que este abarca — y en varios aspectos más — , la vieja izquierda no logró jamás romper del todo con las amarras que la atan a su repudiada contraparte estalinista. De modos diversos emuló la letra estalinista.

La vieja izquierda es vieja, principalmente, porque sigue empecinada en presentarse como la versión no envilecida, no desnaturalizada, de una variable organizadora concreta — y fallida — . En lugar de apostar a la gestación colectiva y situada de una nueva variable organizadora de la utopía y del sueño de los oprimidos y las oprimidas — de una original concreción de la invariable comunista — , insiste en replicar la vieja variable y en rearmar al profeta desarmado.

Metáforas

Retomamos. Después de leer la reseña no podemos dejar de constatar la incapacidad de la vieja izquierda para comprender una metáfora, para reconocer sus intenciones y capacidades críticas, para decodificar la coexistencia de planos figurativos y simbólicos — alegorías — y para dar cuenta de la musculatura expresiva de un ordenamiento conceptual o una representación simbólica.

En efecto, la vieja izquierda es «logocéntrica» y sólo capta los significados literales.

Por lo general, en la historia del marxismo existe una relación estrecha entre la metáfora y la invención teórica; es decir: entre la metáfora y la crítica al dogmatismo. Sirvan como ejemplo, los casos de metafóricos y «eclécticos» ilustres como Antonio Gramsci y José Carlos Mariátegui.

La actitud de los detractores de la metáfora remite a un constructo teórico rígido e inmutable; a un marco estático de consignas, fórmulas y recetas; a un mundo monolítico y a una forma de comprender determinada por la tradición dogmática santificada. Se trata de una actitud que invariablemente busca ratificar la experiencia anterior y justificar las rutinas actuales. Para la vieja izquierda las palabras carecen de contenidos dinámicos. Por lo tanto, no puede pensar más allá de los conceptos teóricos abstractos y tiende a autoconfinarse en las definiciones generales cuyos alcances y posibilidades considera ilimitados. La vieja izquierda prioriza los aspectos doctrinales y noéticos de las palabras. No está de más recordar que la doctrina siempre es pensamiento petrificado.

La vieja izquierda atesora unas conclusiones que ordenan de antemano la experiencia. Repudia todo intento por esbozar los trazos de una teoría en el curso de la acción — otro rasgo que la aleja del horizonte guevarista — .

De ahí, posiblemente, la tendencia a contestar mecánica y lacónicamente, la propensión a clasificar — y a fabricar incansablemente escaques clasificatorios — y a etiquetar, en lugar de horadar la corteza de las cosas, abrir los temas y desvirgar palabras. De este modo, toda praxis significativa, la vida misma, es sometida a esta operación que linda con la necedad y que carece de toda cortesía dialéctica.

La posición del interlocutor, cuanto más original, audaz, creativa — seguramente no es nuestro caso — mejor sirve como estímulo para su dogmatismo que, vale aclararlo, por lo general se manifiesta degradado en nociones vulgares asumidas con predisposición acrítica y hasta idolátrica. Se detienen en el universal abstracto y, por ende, niegan y rechazan toda particularidad a la que no pueden dejar de considerar como un estorbo. Caen así en el culto de la razón formal e instrumental.[7] De esta manera, lo que denominan «crítica», no es más que enjuiciamiento serial sin captación. La rutina segura de los títeres adoctrinados. Así, se hace muy difícil construir un diálogo en términos críticos.

Resulta evidente que los detractores de la metáfora parten de la indisposición absoluta de cara a la modificación de la organización de sus creencias y su espacio perceptivo o su estado ideológico. La sola posibilidad de esa modificación es vivida como un abismarse en el eclecticismo, en el oportunismo teórico y en los peores procedimientos conciliatorios. Así, cultivan una razón irreflexiva que se cierra automáticamente cuando se topa con un concepto, un acontecimiento, una práctica o una experiencia que escapa a sus dominios, a sus presupuestos, rompiendo sus chalecos de fuerza.

Cunde el miedo a la complejidad real de las cosas, a todo lo que no se presenta con el suficiente grado de geometría o de grisácea homogeneidad.[8]

Como estos dominios y estos presupuestos son tan estrechos, tal cerrazón no hace más que ponerse de manifiesto reiteradamente. Esto los lleva a asumir una actitud tendiente a distorsionar la percepción de los otros, manipulando descarada y agresivamente la posición del interlocutor, despojándolo de su expresión más propia; lo que, a la hora de la polémica, los convierte en una mezcla de fundamentalistas y tahúres; para peor, de un elevado grado de previsibilidad, dado que sólo saben poner los pies en la huella de sus pasos anteriores. Se trata de la agresividad sin ideas que históricamente caracterizó a los intelectuales-burócratas del «materialismo dialéctico».

Entonces, son muy aburridos y acartonados a la hora de la polémica porque invariablemente condenan a todos los detractados por los mismos pecados: bonapartismo, populismo, nacionalismo, reformismo, eclecticismo,[9] posmodernismo, aventurerismo, etcétera. O el pecado más «universal»: desplomarse en las tendencias pequeñoburguesas.

Prefieren las verdades sintácticas a las semánticas. En esto son los mejores discípulos de Procusto.[10] Altamente predecibles, sus opiniones, sus posiciones, se caracterizan por una monótona regularidad. El pensamiento independiente y autónomo y la creatividad brillan por su ausencia, y abruman los argumentos que sólo sirven para convalidar posiciones tomadas y santificar las mediaciones establecidas.

No pretendemos que reconozcan alguna virtud nuestra, simplemente les pedimos que nos señalen pecados distintos a los de la lista oficial de desviaciones y herejías.

Del mismo modo, si nos van a acusar de caer en una serie de lugares comunes, sería bueno que tengan la delicadeza de asumir un punto de partida distinto a los lugares comunes y el extremo convencionalismo de la ortodoxia y el dogmatismo. Ven la paja en ojo ajeno y no ven la viga en el propio. El culto por la lengua oficial les permite dejar de lado los contextos histórico-culturales que otorgan significado a las palabras y los aleja de todo intento de revalorización de lenguaje de la militancia popular ya sea campesina o urbana.

Las lenguas «oficiales» siempre son rígidas, nunca evolucionan y mucho menos revolucionan. El Partido, en su formato «clásico» y ya prácticamente estereotipado,[11] el partido objetualizado y objetivador, el partido dirigista inspirado en la ciencia de la organización y en absurdo ideal de la unanimidad — y no el partido (o cualquiera sea el formato que asuma un instrumento político emancipador) como resumen del mundo viviente, como síntesis de todos los antecedentes emancipatorios y como una creación intersubjetiva y encargada de restituir subjetividad — suele ser el ámbito que anula los contextos significativos, la instancia que asume la función programadora de los militantes, «cuadros» devenidos repetidores inconscientes.

La vieja izquierda desconfía de toda estrategia expresiva que vaya un poco más allá de la de una antigua guía telefónica; la considera, sin más, una argucia burguesa. Concibe a la palabra como instrumento de objetividad y no capta su valor cualitativo, no logra captar la explicación que subyace en la metáfora, en la imagen, en el gesto. No aprendió ni quiere aprender de otras sintaxis y otras semánticas. Por eso, quienes participan de sus coordenadas, tienden a polemizar con consignas. Intentan el despropósito de explicar con puras consignas — es decir: con generalizaciones estereotipadas — que no trasmiten sentidos materiales y humanos, sino que se aferran a abstracciones y formalismos. El consignismo pervierte los instrumentos y los métodos. Los tergiversa cuando los replica sin ton ni son, desatendiéndose de las situaciones. Entonces, no hay bloques de realidad. No hay significados adquiridos en los diferentes contextos culturales. No hay situaciones, raíces, identidades, matices, gradaciones, escrúpulos. No se asume la importancia de la propia facticidad. Buena parte de la producción «teórica» de la vieja izquierda queda atrapada en las estructuras iterativas. Entonces, la vieja izquierda produce letanías.

Demora de la teoría

Preocupan — a esta altura saturan — un lenguaje tan corto, inexpresivo y desprovisto de interrogantes — recordemos que Carlos Marx señalaba que el lenguaje es la conciencia práctica — ; un discurso político tan lánguido, una interpretación tan estrecha, unas barreras semánticas tan infranqueables, unas estructuras cognitivas tan inamovibles; un atraso teórico de cien años, dado que revelan el problema de fondo: la insuficiencia ideológica, la incapacidad para revisar su ontología, su epistemología y su axiomática. La vieja izquierda sólo supera la inseguridad aferrándose a una absolutización alejada de la realidad y desentendida de la verdad.

Este atraso teórico puede corroborase fácilmente, al analizar las características de su teoría del Estado, de su economía política, de su conceptualización del poder, la nación o del sujeto, de sus ideas respecto de la organización, la diversidad cultural, sexual, etcétera.

Por ejemplo, la vieja izquierda sigue aferrada a lo que Inmanuel Wallerstein denominaba la «estrategia de los dos pasos»: primero se obtiene el poder y después se transforma el mundo. Muy lejos de la noción gramsciana de bloque histórico, la vieja izquierda piensa el cambio social a partir de la primacía de la superestructura y las determinaciones de arriba hacia abajo. Esta secuencia fracasó en toda la línea. Fue fuente de derivas antidemocráticas y además no logró hacer del socialismo algo distinto a la industrialización y al reformismo social — en el mejor de los casos — . El fracaso de esta secuencia generó una crítica teórica y práctica copiosa y rica que suele ser descartada por la vieja izquierda, que no se rinde ante las evidencias de ese fracaso al que explica de modo simplista: la falta de una dirección «adecuada», una disfunción en la cúspide de la pirámide.

Pero ocurre que las direcciones revolucionarias surgen al calor de la lucha de clases y se consolidan por sus capacidades a la hora de construir hegemonía y organización popular. No surgen ni se consolidan según las normas preestablecidas por algún manual.

Su «teoría del sujeto» sigue siendo reacia a otorgarle dignidad ontológica a los sujetos no obreros: subalternos oprimidos, plebeyos; al «precariado» y al «pobretariado», y sigue considerando accesoria — por lo general tiende a negar directamente — toda afirmación identitaria. Asimismo, la vieja izquierda se olvida de pensar el sujeto a la luz de los efectos del «desarrollo desigual y combinado» y de los cambios de la era posfordista. No sólo persiste en pensar el sujeto con los fundamentos característicos del productivismo, sino que recurre a un productivismo desfasado, aferrado con una cadena de oro a la línea de producción fordista.

No ha dado cuenta todavía de los nuevos sujetos subalternos y oprimidos, de las nuevas relaciones sociales que experimentan — mucho más en la vida cotidiana que en las fábricas — como resultado del proceso de desarticulación impulsado por el capital en su inédito proceso de concentración, de la descentralización de la producción, de las nuevas contradicciones, de las nuevas y complejas formas de regulación social, de las temporalidades múltiples, de las nuevas subjetividades de mercado, de la creciente densidad de la sociedad civil. Ha secundarizado y subsumido en lógicas economicistas los aspectos vinculados a la diversidad cultural: pueblos originarios, género, etcétera.

En fin, no ha dado cuenta de la creciente complejidad de la lucha de clases. No ha asumido la tarea de redefinir constantemente el sujeto popular.

Su concepción del sujeto sigue presuponiendo la existencia de un sujeto sustancial derivado del desarrollo de las fuerzas productivas. Un sujeto confiscado por el mito del progreso. Por consiguiente, la vieja izquierda persiste en un conjunto de reduccionismos y gira en torno a las identidades monolíticas y las categorizaciones unidimensionales, lo que torna compleja las articulaciones militantes al interior del mundo heterogéneo de los sujetos plebeyos-populares. A veces, parece que los compañeros y las compañeras no pueden exceder el materialismo rústico y darwinista del espantoso folleto del viejo Federico Engels, El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. Todavía les cuesta enfrentarse a las inconsecuencias del pensamiento ilustrado en Nuestra América. No logran despojarse de los prejuicios racionalistas.

Obviamente esta concepción conduce invariablemente a asumir la «pasividad» del sujeto. No hace precisamente una apología de su protagonismo. Por ende, alimenta las peores mañas verticalistas y dirigistas.

Su teoría del Estado sigue sin colocarse al nivel del tiempo que vivimos. No supera el leninismo clásico, aunque se presente en versiones remozadas. Se saltean casi cien años de desarrollo de la teoría marxista del Estado — Antonio Gramsci, Louis Althusser, Henri Lefebvre, Nicos Poulantzas, Ralph Milliband, Göran Therborn, István Mészáros o René Zavaleta Mercado, para mencionar algunos aportes de una lista extensísima, prácticamente inabarcable a esta altura — . Ya sabemos que el Estado, en última instancia, es el «instrumento» de la clase dominante, una «superestructura» a su servicio, pero sería bueno — y políticamente útil de cara a una política emancipatoria — dar cuenta también de las dimensiones estructurales y políticas del Estado, abarcarlo como proceso y no como «cosa», abandonar de una buena vez la idea de la «neutralidad técnica» del Estado. Sería bueno, también, que tengan presente la tesis marxista de la abolición del Estado. Para no fetichizarlo y para no hacer del partido una instancia divinizada.

Marx y Engels en La Ideología Alemana decían que «el cambio de sí mismo coincide con el cambio de las circunstancias». El conservadurismo teórico, ideológico y político de la vieja izquierda, su capacidad de atravesar impertérrita un siglo completo, constituye una refutación de la afirmación de Marx y Engels, una demostración de la autonomía y la «tozudez» de ciertas superestructuras.

En materia de economía política, sus definiciones no logran ir más allá del productivismo y el moralismo industrial — eso sí, con propiedad estatal y gestión obrera — . Los argumentos de la nueva izquierda — o la nueva-nueva izquierda — a favor de la complementariedad entre consumo y producción, entre gestión y administración, entre participación popular comunal y planificación macroeconómica centralizada suelen ser interpretados como una nueva versión del «reformismo».

Sobre artefactos y lenguajes

La vieja izquierda se encarna en artefactos productores de conclusiones dogmáticas, mecánicas y rutinarias. Artefactos que alientan la obsequiosa sumisión a los códigos. Así, la vieja izquierda está reciamente apegada a la forma, que es uno de los modos de la mentira. La vieja izquierda, apresada en sus prejuicios, es suelo inadecuado para que despegue la imaginación, para que crezca el poder creador del pueblo y florezcan las iniciativas de los seres humanos que luchan. Es una izquierda «obrera» en el peor sentido: el obrero construido por el capital. Es repetitiva.

Con valores teóricos y estéticos procedentes de los manuales y del aparato, dependiente de las figuras de la autoridad, temerosa del desamparo, la vieja izquierda sigue conformándose con el acto cognoscitivo, sin tener una experiencia directa del «magma» de la subalternidad y la opresión, de la palabra y la comunidad. La imposibilidad de una experiencia tal la conduce a las reiteradas mistificaciones — de la clase, del partido, etcétera — .

La vieja izquierda no tolera que el pensamiento, la teoría y los saberes políticos se conviertan en vida. No tolera el experimento, la prueba, la exploración.

Se siente cómoda en la inmovilidad de la doctrina, en los pensamientos fijos, fosilizados, abstractos; en los sistemas definitivos y cerrados. No puede tolerar las consecuencias culturales, ideológicas y políticas de asumir el marxismo como filosofía de la praxis.

Proponemos un ejemplo tomado de una lista inabarcable para ilustrar lo que decimos y para hacer más evidentes algunos contrastes. En un trabajo publicado hace unos años, un exdirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Chile, recordaba cómo a fines de la década del ’60 y comienzos del ’70, en el marco de las luchas por la tierra — las célebres «corridas de cercos» — protagonizada por los mapuches, la organización — inserta en el horizonte guevarista — sometía su accionar a la aprobación de los Lonkos y las Machis.[12]

Eugenia Palieraki plantea que «El MIR manifestó un especial interés por las movilizaciones en las zonas rurales e invirtió importantes esfuerzos en conocer las tradiciones y especificidades del medio campesino. El MIR también prestó una especial atención a los mapuches. Los dirigentes miristas que trabajaban en ese terreno inventaron una modalidad de acción más adaptada a las prácticas reivindicativas de las comunidades mapuches que las ocupaciones de tierra: se trataba de las corridas de cerco, que consistían en desplazar los límites de una propiedad que antiguamente había pertenecido a los mapuches, pero que había sido paulatinamente anexada a los grandes latifundios de los alrededores».[13] Agrega, más adelante, que el MIR vio en las estructuras comunitarias mapuches una especie de protosocialismo y un terreno fértil para experimentar la redistribución colectiva de las tierras, en contraposición a la distribución individual.[14] No fueron casuales las iniciativas de autogestión impulsadas por el MIR. Tampoco fue casual la simpatía por la educación popular que mostró el MIR, en contra de lo que sucedía con la izquierda tradicional. Esta situación fue destacada por el propio Paulo Freire.

¿Existen en la historia de la vieja izquierda ejemplos que remitan a emplazamientos dialécticos similares a los del MIR? ¿Acaso gestó alguna vez la vieja izquierda un instrumento — un «universal» — tan capaz de dialectizarse con un particular? ¿O, por el contrario, su historia está jalonada de excesos de certezas que llevaron a apabullamientos y objetualizaciones de particulares? En Nuestra América no abundan las experiencias históricas que muestren a la vieja izquierda dedicándose a conocer cariñosamente y en profundidad la sintaxis y la semántica — el universo — de las clases subalternas y oprimidas en lugar de imponer una conciencia histórica y crítica preestablecida.

La vieja izquierda quiere ser cisterna, no se atreve a ser fuente. Prefiere contener a desbordar. Sigue fiel a una tradición político-cultural «normalizadora». Nosotros apostamos por un pensamiento germinativo que podría inspirarse tanto en Gramsci como en José Carlos Mariátegui, o en el pensamiento andino — ¿por qué no? — .

La vieja izquierda se considera satisfecha con el lenguaje que maneja; incluso hasta puede resultarle excesivo en algunas circunstancias. No considera la necesidad de modificar, exceder y/o ampliar sus denominadores comunes. No quiere reinventar los viejos textos. Nosotros consideramos que nuestro lenguaje es insuficiente. Y nos alegramos de que el lenguaje sea interminable, porque eso nos permite pensar en nuevos lenguajes afines a las condiciones cambiantes de las luchas sociales, lenguajes autónomos capaces de reencantar el mundo y funcionar como soporte de la emancipación. En términos de Freire: lenguajes antitéticos al «parloteo autoritario y sectario de los ‘educadores’», lenguajes que perfilen «las conjeturas, los diseños y las anticipaciones del mundo de nuevo».[15] Lenguajes movilizadores que no nos impongan formas de sujeción ni nos condenen, en los términos de la fórmula sartreana, al terreno de lo práctico-inerte.

No se puede cambiar el mundo sin cambiar el lenguaje y el pensamiento. Y no hay que esperar a la «toma del poder» para cambiar el lenguaje, el pensamiento y el mundo — desde arriba — . Ese cambio comienza aquí y ahora y requiere de praxis que promuevan los lenguajes simbólicamente ricos y los pensamientos críticos y utópicos que prefiguren el mundo nuevo.

Debemos trascender los problemas políticos y culturales en los que la vieja izquierda se estanca, mirarnos al espejo cada tanto. Debemos tener siempre presente la orientación fanoniana — ofrendada en Los condenados de la tierra — que establece que el verdadero salto dialéctico consiste en introducir la invención en la existencia.

La vieja izquierda parece disfrutar su nulidad y se aferra al escaso poder que ejerce en su pequeño territorio.

Nosotros sufrimos la nuestra — y la de ellos y ellas, porque nos hacemos cargo de todas las derrotas de los y las que luchan contra el orden del capital — .

Finalmente, como puede verse en la reseña que motivó este pequeño ensayo, la vieja izquierda sigue empecinada en imponer una universalidad basada en una esencialidad impropia. Tal vez por eso desprecia al escritor-militante periférico y artesanal que, a la hora de pensar lo nacional o lo universal, no deja de lado ninguna víscera y se apoya en lo que Césare Pavese llamaba «su zona doméstica» — porque está muy mimetizado con el paisaje y porque teme en la inoperancia que resulta de los excesos de generalización — . Lo desprecia de modos muy diversos, pero fundamentalmente aplanando y distorsionando su trabajo, tratando su búsqueda como si fuera un compendio sistemático, procesándolo en una máquina de decodificar muy pero muy precaria.

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Notas:

[1] Montico Di Paul, Joaquín y Rubistein, Nicolás (2012). Miguel Mazzeo, ¿Qué (no) hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios, Buenos Aires: Libros de Anarres. En: Hic Rhodus. Crisis capitalista, polémica y controversias, Buenos Aires, Nº 6, junio de 2014. La reseña toma como referencia la segunda edición del libro, publicada por Anarres en 2012. La primera había sido publicada por Antropofagia, Buenos Aires, en 2005. En línea: revistasiigg.sociales.uba.ar/index.php/hicrhodus. [11 de octubre de 2014].

[2] Del mismo modo, valoramos la contribución de las organizaciones de la vieja de izquierda en diversos campos, por ejemplo: sus aportes al desarrollo de un sindicalismo de base en la Argentina. Ahora bien… ¿Podrán estas experiencias aportar a la construcción colectiva de una nueva subjetividad política emancipatoria? ¿Servirán como «fábricas del sujeto» en lugar de instituirse en instancias para «formatear» la iniciativa de las bases y para despotenciarlas? En caso de darse estos procesos, es posible una renovación de la vieja izquierda y la conformación de un campo de encuentro y articulación política con la izquierda independiente.

[3] Utilizamos el concepto de horizonte en el sentido que le asignó la arqueología, es decir, como distribución de las características culturales en una vasta región durante un determinado período (por lo general extenso). También podríamos haber hablado del guevarismo como una «tradición ideológica», una «sensibilidad política» y una «subjetividad política» o una «subjetividad militante». Creemos que el sentido del concepto de horizonte contiene a todas estas definiciones.

[4] Existe una caricatura del guevarismo que lo presenta como una corriente militarista pragmática, antiintelectual, antiideológica y antipolítica. A lo largo de las últimas décadas, un conjunto de organizaciones ha asumido el guevarismo en términos caricaturescos. El guevarismo como otra versión del «blanquismo» o como una teoría «oficial» de la Guerra Revolucionaria. De este modo han alimentado el estereotipo simplificador de la izquierda tradicional y también el de la derecha.

[5] La Caldera (2012). Relación organización política y organizaciones de base, Serie Documentos. Buenos Aires: La Caldera Ediciones.

[6] Al respecto, véase el artículo de Aizicson, Fernando y Castilla Eduardo: «De viejos y nuevos dogmatismos. La crisis de las ideas y los intelectuales de la izquierda independiente». En: Ideas de Izquierda, Revista de Política y Cultura Nº 10, Junio de 2014, pp. 10–12.

[7] Los denominados «socialismos reales» fueron derivaciones políticas de esta detención en el universal abstracto y del culto a la razón formal e instrumental. En el mismo sentido, se puede establecer una relación estrecha entre la detención en el universal abstracto, la razón formal e instrumental y el materialismo dialéctico (diamat).

[8] Se asemejan en esto al Santo Oficio que también consideraba pecado de herejía el intento por comprender a los herejes.

[9] Bajo esta calificación caen tanto el propósito de poner a dialogar al marxismo con la cultura de cada circunstancia histórica específica como los intentos teórico-políticos basados en la rearticulación de diversas tradiciones emancipatorias. La evidencia histórica muestra que el eclecticismo teórico fue el necesario correlato de todas las «vías» emancipatorias propias, es decir, los caminos revolucionarios enraizados en las propias condiciones.

[10] Se trata de un personaje mitológico. Procusto era un sádico bandido del Ática que tenía por malsana diversión la de capturar viajeros desprevenidos para colocarlos en su célebre lecho con el fin de someterlos a terribles tormentos; ya que, cuando la talla de las víctimas no coincidía con las dimensiones del lecho, Procusto lograba — sí o sí — que las víctimas cupieran en el mismo, mutilando las extremidades de los viajeros. El lecho puede verse como la verdad sintáctica mientras que los viajeros pueden verse como la verdad semántica. Habría que agregar un dato significativo. Algunas versiones señalan que Procusto tenía en realidad dos lechos: uno grande y otro pequeño; por lo cual nadie se salvaba de la tortura, puesto que las víctimas siempre eran ubicadas de forma tal que se evitaran las coincidencias. Así, en Procusto, el afán por la «armonía» o la «coherencia» estaría subordinado a la crueldad. Muchas veces, la vieja izquierda — y las ciencias sociales — operan con el mismo criterio.

[11] La vieja izquierda ha juzgado y juzga la radicalidad histórica de los procesos populares en función de si estos son dirigidos o no por un partido marxista-leninista. Inicialmente, las críticas y desconfianzas respecto de la Revolución Cubana se afincaban en el hecho de que esta no había sido impulsada y dirigida por un partido marxista-leninista.

[12] Pascal Allende, Andrés (2009). El MIR chileno, una experiencia revolucionaria. Buenos Aires: A Vencer.

[13] Palieraki, Eugenia (2014). ¡La revolución ya viene! El MIR chileno en los años sesenta. Santiago de Chile: Lom. p. 269.

Al margen de estas referencias vale destacar que, en líneas generales, el MIR, como el grueso de la izquierda revolucionaria de los años ’60 y ’70 en Nuestra América, tendió a negar la diversidad cultural y a subsumir la condición de indígena a la de campesino. Estas mismas posturas tornaron complicado el reconocimiento de la importancia de las poblaciones mapuches urbanas.

[14] Ibídem, p. 271.

[15] Freire, Paulo (2014). Pedagogía de la esperanza. Un reencuentro con la Pedagogía del oprimido. Buenos Aires: Siglo XXI.

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Revista digital y plataforma de pensamiento para debatir el proyecto de la Revolución Cubana, su relación con prácticas políticas de hoy, sus futuros necesarios